En la difícil transición a 2017, la estabilidad financiera no está garantizada. La salud de las principales categorías de operadores financieros en la mayoría de las economías, avanzadas y emergentes, sigue exhibiendo las secuelas de la crisis, al tiempo que muestran una complicada adaptación a un entorno macroeconómico complicado, demandante todavía de políticas monetarias expansivas que no favorecen la actividad tradicional, e incluso generan riesgos nuevos. Algunos de ellos tienen su origen en ese ciclo de crecimiento económico anémico, pero otros son la consecuencia de la aceleración de la obsolescencia de modelos de negocio propios de otra época que será difícil que retorne.
Con la ventaja de la evidencia aportada por el transcurso de algunas semanas he revisado algunos de los riesgos a medio plazo sobre los que alertaba el último Global Financial Stability Report (GFSR) del FMI. Me he permitido concretarlos y jerarquizarlos.
1. Crecimiento económico global. El fortalecimiento del sistema financiero global lo primero que necesita es hacer lo propio con el crecimiento económico. Es la forma más inmediata de asentar firmemente la confianza, base del funcionamiento de cualquier sistema financiero. La inversión empresarial sigue en gran medida ausente de la composición del PIB en las economías avanzadas y con ella la posibilidad de avanzar en la creación de empleo. Una consecuencia de ese débil crecimiento es el deterioro del clima político, estrechamente vinculado al descenso de las rentas salariales y a la ampliación de la desigualdad en la distribución de la renta.
La variación de la inflación sigue siendo moderada, justificando la prolongación de la política monetaria excepcional en algunas de las más importantes economías avanzadas, las de la eurozona entre ellas. Esa lenta normalización monetaria seguirá condicionando la adaptación de los sistemas financieros, la superación de los problemas abiertos durante la crisis y la reducción de la exposición a nuevos episodios de inestabilidad financiera.
Las economías emergentes tampoco quedan al margen de las amenazas. El endeudamiento privado en algunas de ellas creció en la fase de bonanza de los precios de las materias primas, y ahora se presenta de difícil asimilación. En especial el denominado en dólares, relativamente importante en algunas de las BRIC.
2. Riesgos cíclicos, pero también estructurales. Esa adaptación a un entorno cíclico poco favorable no favorece la superación de problemas estructurales en algunos sistemas financieros. Las presiones reguladoras son uno de ellos. La mayor intensidad normativa sobre la actividad financiera coexiste con incertidumbre, con temores acerca de decisiones adicionales de las autoridades que acentúen los problemas ya detectados.
Garantizar la coexistencia de niveles adecuados de capital y provisiones con el declive en las tasas de rentabilidad no es un empeño fácil. Según el GFSR, el 25% de los bancos de las economías avanzadas (representativos de activos por 11,7 billones de dólares) seguirán altamente vulnerables, requiriendo cambios en sus sistemas de gestión de riesgos. Los europeos son el caso más destacado, pero también los japoneses, inmersos en procesos de internacionalización con el fin de compensar los reducidos márgenes domésticos.
Las compañías de seguros, especialmente en el ramo de vida y los fondos de pensiones, también están en una situación incómoda, determinada por la prolongación de bajos tipos de interés y volatilidad de las rentabilidades de los activos financieros. Pero se encuentran enfrentadas también a una dinámica demográfica adversa (un aumento manifiesto de la longevidad) que puede incrementar aún más la propensión al ahorro, dificultando la adaptación de las empresas financieras, en particular de las aseguradoras.
3. Respuestas adaptativas. El modelo de negocio en banca al por menor ha acentuado su cuestionamiento. Las necesidades de capital impuestas por las nuevas regulaciones obligan a reconsiderar dimensiones óptimas de las entidades y la cantidad y calidad de algunos activos. También las exigencias de mejorar la eficiencia operativa. La reducción de capacidad ya está siendo una reacción suficientemente explícita en los bancos de diversos países. La concentración del número de entidades o directamente la reducción del tamaño mediante el cierre de oficinas y reducción de personal seguirán estando presentes en la mayoría de los sistemas financieros de la eurozona.
A ello se añaden los retos derivados de la cada día más presente digitalización en todos los ámbitos de la actividad bancaria: a la presencia de nuevos competidores no estrictamente bancarios –no regulados como tales- ávidos de instalarse en nichos de negocio con márgenes atractivos.
Las compañías de seguros tampoco escapan a las amenazas derivadas del bajo crecimiento económico y los reducidos tipos de interés. El primero no favorece la reducción del riesgo de solvencia y los segundos aumentan los funding gaps, especialmente en el ramo de vida.
4. Políticas convenientes. A estas alturas asumir la prioridad de restauración de ritmos de crecimiento razonables significa compensar el excesivo protagonismo de las políticas monetarias. Estas siguen soportando la cotización de algunos activos financieros y posibilitando descensos en la aversión al riesgo, y la emergencia de operadores financieros no tradicionales. Pero es un hecho que esas políticas están perdiendo eficacia, o no consiguen que la demanda agregada repunte y con ella las tasas de inflación. La eurozona vuelve a ser el caso más destacado.
El acompañamiento de políticas fiscales más activas ya es asumido por casi todas las instituciones. A los temores y riesgos más arriba enunciados hay que contraponer el asociado a un aumento de los déficit públicos. No es una elección fácil, pero la política económica es con bastante frecuencia elegir entre la menos mala de las opciones, la que lleve consigo consecuencias menos irreversibles.