Fue el pasado agosto cuando se desencadenaron las alarmas. La devaluación del yuan no solo fue una sorpresa, sino que contribuyó a alimentar las peores conjeturas sobre el devenir de la segunda mayor economía del mundo. También ese episodio se encuentra en el origen, o al menos en uno de ellos, de la profunda caída sufrida por los mercados de acciones durante el mes de enero en todo el mundo.
Vaivenes de las políticas cambiaria y financiera en aquel país. Credibilidad de la capacidad de las políticas cuestionadas. Y ya sabemos que la distancia entre la desconfianza y la inestabilidad financiera es muy corta, especialmente cuando se trata de la generada por una economía de la envergadura comercial y financiera de la China.
Las autoridades han desmentido rotundamente que estén propiciando la depreciación adicional del yuan. Pero los analistas e inversores internacionales no acaban de convencerse. Lo que es más fácil asimilar, sin embargo, es el temor al potencial desestabilizador sobre el comercio y las finanzas internacionales que tendría una ronda de devaluaciones competitivas, una guerra cambiaria en toda regla, consecuente con los movimientos en el tipo de cambio del yuan.
No hay, creo yo, suficientes razones para suponer que las autoridades chinas no están intentando ordenar su sistema financiero y su política cambiaria. Pero insisto en que lo que proyecta desconfianza es la capacidad para conseguirlo: para compatibilizar esa puesta de largo que fue la inclusión de su moneda en los DEG (Derechos Especiales de Giro), la adopción de su carácter como moneda de reserva, y su conducción ordenada. La reducción de un cuantioso stock de reservas internacionales desde el pasado julio tampoco tranquiliza. Es probable que parte de esa caída en las reservas sea la consecuencia de intervenciones en los mercados de divisas en apoyo del yuan, pero también lo es que tenga que ver con la intensificación de la propensión de los chinos a comprar activos en el extranjero, denominados en otras monedas. El caso es que Bloomberg informaba a mediados de enero que en el conjunto del 2015 los flujos de salida de capitales de China habrían alcanzado el billón de dólares (1 “trillion” estadounidense). En esa misa cifra coincide Fitch, pero para el periodo entre mediados de 2014 y final de 2015. Con todo, se trataría de la primera caída de reservas desde 1992, y todavía serían 3,3 billones de dólares el valor de las reservas mantenidas por el banco central. Aunque si sigue el ritmo de los últimos meses no cabría descartar la introducción de controles de capital. Estos ahora ya no son contemplados como medidas extrañas: incluso son recomendados en determinadas situaciones por el propio FMI. De todas formas sería una inflexión en la senda liberalizadora y homologadora de esa economía.
Junto a esas inquietudes, fundamentalmente de naturaleza financiera, de China también llegan otras de naturaleza real asociadas a su crecimiento económico. Y me atrevería a decir que no tanto a la intensidad del mismo como a su composición, a la transformación que está teniendo lugar en la estructura sectorial de esa economía: desde una gran intensidad en la producción de manufacturas y su exportación masiva a una economía con mayor proporción de servicios orientados al consumo interno. No es fácil ese cambio y no cabe descartar que además de los episodios estrictamente originados en su sistema financiero veamos alguno derivado de esa complicada metamorfosis. No es la única transición que hoy inquieta en ese país.
Artículo de reciente aparición en la revista Empresa Global nº 159. Febrero 2016. Afi Ediciones Empresa Global
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