Babur, el primer mogol de la India

Por: | 16 de octubre de 2014

Babur Cortada

Por Luis Mazarrasa Mowinckel

La conquista del Indostán no entraba en los planes de Zahirudín Muhammad Babur, el hijo del Sheik Omar que poseía el valle de Ferghana –en el actual territorio de Uzbekistán- en los últimos años del siglo XV. Porque, en realidad, la tierra que codiciaba cuando a los doce años heredó el Señorío donde galopaban los míticos caballos de Ferghana era Samarcanda, a pocas jornadas de marcha en dirección oeste desde su feudo.

La legendaria ciudad de la Ruta de la Seda había estado en poder de los antepasados de Babur desde que en 1370 Timur o Tamerlán –padre de su tatarabuelo- estableciera en ella la capital del Imperio Timúrida. Incluso, siglo y medio antes, en 1220, otro ancestro de Babur, el mongol Gengis Jan, también había conquistado Samarcanda.

Sin embargo, la joya de Asia Central siempre le resultaría esquiva a quien llegaría a ser el primer emperador mogol de la India. En 1497, dos años después de proclamarse soberano de Ferghana, Babur aprovechó el vacío de poder en Samarcanda a la muerte del emir, su tío, para marchar al frente de una campaña de conquista. Solo tenía catorce años.

Los príncipes timúridas, descendientes de la dinastía que fundó Tamerlán, se repartían las principales ciudades de sus dominios a la muerte de un soberano, como era tradición desde la época de sus antepasados mongoles en las estepas de Asia Central; y lo hacían esgrimiendo la espada como derecho dinástico inapelable. De hecho, Timur y su estirpe provenían de una tribu resultante de una fusión de pueblos túrkicos y mongoles. Y Babur, además, parecía contar todavía con más derechos para litigar por el poder, ya que también descendía directamente de Gengis Jan por parte de su madre.

Así, Herat, Kandahar, Bujara o el Jorezm lindante con Persia pasaban por continuas disputas entre los tataranietos de Timur pero, sin duda, la próspera, culta y refinada Samarcanda –la única ciudad que amó y embelleció aquel terrible emperador- era la más codiciada.

Cuando las noticias del estallido de una guerra civil sucesoria entre sus primos llegaron a oídos de Babur no le fue difícil convencer de la oportunidad para la toma de la ciudad a sus umarah, los nobles mogoles, y a sus soldados, que generalmente sólo eran leales ante la posibilidad de un buen botín. Después de un asedio de siete meses Babur entró triunfante en Samarcanda y sus primeras visitas en la milenaria ciudad fueron a la tumba de Timur, la madrasa -la escuela coránica- y el observatorio construidos por su nieto Ulugh Beg, el Sultán Astrónomo; los tres, monumentos edificados según los cánones arquitectónicos persas que todavía hoy puede admirarse en mezquitas y obras civiles de Isfahán o Qom.

Porque Persia, el poderoso vecino y una de las grandes madres de la civilización asiática junto con China y la India, siempre fue el referente cultural de los mogoles desde que Timur y sus descendientes intentaran y consiguieran refinar la rudeza heredada de las hordas de Gengis Jan con una pátina de la sofisticada civilización de las ciudades iranias que conquistaban y, en muchos casos, arrasaban. Timur, de quien se calcula que causó 17 millones de muertos en correrías en las que destruyó Bagdad, Damasco, Isfahán o Delhi, solía ordenar el asesinato de decenas de miles de los habitantes de una ciudad vencida y salvar la cabeza de los mejores arquitectos, artesanos, calígrafos y miniaturistas. Todos ellos eran conducidos cautivos a Samarcanda para embellecer las obras en las que se dejarían la vida miles de esclavos también capturados por Tamerlán.

Ese estilo de construcción originario de Persia y caracterizado por el uso de cúpulas en forma de bulbo, jardines dispuestos en perfecta geometría y la profusión de azulejos en tonos añil viajaría un siglo y medio más tarde desde Samarcanda y Bujara a la India, a través de la conquista mogola, y se plasmaría en fuertes, palacios, mezquitas, madrasas y mausoleos, el más conocido de los cuales sería el eterno Taj Mahal, edificado por un tataranieto de Babur.

A Babur le pareció en la primera conquista de una ciudad que llegaría a tomar y perder en tres ocasiones que “pocos lugares hay en el mundo más placenteros que Samarcanda”, pero sólo pudo disfrutar de su posesión durante tres meses. En seguida, muchos de sus soldados desertaron al comprobar que el botín prometido era mucho más exiguo a causa de la guerra civil librada hasta la llegada del mogol. Al mismo tiempo, varios nobles de Andijon, la ciudad donde había nacido Babur, se rebelaron aprovechando su ausencia y nombraron emir de Ferghana a su hermano Jehangir, de doce años.

