Pablo Hernandez (*)
El fenómeno de la digitalización ha despertado un enorme furor en los últimos años. Raro es el mes –a veces, la semana- que no se celebra algún congreso o jornada cuyo leitmotiv es la transformación digital. En ocasiones, como parte de la estrategia de difusión de un último informe de interés elaborado por alguna institución o casa de análisis. Otras, como alternativa para reunir a distintos expertos que aborden algún debate sobre sus efectos en un ámbito o materia concreta.
Sin lugar a dudas, es un interés justificado, pues la sociedad es hoy juez y parte de una revolución tecnológica a la altura de otras bien conocidas en la historia contemporánea. Nuestra manera de relacionarnos y de producir y consumir bienes y servicios ha cambiado de manera difícilmente reversible desde que se expandiese Internet a comienzos del siglo XXI. Está cambiando, de hecho, en una suerte de cambio estructural o proceso de “destrucción creativa” á la Schumpeter, cuya hondura es aún difícil de precisar y su horizonte más complejo aún, si cabe, de escrutar.
En la era digital las ideas han sustituido progresivamente a las cosas, los bits a los átomos; en definitiva, lo antes material pasa a ser ahora intangible. Muchos bienes y servicios han reducido su coste de producción de manera fulminante, hasta convertirse incluso en bienes de “coste marginal” nulo –free goods, en terminología anglosajona- cuyo precio de mercado se aproxima a cero. Baste nuestra propia experiencia cotidiana para evidenciar el alcance de este upgrade tecnológico con ejemplos tan palpables como las comunicaciones, el comercio electrónico, la banca digital, los medios de comunicación o el sector audiovisual, entre otros muchos. En resumen, los desarrollos ulteriores de Internet han derivado grandes cotas de bienestar para la sociedad en múltiples dimensiones.
No obstante, si bien estos avances en nuestro nivel de vida son bien perceptibles a título individual, su reflejo a escala colectiva apenas es captado por las estadísticas oficiales. Las métricas convencionales utilizadas para aproximar el bienestar que todavía prevalecen en el análisis económico -el PIB, el PIB por habitante o la productividad- no reflejan adecuadamente la contribución al bienestar del consumo de bienes no rivales como son, por lo general, los digitales. La razón estriba en la propia naturaleza del PIB, que por “construcción” recoge exclusivamente aquellas transacciones que circulan por el mercado.
Un buen ejemplo ilustrativo lo constituye la experiencia de la industria musical. Desde la irrupción de nuevas plataformas –Youtube, Spotify, iTunes, etc.- la oferta accesible para el consumidor en streaming es infinitamente mayor. Se escucha más música que nunca y a coste marginal irrisorio. La calidad de la música tampoco se ha reducido, si damos por válidas las conclusiones de estudios académicos que han abordado esta cuestión. De aquí podría inferirse que los consumidores son más “felices”. Sin embargo, si uno se atiene al Valor Añadido Bruto generado por la industria en las últimas dos décadas, la lectura es diametralmente distinta. A juzgar por la evolución de la facturación del sector, el bienestar de los consumidores podría incluso haberse reducido durante varios periodos. En definitiva, la penetración de los bienes y servicios digitales ha agudizado el viejo cuestionamiento del PIB como medida de bienestar.
Fuente: Afi
El propio Simon Kuznets -responsable destacado de la extensión de los sistemas de contabilidad nacional en los años treinta del s. XX junto a Richard Stone- ya advertía de sus limitaciones cuando afirmaba que “el bienestar de una nación apenas puede deducirse por la medición del ingreso nacional”. Por otra parte, en 1987, el mismo año en que era distinguido con el Premio Nobel de Economía por sus aportaciones en el campo de la teoría del crecimiento, Robert Solow enunciaba una curiosa paradoja acerca del impacto económico del progreso tecnológico vinculado a la computación en EE.UU. en la década de los 70 y 80: “La era de la informática está por todas partes, salvo en las estadísticas de productividad”.
Más adelante, Sen y Stiglitz, en un informe encargado por la administración Sarkozy en 2009, señalaban que si bien los tradicionales inconvenientes inherentes al PIB para la medición del bienestar se habrían agravado como consecuencia de la aparición de Internet, los avances en economía y técnicas estadísticas deberían de otorgar oportunidades para la exploración de nuevas métricas.
En ese espíritu, Brynjolfsson, Eggers y Gannamaneni han publicado hace escasos meses un trabajo que persigue precisamente explorar el potencial de nuevas tecnologías de extracción de información a bajo coste -encuestas masivas online- para aproximar la utilidad que proporcionan bienes y servicios digitales ocultos en el PIB. Partiendo de un enfoque micro clásico de análisis de bienestar, estiman curvas de demanda de bienes digitales con modelos de elección discreta y cuantifican el excedente del consumidor asociado a diversos servicios digitales, entre los que figura, por ejemplo, Facebook (plataforma para la que estiman 450 dolares anuales en concepto de excedente por consumidor en EE.UU.).
A pesar de incorporar ciertos sesgos y precisar futura sofisticación –como reconocen los propios autores- la lectura que cabe extraer es que las nuevas tecnologías no solo han irrumpido transformando los fundamentales de nuestras economías. También han abierto un amplio campo de experimentación para complementar la manera en que medimos el bienestar en la era digital, más allá del PIB (al que, más allá de su vigente utilidad, se le debe seguir reconociendo como uno de los grandes inventos del s. XX y un hito fundamental en la historia de la ciencia económica).
(*) Consultor del Área de Economía Aplicada de Afi
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