Melquíades Álvarez, la solución reformista que Alfonso XIII rechazó

Por: | 07 de abril de 2016

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                   Melquíades Álvarez, durante un discurso en un teatro en fecha indeterminada. / EFE

Durante la tarde del 22 de agosto de 1936, grupos de milicianos atestaban los alrededores de la cárcel Modelo de Madrid, en el barrio de Argüelles. Los refugiados que llegaban de Extremadura traían noticias de una terrible matanza que la columna rebelde del coronel Yagüe había perpetrado en Badajoz, y desde el 7 de agosto las bombas de la aviación de los militares sublevados dejaban su rastro de muerte en la capital republicana. En el caos revolucionario de ese verano, la crispación y los deseos de venganza desataron el furor de los milicianos que asaltaron la cárcel, y esa noche asesinaron a 30 reclusos. Entre ellos se encontraban destacados falangistas, ministros republicanos de los Gobiernos de Lerroux y la CEDA y un político anciano fundador del Partido Reformista, Melquíades Álvarez. Cuando Manuel Azaña, presidente de la II República y antiguo compañero de partido de aquel, se enteró de lo ocurrido (“el bueno de don Melquíades”, lo recordaba),  los sentimientos de desesperación, repugnancia y desánimo le llevaron a plantearse la dimisión de su cargo. La locura fratricida que asoló España tres largos años había segado la vida de otro de sus hijos más preclaros.

En 2014, Fernando Suárez González publicó el libro Melquíades Álvarez, el drama del reformismo español (Marcial Pons), en el que el procurador de las Cortes predemocráticas, ministro de Trabajo de uno de los últimos Gobiernos de Franco y diputado durante la Transición, reivindicaba la figura del político asturiano. Álvarez fue protagonista de un tiempo que guarda muchas semejanzas con el que vivimos, y recuperar su legado es una tarea oportuna. Una crisis social y económica de proporciones alarmantes, la quiebra del bipartidismo, el conflicto territorial en Cataluña o el descrédito de la Corona, son circunstancias que, salvando la distancia histórica, acercan la España de Alfonso XIII a la nuestra. En esos tiempos convulsos para el canovismo, Melquíades Álvarez, el político de brillante oratoria al que comparaban con Emilio Castelar y llegaron a conocer como El pico de oro (es acertadísima la inclusión de amplios extractos de sus discursos por parte del autor), lideró una alternativa política para el país con un marchamo irreprochablemente democrático.  

Lejos de entregar una biografía común, Suárez centra su esfuerzo en conocer la compleja trayectoria política de Álvarez y dedica un extenso capítulo, Críticas a su versatilidad. Las ideas y actitudes constantes a rebatir las acusaciones de ambigüedad, oportunismo o “perenne mudanza” que otros le achacaban. Lo consigue en parte, porque si bien el ideal supremo que guió la acción política de Álvarez fue lograr la libertad, su giro hacia el conservadurismo al llegar la II República es una evidencia.  Melquíades Álvarez inició su andadura política desde las filas del republicanismo y la izquierda liberal, y en  las elecciones de 1901 logró su acta de diputado por Oviedo. Desde los sucesos de la Semana Trágica y el fin del mandato de Canalejas, asesinado en un atentado terrorista en 1912, la política española se hunde en el marasmo del faccionalismo, que domina los partidos liberal y conservador, incapaces de dirigir gobiernos mínimamente estables. Desde las filas republicanas, con el apoyo de Gumersindo Azcárate, Melquíades ve llegado el momento de romper la alianza con el PSOE de Pablo Iglesias y crear el Partido Reformista, en octubre de 1913. Jóvenes intelectuales influidos por el krausismo y la Institución Libre de Enseñanza de Francisco Giner de los Ríos, agrupados en la Liga de Educación Política que organiza José Ortega y Gasset, y profesionales liberales progresistas recibieron con alborozo la propuesta accidentalista de Álvarez de llegar al Gobierno con la intención de colaborar con la Monarquía a condición de que esta renunciase a compartir la soberanía con las Cortes y siguiese el ejemplo británico. Una minoría intelectual y selecta haría la revolución desde arriba, con una nueva Constitución democrática, desechando cualquier posible transacción con los viejos y desprestigiados partidos del turno. Al Estado laico, instrumento de justicia social, librado de la rémora del caciquismo, se llegaría, pues, mediante una política gradual y evolutiva, rezaba su programa.

