Hombres jóvenes. Jóvenes y heridos. Uno de ellos, tal vez el más joven, solo puede andar con ayuda de muletas, a otro le falta el brazo izquierdo, a Ahmed la hinchazón del rostro le confiere una fiereza añadida. Son libios. Los libios que hace algunos meses mirábamos por televisión expectantes y admirados por la determinación y el coraje con que lograron poner en fuga a aquel sátrapa amigo de Aznar y de Berlusconi y también de Zapatero y Obama, a aquel coronel Gadafi que viajaba con carpa y harén y sementales de fina estampa. Ahora están aquí, en Roma, en un hotel de cuatro estrellas venidas a menos. El gobierno de su país tiene un acuerdo para que la destartalada sanidad pública italiana les remiende sus heridas.
Les pagan el hotel y el tratamiento, pero los días son muy largos, sobre todo sin un euro en el bolsillo. Así que estas aves del desierto con las alas cortadas se dedican a deambular por los laberínticos pasillos de un palacio neoclásico convertido en hotel. Los huéspedes, muchos de ellos españoles, se los topan cuando, todavía soñolientos, bajan a por el desayuno o cuando, derrotados por el calor y la belleza de la ciudad, regresan ya tarde a sus habitaciones. Y entonces Ahmed, el guerrero fiero de la cara hinchada, o Hassan, el joven de las muletas, no se parecen a aquellos televisados y por tanto lejanos e inocuos héroes de la primavera árabe. Son, simplemente, lo que denuncian en recepción algunos turistas todavía con el sobresalto en el cuerpo:
--Señorita, un moro con mala pinta me ha pedido un euro…
La recepcionista comenta con fastidio al compañero: “Otra vez los libios”. Y descuelga el teléfono para llamar al botones y que suba y le pida a Ahmed y a Hassan que sean buenos chicos y que no asusten a los turistas que regresan al hotel con bolsos falsos de Louis Vuitton. Estos renqueantes libios de la primavera árabe libraron a sus compatriotas del yugo del sátrapa, y a nosotros --españoles, italianos…- de la vergüenza de ver a nuestros gobernantes riéndoles las gracias al fantoche petrolero de las gafas oscuras y el harén portátil de vírgenes guerreras. Pero aquí, en plena primavera de Roma, sus muletas y sus rostros lastimados se han convertido en un estorbo y en una inquietud. Nos gustaban más cuando los veíamos allá, en el desierto, a la hora del telediario, en esos minutos perdidos antes del gol de la jornada…