Barbur 3
Babur hubo de abandonar apresuradamente Samarcanda y tardó dos años en recuperar su feudo, después de terribles meses en medio de grandes penalidades en las frías montañas de Ferghana. Una vez pacificado el territorio, de nuevo un suceso insólito en relación con la añorada ciudad iba a conmocionar su corte. En 1500, Shaybani Jan, caudillo de una ruda tribu de uzbekos venidos de las estepas del norte, se apoderaba de Samarcanda, que por primera vez en más de cien años tenía un gobierno de intrusos no timúridas.

Otra vez un ejército de mogoles se puso en marcha para reparar la ofensa y, en un momento de ausencia de Shaybani Jan, Babur conquistaría la ciudad por segunda vez, y el pueblo de Samarcanda, jubiloso ante la vuelta de un descendiente del gran Timur, masacraba a los uzbekos atrapados dentro de sus muros.

Como una repetición de lo acaecido en su primera aventura, Babur tendría que salir huyendo de Samarcanda una noche del siguiente invierno, después de soportar meses de duro asedio de los uzbekos sin que ninguno de sus primos timúridas acudiera a sus llamadas de ayuda. Para mayor humillación, el bárbaro Shaybani exigió, a fin de garantizar la vida de los mogoles en retirada, la entrega en matrimonio de Janzada, la bella hermana mayor de Babur, que pasaría diez años de horror en el harén del uzbeko.

En los tres años siguientes Shaybani arrebataría la totalidad de sus territorios en Ferghana a Babur quien, al mando de unos pocos centenares de soldados fieles que constituían poco más que una partida de aventureros, cruzó las agrestes montañas del Hindu Kush para intentar hacerse con otra capital perdida por un timúrida: Kabul. Allí, el caudillo de una tribu arghún se había hecho con el poder a la muerte de otro de sus tíos. En 1504 logró expulsar a los arghunes y, al ser el único jefe timúrida en gobernar una de sus antiguas ciudades, se proclamó Pachá y exigió que todos los clanes descendientes de Timur le rindieran vasallaje.

Kabul era entonces un paso esencial de las caravanas que iban y venían desde el Imperio Otomano y Persia hasta China; en sus bazares se comerciaba con especias, caballos y esclavos y se hablaba no sólo chagatai –la lengua túrkica de los mogoles transmitida por las huestes del mongol Gengis-, sino también persa, árabe, chino, tayiko, dari o hindi. Babur se enamoró de la ciudad y quedó asombrado de su impronta cultural, donde los nobles se educaban en la caligrafía, poesía, pintura, música, iluminación de coranes y códices, y la formación de los príncipes incluía también la esgrima, la lucha, la cetrería y la caza.

El nuevo soberano de la región de Zabulistán adornó la capital con hermosos barghs, los típicos jardines persas, y se sumergió en el aprendizaje de la poesía venida de Herat, la ciudad irania poseedora de la cultura más sofisticada de la época.

Pero la nostalgia de Samarcanda, el deseo de su conquista, acompañaría a Babur durante toda su vida y en 1510, con la derrota y muerte del Shaybani Jan infligidas por el Shah Ismail de Persia en la batalla de Merv, el mogol organizó de nuevo una expedición. Esta vez contaría con la ayuda del emperador persa, quien además había liberado a la humillada Janzada y la había devuelto sana y salva a Babur.

Un año más tarde Babur entraría en Samarcanda por tercera vez, entre los vítores de una población que semanas más tarde le daría la espalda a causa de su conversión a la fe chiíta obligado por el Shah. Ello, unido a un nuevo asedio de los uzbekos, le llevó a perder definitivamente la ciudad ocho meses después y retornar a Kabul. Samarcanda ya no volvería a sentar a un timúrida en su trono.

Tumba de Babur2Mausoleo de Babur en Kabul / LUIS MAZARRASA

Pero, pese a su amor por Kabul y sus dominios, las riquezas de esa tierra no eran suficientes para mantener las ambiciones de un ejército y unos nobles cuya lealtad tenía mucho que ver con las recompensas obtenidas en las campañas militares, por lo que Babur empezó a fijar la mirada en un objetivo que antes no había analizado seriamente: el Sultanato de Delhi. Gobernado por una dinastía afgana, los Lodi, el trono de Delhi había pertenecido hacía más de cien años a los gobernadores que Timur había designado allí después de su saqueo.

