Diorama del museo de la DDR sobre una playa nudista en la RDA.
La mala gastronomía no hunde un estado pero socava la moral. Entre los muchos padecimientos que afrontaron los alemanes del este debió figurar el menú cotidiano. La krusta (cuadrada y más fina) sustituyó a la pizza; la nudossi a la nutella; la Vita-Cola al refresco del imperio del mal y la soljanka (en la foto), una sopa rusa con tiras de pimientos, se convirtió en un manjar ideológico. Los gurken (pepinillos) estaban por todas partes, como ya se vio en Goodbye, Lenin!. Y, por lo visto, la kasselewith sauerkraut era el plato favorito de Erich Honecker, que a muchos ya no les sonará de nada pero que a los alemanes orientales se lo dice todo y que en esta imagen se besa con Mijaíl Gorbachov en el aeropuerto de Berlín como si ambos solo hubieran nacido para este momento.
Encuentro entre Gorbachov y Honecker el 6 de octubre de 1989. / AP
Casi ningún plato del este ha sobrevivido a la unificación. No le extrañará a nadie que haya catado la tristeza del szegediner goulasch con chucrut y patatas. Solo el rotkäppchen, un vino espumoso, ha salido airoso del derrumbe del estado comunista y ha conocido el éxito también entre los occidentales. Realmente los agentes de la Stasi (hay otros museos alemanes donde se incide sobre su siniestro trabajo) comían fatal, aunque convengamos que no sufrían por igual los 93.000 empleados oficiales -cifras de 1989- con probable acceso a los productos importados de las tiendas Delikat y Exquisit, que otros 173.000 "inoffizielle mitarbeiter" (colaboradores no oficiales), que además de soplones forzosos carecían de los privilegios del espía de nómina.
Comer bien era un privilegio. Comer a secas, un ejercicio de paciencia. Los alemanes orientales debían guardar colas infinitas para adquirir productos de primera necesidad. Siempre salían con una bolsa en la mano. Por si acaso. No adquirían lo que necesitaban –solía escasear- si no lo que les ofrecían. En un diario, Ingeborg Lüdick anotaba que las tiendas carecían de algo tan elemental como queso, papel higiénico o sartenes.
El DDR Museum (Museo de la RDA) se ha convertido en un fenómeno desde que abrió sus puertas, frente a la catedral de Berlín, en julio de 2006. Medio millón de personas pasan por él cada año. Su éxito está justificado. Si usted quiere saber cómo vivían los alemanes orientales debe visitarlo. Berlín es una ciudad que afronta su historia de cara –así que uno se encuentra memoriales y museos de lo peor de su pasado en cada rincón- pero no es fácil recrear lo que fue. El DDR lo consigue. Primero porque suspende todas las barreras físicas que suelen imponer la mayoría de los museos (uno puede sentarse al volante de un Trabi y apreciar lo pequeño, arisco y también robusto de su interior: no olvidemos que era un producto comunista pero alemán) y segundo porque ha elegido mostrar la vida cotidiana de las personas: cómo eran sus casas, su infancia, sus vacaciones, sus trabajos, su diversión. “La RDA era una dictadura, lo que significa que el estado ejercía mayor influencia sobre las vidas de sus ciudadanos que en una democracia. Sin embargo, este simple hecho no significa que los habitantes de una dictadura no sonrían, rían, jueguen, amen o desobedezcan”, señala Robert Rückel, el director del museo, en la guía oficial.
El Trabant (en la imagen) es uno de los símbolos de aquel estado que hoy resulta anacrónico. Los alemanes aguardaban hasta 16 años por la llegada de un coche que les ayudaría a salvar las dificultades de desplazamiento. Aunque esto último no estaba garantizado. “¿Qué es un Trabi en una colina?”, inquiría un popular chiste. “Un milagro”.
El humor estaba tan presente como las restricciones. El Palast der Republik, demolido en 2006, fue el edificio más caro de la República Democrática y supuraba asbestos por cada rincón pese a que ya se conocía su efecto cancerígeno. Se conocía como la Tienda de Lámparas de Erich por el despliegue lumínico. El rock y el pop, mal visto por el régimen, se difundía en las iglesias. Hay grabaciones y fotografías de la Stasi de la gente joven que acudía a los templos porque se sospechaba que en lugar de sosiego espiritual buscaban un revulsivo existencial en el blues, el rock o el pop. Por supuesto el lipsi, el mojigato baile que trató de imponer el régimen en 1959, se estrelló contra la atracción que despertaban los provocadores rockeros.
No todo estaba bajo control. Al menos no todo lo que le gustaría al SED, la formación comunista que rigió los destinos del país entre 1946 y 1989, cuyo himno decía que "el partido siempre tiene razón". El nudismo, por ejemplo. "Más que un signo de libertad sexual era un signo de resistencia frente al conformismo habitual", plantea el museo. Por mucho que el régimen arrugase la nariz, cuatro de cada cinco alemanes orientales nadaba desnudo en las playas cuando iba de vacaciones. El Free Body Culture (FKK) fue en la práctica el movimiento de desobediencia más exitoso de la RDA.