Una vez más se ha puesto de manifiesto que el Banco Central Europeo (BCE) es la única institución europea con capacidad y determinación para tomar decisiones en una Europa cuyo acercamiento a la situación que lleva viviendo Japón es cada vez más obvio. De hecho, si algo cabe objetar al BCE ha sido su tardanza en reconocer que la inflación hace mucho tiempo que dejó de ser un problema en la eurozona, y en cambio el fantasma de la deflación es cada vez más tangible. Resulta patético recordar cómo mes tras mes desde el inicio del año, el BCE venía poniendo paños calientes al descenso de la inflación, aludiendo a la Semana Santa, la climatología, la energía, o lo que fuera, con tal de no reconocer una tendencia de fondo que nos acercaba peligrosamente a un enquistamiento deflacionario.
Pero como dice el refrán, más vale tarde que nunca, y bienvenida sea esa nueva andanada de artillería desplegada ayer por el BCE, de la mano de un programa de compra de activos respaldados por préstamos a empresas no financieras, ya existentes o de nueva generación, así como activos respaldados por crédito hipotecario. Con todo, el diablo está en los detalles, y habrá que ver si esa compra no queda limitada a activos de alta calidad crediticia o “seniority”, dejando fuera del programa a aquellos activos y/o tramos, con mayor riesgo y mayor consumo de capital.
Si así fuera, se continuaría intensificando una situación de clara “bipolarización” en el ámbito de la financiación empresarial, especialmente en nuestro país. Aquellas empresas con clara percepción de solvencia pueden apelar a financiación en unas condiciones extremadamente favorables, en una guerra de las entidades financieras por crecer en dicho segmentos, que en algunos casos trae reminiscencias de la burbuja inmobiliaria. Por el contrario, aquellas empresas con mayor componente de riesgo, o de nueva creación, se encuentran con un racionamiento financiero, que les impide captar financiación prácticamente a ningún precio.
Ese es claramente el mensaje que emerge de la última edición (correspondiente al periodo 2013-2014) del Global Competitiveness Report paradójicamente publicado el mismo día que el BCE desplegaba su artillería. España mantiene un nada halagüeño puesto 35 (entre un total de 144 países) en el ranking mundial de competitividad, misma posición que hace un año.
Más que esa posición agregada merece resaltarse las enormes dicotomías entre varios de los aspectos que definen la competitividad. Mientras España puntúa muy alto en infraestructuras, en sanidad, y en número (que no calidad) de personas con formación superior, lo hace extraordinariamente mal en calidad institucional y en rigideces de mercado, no solo del mercado laboral sino de los de bienes y servicios.
Pero ciñéndonos al ámbito financiero, la competitividad española se ve lastrada por una muy adversa capacidad de apelar a fuentes de financiación de riesgo, donde ocupa la posición 100. Ello unido a una sonrojante posición 118 en cuanto a burocracia para crear nuevas empresas, hace de nuestro país uno de los más claros destinatarios de esas demandas del presidente del BCE, Mario Draghi, para acometer reformas estructurales sin las que las decisiones del BCE son claramente insuficientes.
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