Unos días antes de que empezaran los Juegos Olímpicos, los viajeros del metro de Londres escuchaban a veces una voz inconfundible. “¡Hola amigos! Os habla el alcalde. Este es el momento más grande en la vida de Londres desde hace 50 años. Vamos a dar la bienvenida a más de un millón de gente cada día en nuestra ciudad y va a haber una enorme presión en la red de transporte. Que no os pille. Planead vuestro viaje en Internet”.
Esa voz inconfundible era la de Boris Johnson, alcalde de Londres desde 2008. Político muy peculiar, de imagen deliberadamente desgarbada y gran amante de ir a toda pastilla en bicicleta con traje y corbata de un cierto sobrepeso, Johnson no era alcalde cuando Londres ganó la dominación para los Juegos de 2012. Pero les ha sacado un jugo extraordinario.
Desde hace unas semanas parece haber alcanzado el don de la ubicuidad. Lo mismo está en los altavoces del metro que inaugurando lo que sea en Trafalgar Square, alzando la antorcha olímpica, de visita en el East End o escupiendo metafóricamente al candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, Mitt Romney, por atacar a Londres 2012 en vísperas de la inauguración.
En esa ocasión apareció el auténtico Boris, como todos le llaman. Con su pelo albino más revuelto que nunca, agarró el micrófono con la excitación de alguien que ve cumplido su sueño de participar en un concurso televisivo de talentos excéntricos, y se dirigió a los 60.000 jóvenes que había en Hyde Park para recibir con música a la llama olímpica. “He oído que hay un tipo llamado Mitt Romney que quiere saber si estamos preparados para organizar los Juegos. Quiere saber si estamos preparados. ¿Estamos preparados? Sí, claro que lo estamos”, vociferó, atropellando las palabras como suele hacer.
Antiguo periodista reconvertido a político, no empezó los Juegos con muy buen pie. Al menos, visto con ojos chinos. En 2008 en Pekín le tocó recibir la bandera olímpica de manos de su homólogo. Lo hizo con el ardor de siempre… y sin abrocharse la americana. Aparentemente, una considerable falta de educación de acuerdo con los cánones chinos.
Desde entonces han pasado siete años. Y aquel político novato, que había ganado la alcaldía de Londres por los pelos gracias a la rapidez mental que había exhibido en varios programas de juegos de palabras en la televisión, se ha convertido en carne de primer ministro. Hoy es el político preferido de los militantes del Partido Conservador para suceder al actual primer ministro, David Cameron, en el liderazgo de los conservadores. Una encuesta publicada hace unos días, en plena fiebre electoral, señala que de los 1.419 activistas tories consultados, el 32% se inclinan por él, claramente por delante del actual ministro de Exteriores, William Hague (24%), y el de Educación, Michael Gove, (19%).
El problema de Boris es que es popular porque es alcalde de Londres pero tiene pocas posibilidades reales de ser primer ministro precisamente porque es alcalde, un cargo incompatible con el de diputado. Y en este país es impensable que se pueda liderar un partido, ya no digamos el Gobierno, sin estar en el parlamento.
Técnicamente, eso tiene fácil arreglo: basta con que dimita un sacrificado colega para que él pueda conseguir su escaño. Pero para eso tendría que dejar la alcaldía y delataría su ambición personal, dañando a su vez sus posibilidades de sustituir a Cameron si este perdiera las elecciones de 2013 o si la crisis le llevara a una dimisión anticipada, algo que en estos momentos nadie anticipa. Pero Boris Johnson siempre tiene un conejo en la chistera. Y haría cualquier cosa por lograr la medalla de oro.