Aunque los sueños a veces se cumplen, solo en contadas ocasiones se aproximan a lo esperado. En junio de 2013 publiqué un post en este mismo blog: ¿Estrenará Ángel León restaurante en 2014?
En la nave central de aquel molino de mareas del XVII construido con roca ostionera donde antaño se trituraba trigo con la energía del mar, se observa la figura insignificante de un soñador, un cocinero hecho a sí mismo que por aquel entonces luchaba por trasladar su diminuto restaurante en el Puerto de Santa María a este edificio histórico protegido, restaurado y vacío, pero todavía sin contenido asignado. Desvelaba una ilusión en primicia que Ángel nos había querido mostrar. Algo conmovedor.
Su mayor deseo habría sido inaugurarlo en 2014 pero las circunstancias lo han retrasado un año más. Trámites y trabas administrativas extenuantes, el rechazo vacuo de asociaciones ecologistas, la búsqueda de financiación… Nada distinto de lo que suele ser habitual.
Cuando el pasado jueves 27 tras un largo abrazo le felicité a la entrada del edificio, Ángel era incapaz de disimular su emoción. “Estamos felices pero asustados por tantos acontecimientos, ha sido muy duro pero lo hemos logrado. Nada habría sido posible sin las ideas y el interiorismo del arquitecto Basilio Iglesias y el artista Javier Ayarza, son unos cracks”, me comentó.
Fuera a través de un pasillo de estanques de sal la fachada recubierta de velas alegóricas troqueladas en acero corten, proporciona un somero anticipo del lugar. Traspasé el umbral y me sentí obligado a detenerme sin deseos de avanzar. Después de haberlo visto vacío la transformación me impresionó. Eran ya las nueve de la noche y el sol se iba apagando matizando los contrastes de la luz. A la izquierda una pared de conchas metálicas bruñidas, en el techo pantallas de sílice emulando algas diatomeas, en algún frontal la silueta de grandes escaramujos (pequeños moluscos adheridos a las cubiertas de los barcos) y en los pomos de las puertas réplicas de erizos marinos. A modo de lavabo, en el espacio de los aseos, una larga pila blanca horadada. “Intenta recordar la pluma de un calamar”, me aclaró León. Cada objeto del nuevo Aponiente desempeña un papel dentro de su gran guión. Detrás de tantos iconos, los sentimientos y pasiones de este gaditano, el alma de un curioso micro mundo sobre el que ha construido una vanguardia culinaria con mayúsculas trenzada a partes iguales con su alter ego Juanlu Fernández, cocinero excepcional.
Al paso me encontré con la bodega, que gestiona Juan Ruiz, gran sumiller, después con los dos cubos acristalados que albergan la panadería y la pescadería donde se elabora pan y se limpia el pescado a la vista. Enseguida la cocina, dotada de artefactos de última generación, y en un lateral la mesa del chef. ¿Mesa de qué? No una más sino un cubículo acristalado donde se reproducen sonidos del mar con un tablero que parece vibrar al vaivén de las mareas y se escuchan vientos huracanados, rugidos y chapoteos del agua.
“Quiero emular la cubierta de los barcos” me comentó mientras me daba a degustar sobre el reverso de la mano un extracto de plancton, quintaesencia marina. Levanté la cabeza desde la misma cocina y en la segunda planta mi vista tropezó con varios gigantismos retroiluminados, caballitos de mar y medusas de iridiscencias alternantes. Golpes de efecto destinados a romper con la frialdad monacal del edificio. León nos descubrió su taller en esa misma planta de cuyo techo penden algunos peces abisales y volvimos a bajar. En el comedor con capacidad para 40 comensales otras dos metáforas marinas, los respaldos de las sillas, que emulan colas de albures (mújoles) y las lámparas cuyos chupones iluminados recuerdan plumas de calamar. “Hemos estudiado las luces para que cambien de tono y podamos realzar platos determinados”
El sol terminaba de ponerse y Ángel nos invitó salir. Cruzamos un diminuto puente levadizo y en pleno crepúsculo pisamos la marisma presidida por una gran escultura, el cráneo gigante de una tortuga marina. “Aquí comienza nuestro próximo sueño” nos comentó. Nos gustaría explotar las salinas, crear huertos marinos y navazos…”
De la cena, excelente, me ahorro comentarios, los reservo para una próxima crítica en El Viajero como es mi costumbre. Al salir había subido la marea y el agua casi rodeaba el edificio. Miré por las ventanas y me pareció que abandonaba un barco de piedra. O un monasterio. No hay nada parecido en Europa, pensé. Probablemente Jacques Cousteau habría construido aquí una Universidad del Mar.
“Empezamos una nueva singladura, somos los mismos tripulantes de siempre pero con otro barco. Nos disponemos a navegar” me comentó León. Sígueme en twitter en @JCCapel