
En 2006 aumentamos la valla
hasta los seis metros de altura... y eso no arregló nada. Ahora se vuelven a
instalar las brutales concertinas- retiradas en 2007 en un gesto
hipócrita, que parecía indicar que nuestra sensibilidad occidental no podía
soportar tanta sangre en los incesantes "asaltos" a la valla-, al
tiempo que se amplia dicha valla y se añaden helicópteros y patrullas para
impedir que los desesperados puedan traspasar la frontera que separa la miseria
del bienestar. En paralelo, asistimos sin apenas reacción al auge (¿sin
retorno?) de movimientos de extrema derecha por toda la Unión Europea, a
expresiones como la británica de "crear un entorno hostil" a
los inmigrantes que ya están en nuestros territorios o a realidades como la
diaria tragedia de Lampedusa o la muerte de 92 subsaharianos en el
desierto del Sahara.
Si tan seguros estamos de
que la resolución del problema que plantean quienes incesantemente se hacinan
en Ceuta y Melilla (y en tantos otros lugares a lo largo del
Mediterráneo o de la frontera con Turquía)- esperando el momento para pasar a
lo que, equivocadamente, consideran el paraíso en el que van a ver resueltos
todos sus problemas- depende de la altura de las vallas, bien podríamos
construir unas de veinte metros. A no ser que, impulsados por un inexplicable
afán deportivo, pretendamos estimularlos poco a poco a superar el record de
traspaso de vallas, aumentando progresivamente su altura, al tiempo que vamos dedicando
partidas presupuestarias a la construcción de unas infraestructuras que sabemos
de antemano que pronto serán sustituidas por otras.
Por la misma razón, si nos
creemos que el problema se resuelve definitivamente desplegando más fuerzas
policiales, e incluso militares, podríamos desplegar todas nuestras tropas a
lo largo de esas vallas. Así las tendríamos empleadas en algo muy tangible,
aprovechando que España no identifica actualmente ninguna amenaza militar
exterior, y no necesitaríamos gastar más tiempo en preguntarnos sobre las
extrañas razones por las que, tanto magrebíes como subsaharianos, se empeñan en
querer llegar a nuestro mundo.
¿Realmente somos tan ciegos
para no verlo? ¿Cuántos muertos más necesitamos para convencernos de la
necesidad de cambiar nuestros enfoques? Es evidentemente que hay que hacer
algo para gestionar una situación coyuntural como la que plantea la presión
de quienes ya han llegado a nuestras puertas. Y ese algo pasa por incrementar
la vigilancia en las zonas próximas con más medios y por una mayor
colaboración entre las fuerzas de seguridad españolas y marroquíes. Y eso
incluye luchar contra las mafias que trafican con personas y apostar
por la integración de quienes ya están entre nosotros.
Sin embargo, la experiencia
nos enseña que ninguna de esas medidas servirá más que para parchear,
también coyunturalmente, el problema. Donde se está jugando la verdadera
solución de este tema no es en el ámbito securitario, sino en el socioeconómico
y en el político. Ninguna barrera física detendrá a quienes buscan un
futuro mejor, lejos de unos países en los que imperan unos sistemas basados en
la apropiación de las riquezas nacionales por unos pocos y en los que sus
necesidades básicas no llegan a ser satisfechas. Lo que se plantea, por tanto,
es la necesidad, y la urgencia, de reformar en profundidad los sistemas
desiguales y discriminatorios que caracterizan tanto al Magreb como a muchos
países subsaharianos. Ésta es una tarea que reclama, en primer lugar, una voluntad
política por parte de los regímenes que actualmente controlan esos países para
abandonar unos modelos planteados básicamente en defensa de los privilegios de
la clase dominante. Sin su concurso, cualquier cambio se hace no sólo
extremadamente difícil, sino que apunta a escenarios de crisis y conflicto
violento, en la medida en que tratarían de resistir por la fuerza el empuje de
una población mayoritariamente marginada de los beneficios de los sistemas
actuales.
Pero no menos importante
para avanzar en esa línea de reformas es la implicación de los países
desarrollados, entre los que la Unión Europea destaca con luz propia, para
vencer sus propias inercias. Unas inercias que nos han llevado durante
demasiado tiempo a preferir el mantenimiento del statu quo, por muy injusto que éste pudiera ser para la creciente
población africana, antes que aventurarnos a utilizar nuestros poderosos
instrumentos comerciales, políticos y diplomáticos para acelerar los procesos
de cambio que tímidamente pudieran emerger desde el seno de esas sociedades y
para mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. Hasta ahora- y la
reacción de nuestros gobiernos ante la llamada "primavera árabe" lo vuelve
a demostrar palmariamente- seguimos anclados en la defensa de nuestros
intereses, convencidos de que disponemos de barreras de protección (incluyendo
las militares) que nos permiten seguir a salvo del caos y el descontrol en
el que parece haberse sumido una parte nada desdeñable del planeta. Seguimos,
asimismo, convencidos de que basta con atender a los síntomas más visibles de
los desajustes que este modelo global pueda provocar, para sentirnos a salvo,
sin necesidad de modificar sus bases. Y así ni somos coherentes con
nuestros propios principio, ni vamos a ninguna parte, salvo a alimentar nuestro
instinto tribal frente a los distintos.