Melquíades Álvarez, durante un discurso en un teatro en fecha indeterminada. / EFE
Durante la tarde del 22 de agosto de 1936, grupos de milicianos atestaban los alrededores de la cárcel Modelo de Madrid, en el barrio de Argüelles. Los refugiados que llegaban de Extremadura traían noticias de una terrible matanza que la columna rebelde del coronel Yagüe había perpetrado en Badajoz, y desde el 7 de agosto las bombas de la aviación de los militares sublevados dejaban su rastro de muerte en la capital republicana. En el caos revolucionario de ese verano, la crispación y los deseos de venganza desataron el furor de los milicianos que asaltaron la cárcel, y esa noche asesinaron a 30 reclusos. Entre ellos se encontraban destacados falangistas, ministros republicanos de los Gobiernos de Lerroux y la CEDA y un político anciano fundador del Partido Reformista, Melquíades Álvarez. Cuando Manuel Azaña, presidente de la II República y antiguo compañero de partido de aquel, se enteró de lo ocurrido (“el bueno de don Melquíades”, lo recordaba), los sentimientos de desesperación, repugnancia y desánimo le llevaron a plantearse la dimisión de su cargo. La locura fratricida que asoló España tres largos años había segado la vida de otro de sus hijos más preclaros.
En 2014, Fernando Suárez González publicó el libro Melquíades Álvarez, el drama del reformismo español (Marcial Pons), en el que el procurador de las Cortes predemocráticas, ministro de Trabajo de uno de los últimos Gobiernos de Franco y diputado durante la Transición, reivindicaba la figura del político asturiano. Álvarez fue protagonista de un tiempo que guarda muchas semejanzas con el que vivimos, y recuperar su legado es una tarea oportuna. Una crisis social y económica de proporciones alarmantes, la quiebra del bipartidismo, el conflicto territorial en Cataluña o el descrédito de la Corona, son circunstancias que, salvando la distancia histórica, acercan la España de Alfonso XIII a la nuestra. En esos tiempos convulsos para el canovismo, Melquíades Álvarez, el político de brillante oratoria al que comparaban con Emilio Castelar y llegaron a conocer como El pico de oro (es acertadísima la inclusión de amplios extractos de sus discursos por parte del autor), lideró una alternativa política para el país con un marchamo irreprochablemente democrático.