Me encuentro a Nacho León, inspirador de vinos, en Valencia. Tomaba el fresco en el Mercado de Colón y lucubraba sobre su futuro: con una bodega mínima se puede sobrevivir, y hasta vivir, si la preocupación se centra en la calidad y no en la cantidad. Es necesario reconvertir los criterios, cosa que nuestros competidores llevan años haciendo, poner en valor los terrenos casi desechados por las generaciones actuales, que observan impasibles como desaparecen plantaciones de cien y más años porque las cosechas son bajas, sin entender que en esa falta de cantidad está implícita una alta calidad.
Hay que poner en valor las variedades consolidadas en cada región, cuidando de forma sobresaliente aquello que los franceses llaman el “terroir”, la composición de los suelos, la inclinación de los mismos según la pluviometría, la orientación de cada parcela y por ello la insolación que soportan las vides, escogiendo los tiempos de recolección, y evitando en lo posible que un exceso de química pervierta las virtudes que adornan naturalmente los frutos.
Todo esto y mucho más para hacer poco más de seis mil botellas cada año, que solo se incrementarán cuando se encuentren nuevos campos y plantaciones que reúnan las notas ya señaladas.
Y a todo esto hay que añadir una pizca de locura, ser un “loco del vino”, y estar empeñado en demostrarlo. Ser casi un demente, hacer de la uva Mencía el vino Demencia, lo cual ostenta como privilegio y no como baldón.
Frente a ello está la posición de muchos nuevos vinateros: compran una nave o un “chateau”, lo rellenan a conciencia de moderna maquinaria y equipos, se rodean de prestigiosos titulados en el arte de las mezclas y los envejecimientos, y al cabo, ya todo listo, miran a su alrededor a la vez que asombrados se preguntan “¿pero, donde están las uvas?” .