Me voy a tomar una licencia: comentaré un libro elaborado por los profesionales de Afi: “1987-2017. España. Transformaciones económicas, financieras y sociales”. Pero confieso que igualmente me habría ocupado de él si fueran otros los autores: el periodo al que da cobertura es probablemente el más sugerente de la historia moderna de nuestro país, tanto desde una perspectiva económica como política y social. Comprenderá el lector que una justificación adicional para bucear en esas tres décadas sea que las mismas coinciden con la vida de Afi, un proyecto en el que nos embarcamos tres profesores de la UAM convencidos de que el entorno sería cómplice de esa singular empresa. No voy a extenderme más en comentar esa aventura empresarial tan cercana, solo rastrearé algunos de los episodios más significativos del periodo, procurando destacar aquellos con mayor margen de influencia en la realidad actual. Dos, fundamentalmente, el avance en la convergencia real durante las dos primeras décadas y la permanente asignatura pendiente de nuestra economía, la productividad.
1. Un entorno internacional propicio
Bien podría haber sido 1986 el año de partida, año con el que muchos historiadores definirán el inicio de la fase de homologación formal de la economía española con las europeas. El Tratado de Adhesión de España a la entonces Comunidad Económica Europea se firmó el 12 de junio de 1985 y el primer día del año siguiente se hacía efectiva la entrada de España. En cualquier caso, esta referencia nos sirve para destacar el primer aspecto, la existencia de un entorno incentivador de la necesaria transformación de la economía española, en la dirección de una mayor modernización y homologación con las economías más avanzadas de Europa.
Se acababa de firmar el Acta Única Europea que entró en vigor en julio de 1987, por el que se conformaba el Mercado Único. A partir de entonces serían esas y las siguientes referencias de perfeccionamiento de la dinámica de integración europea las que actuarían como coordenadas en las que inscribir la evolución de la economía española. La entrada en el SME y la definición del horizonte de la Unión Monetaria, actuarían como condiciones básicas de la política económica de nuestro país.
Más allá de una entonces próspera y atractiva Europa, el conjunto de la economía global también fue un cómplice activo de la transformación de nuestra economía en estos años. Fue la fase conocida como “La Gran Moderación”, sin grandes sobresaltos en el crecimiento global y políticas monetarias favorables a la expansión. Una etapa, recordemos, que avaló las presunciones más optimistas de algunos profesores de macroeconomía y la laxitud de algunos reguladores financieros.
2. Convergencia real
Quizás la forma más sintética de ilustrar la trasformación de la economía española en estos años sea observar la evolución del principal indicador de bienestar, la renta por habitante. Aumentó y también lo hizo su convergencia con las economías más avanzadas de nuestro entorno. Ese era el principal estímulo para asumir los retos que las sucesivas fases de la integración europea demandaban. Como señalan Daniel Fuentes y Víctor Echevarría en su capítulo, en 1987, el PIB per cápita de España se situaba en unos 14.620 euros (precios constantes de 2010), mientras los de Alemania, Francia e Italia equivalían a 22.994, 22.365 y 21.371 euros respectivamente. La última estimación del FMI sitúa en 25.000 euros esa renta per cápita española en 2017, a pesar de la inflexión registrada en los años de la última crisis.
Es verdad que esas transformaciones más impulsoras de la convergencia real tienen lugar fundamentalmente durante las dos primeras décadas. La tercera bien podría considerarse como “la década pérdida”, debido al impacto diferencial que la crisis de 2007 ha tenido y sigue teniendo en nuestra economía. Nada que ver esta inflexión en la generación de bienestar con la crisis que sobrevino en 1993, de fácil superación. De no mediar decisiones de política económica que aumenten de forma significativa la inversión en Europa y en nuestro país, el ritmo de aumento de la renta per cápita entrará en una senda de mayor debilidad a la observada en aquellos primeros veinte años.
De la mano del desarrollo del mercado único europeo, son años de una intensa apertura al exterior, de entrada de importantes flujos de inversión extranjera directa y, muy especialmente, de modernización de las infraestructuras apoyadas en los fondos europeos. Esa presencia de empresas multinacionales contribuyó a que la empresa española se desperezara, se modernizara y avanzara en sus decisiones de internacionalización. La intensidad del dinamismo exportador no pude ocultar el mayor crecimiento de las importaciones, hasta el punto de derivar en un desequilibrio difícilmente sostenible en 2007.
De los rasgos de estas tres décadas tampoco puede pasarse por alto el aumento del sector servicios en la determinación del Valor Añadido Bruto (VAB) de nuestra economía del sector servicios, una tendencia genérica en la economía global, pero más acentuada en la nuestra. Esa terciarización asciende desde el 60% del VAB en 1987 hasta el 74% de 2017, incluyendo en esa senda la erosión en el peso de los servicios financieros como consecuencia de la crisis de 2007. El sector primario baja a la mitad su participación, desde el 6% al 3%. La industria por su parte cae al 18% del VAB desde el 25% hace treinta años.
3. Productividad pendiente
También la productividad, ese componente esencial para el crecimiento de calidad, la economía española se singulariza. En estas tres décadas dos han sido dos rasgos básicos de la misma: baja contribución al crecimiento económico y crecimiento muy reducido de la misma. Antes del 2007 la productividad española creció un 0,8% de media, muy por debajo de las economías de nuestro entorno. Luego, tras el inicio de la crisis, es verdad que ha crecido, pero reflejando el descenso del empleo, no tanto mejoras en las dotaciones de capital físico o tecnológico, ni en la productividad total de los factores.
Esta es una de las asignaturas pendientes paras seguir homologando a la economía española con las más avanzadas. En cierta medida consecuencia de ella es la necesidad de avanzar en la reducción de la brecha de bienestar, de la desigualdad en la distribución, que la última crisis ha dejado. Ojalá que en el próximo libro de Afi podamos dejar constancia de esas imprescindibles consecuciones. Por el momento, solo me queda renovar la invitación a leer la obra completa de la que estas notas han surgido.