Babur, como sucesor del turco-mongol que aterrorizó gran parte de Asia, envió un emisario al sultán Ibrahim ordenándole la entrega de un territorio que se extendía desde Lahore hasta la frontera con Bengala, por el este, y hasta los dominios de los rajás hindúes en la India Central. A cambio, le ofreció un azor.

Ni que decir tiene que Ibrahim Lodi, poseedor de un ejército mucho más numeroso que el mogol, rechazó de plano tal pretensión, en un contexto en el que todas las dinastías ganaban un reino arrebatándoselo a la anterior y para él Timur no era más que el caudillo de una horda de salvajes venida del norte que destruyó la hermosa Delhi y se llevó a miles de sus habitantes como esclavos.

Después de apoderarse del enclave estratégico de Kandahar, los mogoles se enfrentaron a las tropas del Lodi –musulmanas como ellos- en abril de 1526 en Panipat, ya a las puertas de Delhi. La superioridad numérica del ejército del Sultanato era abrumadora, pero Babur contaba con un arma secreta: la artillería y los mosquetones adquiridos al sultán otomano a través de su amigo el Shah de Persia y manejados por oficiales turcos. Las armas de fuego, desconocidas en la India salvo en las batallas de los portugueses contra el Sultanato de Gujarat en el suroeste de la península, provocaron, además de una enorme sangría en las filas de Ibrahim Lodi, el pánico entre sus hombres y sus centenares de elefantes, que huyeron del campo de batalla aplastando a su propio ejército.

De este modo, Babur fundaría la dinastía Mogol que permanecería en la India hasta su derrocamiento por parte de los británicos en 1857. En sus nuevas posesiones, Babur, un aguerrido soldado, inteligente caudillo, gran nadador, luchador y cazador, pero también poeta y amante de las artes, escribiría su fascinante historia, el Baburnama, que al mismo tiempo fue una especie de enciclopedia de todo lo que había visto y conocido a lo largo de su vida, en una obra que se considera la primera autobiografía del mundo islámico.

En 1530, cuatro años después de la victoria en Panipat, Babur moriría con solo 47 años en el Fuerte Rojo de su capital, Agra. Su cuerpo reposa en una sencilla tumba de sus amados jardines de Kabul. Su hijo mayor, Humayun, que tuvo su bautismo de fuego con 17 años en aquella batalla, heredaba el trono del Imperio Mogol.

Luis Mazarrasa Mowinckel es periodista y escritor.

Hay 1 Comentarios

excelente donde puedo conseguir bibliogrfia sobre el tema

Los comentarios de esta entrada están cerrados.

Historia[S]

Sobre el blog

Dado que el presente se levanta sobre lo que ya pasó, no es mala idea echar un vistazo atrás para entender lo que está pasando. Cicerón lo dijo antes y mejor: “No saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser eternamente niños”.

Sobre los autores

Tereixa ConstenlaCoordinadora: Tereixa Constenla. Periodista de EL PAÍS. Descubrió la Historia en 2008, cuando aterrizó en la sección de Cultura, y comprobó que el pasado era un filón para el presente.

Isabel Burdiel recibió el Premio Nacional de Historia en 2011 por su biografía sobre Isabel II. Es especialista en liberalismo europeo del siglo XIX y catedrática de la Universidad de Valencia. "Para que sirva para algo, la Historia no tiene que quedarse en el círculo de especialistas", sostiene.

Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, defiende, como Eric J. Hobsbawm, que los historiadores son "los 'recordadores' profesionales de lo que los ciudadanos desean olvidar". Es autor de una veintena de libros sobre anarquismo, Guerra Civil y siglo XX.

Manuel Morales es periodista de EL PAÍS y profesor de Periodismo Digital en la Escuela de EL PAÍS/UAM. Para liberarse de tanta actualidad busca refugio en historias del pasado, sobre todo las que han dejado huella en la fotografía.

María José Turrión fue la primera directora del Centro Documental de la Memoria Histórica, creado sobre el esqueleto del Archivo de la Guerra Civil de Salamanca. Cree firmemente que los archivos contribuyen "a la salvaguarda de los derechos humanos y al desarrollo pleno de las democracias".

Javier Herrero es documentalista de EL PAÍS y licenciado en Historia Moderna y Contemporánea. Le interesa indagar en los antecedentes históricos de acontecimientos que saltan a la primera línea informativa.

Eduardo Manzano Moreno es profesor de investigación del CSIC y autor de numerosos libros sobre Al-Andalus, la Edad Media y la memoria histórica. Cree en el poder transformador del conocimiento histórico y en la necesidad de forjar una conciencia que nos convenza de que se pueden cambiar las herencias recibidas.

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal