(*) Con José A. Herce, Director Asociado de Afi
Uno de los argumentos más repetidos al inicio de la crisis (aunque mucho más antiguo en el debate académico) fue el de que las grandes entidades crediticias eran, precisamente, “demasiado grandes como para (dejarlas) caer”. Es decir, aunque fuesen merecedoras del peor destino que le cabe a una empresa, la quiebra, dicha solución acarrearía graves consecuencias para terceros. Cuando se trata de la quiebra de entidades financieras sistémicas, esto es, con profundas raíces en todo el entramado de medios de pago y crédito de una economía, el colapso de la pirámide crediticia ocasionado por el pánico inicial, y el repliegue de toda la cadena de crédito y medios de pago que conllevaría, acabarían provocando un retroceso del bienestar material de la sociedad de un número de generaciones que no es fácil de determinar.
Contra el desprecio popular por las actividades financieras, cabe decir que, sin ellas, nuestras economías no habrían pasado del trueque que se practicaba en la edad media. Carece de sentido denostar las finanzas y las actividades que las desarrollan como carece de sentido denostar la vivienda, la educación o la siderurgia.
No cabe duda de que la mala práctica es inaceptable, en éste y en todos los demás campos de la actividad humana, productiva o no.
Pero lo cierto es que, a veces, hay que aceptar el rescate de entidades sistémicas, too big to fail, tapándose la nariz y tratando de aprender las lecciones derivadas de una regulación inadecuada, unos comportamientos corporativos irresponsables si no peores, y un excesivo amor por el endeudamiento de hogares, empresas o administraciones públicas.
En un contexto de incertidumbre por la situación de las entidades financieras, que afortunadamente está pasando, provocada por la caída y rescate de algunos de los mayores bancos y compañías aseguradoras del mundo, especialmente al inicio de la crisis tanto en EEUU como en Europa, seguido por intervenciones en nuestro propio país, donde muchas pequeñas haciendo lo mismo han convertido en riesgo sistémico lo que a título individual no lo era, merece la pena detenerse en el panorama crediticio español en un tercer subsector de entidades, el de las cooperativas de crédito.
Este subsector se encuentra integrado por unas 37 grupos de cajas rurales (dentro de los cuales podríamos incluir por su vinculación territorial también a la cooperativa laboral, Laboral Kutxa) y dos cajas profesionales (Caja de Ingenieros y Arquia). Con un peso muy reducido en el conjunto nacional, apenas un 6% de los activos bancarios o un 7% de los depósitos, en media presentan ratios de capital y solvencia superiores al conjunto del sector (12% de capital ordinario de nivel 1 frente al 10,8% del total sector o 111 euros de depósitos por cada 100 de inversión crediticia frente a 75 del sector bancario) al tiempo que una morosidad inferior (en torno al 10% frente al 13,8% del sector). Y aunque se ha producido una sola intervención por parte del Banco de España y del FROB, Caja Rural de Mota del Cuervo, se ha solucionado por parte del propio sector de forma ágil y sin cargo para el erario público (absorción por parte de Globalcaja).
Siempre se ha dicho que el reducido tamaño y la cercanía al entorno local de una entidad crediticia constituían otras tantas fuentes de riesgo por concentración y de potencial contaminación con el contexto político local. En el caso de las cooperativas de crédito, sin embargo, estos atributos sólo han redundado en un especial esmero de sus gestores a la hora de llevar las entidades con criterios de prudencia (como ya comentábamos en un post anterior).
El resultado ha sido el que se comentaba antes: una solvencia, una liquidez y una morosidad casi a prueba de crisis. En este marco, puede argumentarse que si las cooperativas de crédito no están “rotas”, para qué arreglarlas. No se entiende muy bien por qué el informe final de la Comisión Europea y el Banco Central Europeo del pasado mes de enero pida que se estudie “una reforma del marco legal de las cooperativas de crédito”.
Pues precisamente por eso, porque la banca local es un bien imprescindible para el desarrollo económico territorial que debemos preservar.
Tras el proceso de reestructuración y consolidación, el sector bancario español ha resultado ser uno de los que presentan mayor grado de concentración: las cinco primeras entidades españolas concentran un 51,4% de los activos bancarios, mientras que en países de nuestro entorno económico financiero las primeras cinco entidades concentran entre el 35% y el 40%. De ahí que precisamente el 91% de los activos esté en manos de entidades que pasan a la supervisión directa del Banco Central Europeo, frente al 68% de los activos de las entidades alemanas en supervisión directa.
Ranking por incremento del grado de concentración* desde 2008 hasta 2012
* Cuota de activos de las 5 entidades con mayor tamaño de balance.
Fuente: Afi a partir de BCE
En consecuencia, la banca local, en la que jugaban un papel protagonista las cajas de ahorros, con el crecimiento del tamaño medio de nuestras entidades ha quedado prácticamente en exclusividad en manos de las mencionadas cajas rurales.
Mientras que lo que ha destacado en esta crisis financiera han sido las entidades demasiado grandes para permitir que se hundieran, lo que ha pasado bastante inadvertido han sido muchas pequeñas entidades cooperativas de crédito, solventes y bien gestionadas. Tan bien gestionadas como para evitar hundirse en el colapso inmobiliario y el desempleo que protagoniza la economía española todavía en estos momentos.
No obstante, que debamos proteger y fomentar la banca local y su vinculación regional no significa que no reconozcamos que existen elementos que deben ser objeto de reflexión, precisamente para mantener la necesaria contribución de estas entidades al desarrollo económico territorial, a saber: el gobierno corporativo, la comercialización de las aportaciones al capital o las fortalezas y debilidades de la propia figura jurídica de cooperativa de crédito.