MaEl Partido Reformista, constituido al modo de los partidos de notables, nunca consiguió grandes resultados en las citas electorales, toda vez que no era una organización de masas como las de otros rivales, pero supo hacerse un hueco importante en la vida política española, aún cuando su líder tomó alguna que otra decisión desconcertante. La primera fue, en 1915, el acercamiento a los liberales del conde de Romanones para aislar al Gobierno conservador de Dato. Este es un paso que no fue entendido por parte de la militancia, y que no queda bien aclarado por Suárez en su libro, ya que esa colaboración iba en contra de sus propuestas. En 1917, el Gobierno liberal de García Prieto tuvo que afrontar las protestas de las Juntas militares y una huelga general revolucionaria que contaba con el apoyo del PSOE. Álvarez jugó un papel activo en esa huelga, papel que Fernando Suárez ve “como un borrón en la trayectoria de moderación del político asturiano”. Una explicación plausible a la actitud de Álvarez la encontramos en los trabajos del profesor Javier Redondo Rodelas, que pone la pelota en el tejado del Gobierno de Dato: con la suspensión previa de las garantías constitucionales, el primero que conculca la ley es el Gobierno, no los convocantes de la huelga. Álvarez no habría quebrantado los principios reformistas en este punto. Por otro lado, el reformismo siempre tuvo presente la solución de la cuestión social como uno de los ejes de su proyecto de país. En un discurso en el Congreso en 1920, tras rechazar el comunismo como “ideal propio de los pueblos que están en la infancia de la civilización”, Álvarez afirmaba que “hay que realizar una legislación social, no para proteger al obrero, sino para emanciparle (…) poniéndole, mediante una labor cultural y económica, en condiciones de que tenga acceso al Poder y de que pueda formar mañana la clase directora en representación de los inmensos intereses proletarios”.

ARC2112308    Unos militares emplazan un cañón en la Plaza de Cataluña de Barcelona durante la huelga de 1917. /Crónica Siglo XX. Plaza Janés Ed.

El Desastre de Annual de 1921, con más de 10.000 jóvenes españoles muertos en las cercanías de Melilla, sume al país en una nueva crisis que deriva en el golpe del general Primo de Rivera en 1923, que apuntilla al sistema canovista. Alfonso XIII se coloca sin pudor en la inconstitucionalidad y acepta la dictadura militar, a la vez que las Cortes son clausuradas. Ante la pasividad de Álvarez al frente del partido, Manuel Azaña (lamentablemente el autor insiste en zaherir su figura política en algunas ocasiones siguiendo el estilo del revisionismo de derechas) publica en la revista España un artículo titulado Rompan filas, que expone con claridad el atolladero de sus correligionarios: “Con la dictadura, el Partido Reformista no ha sido lanzado al desierto, sino al vacío. La monarquía española ha cerrado los caminos evolutivos hacia la democracia, y la única alternativa es la república”. Suárez defiende a Álvarez, que en ese momento era presidente del Congreso de los Diputados, no le “parece justo, ni siquiera verosímil, atribuir a Álvarez la más leve conformidad con la actuación de Primo de Rivera”. En febrero de 1931, es llamado a Palacio con la expectativa de que puede ser encargado de formar Gobierno. Su condición para salvar a la monarquía ya la expuso en un discurso en el Teatro de la Comedia al poco de caer la dictadura, que le supuso otro momento de confusión y no pocas críticas de un público que pedía la abdicación: derogación de todo lo legislado por la dictadura y convocatoria de Cortes Constituyentes. Alfonso XIII decidió explorar un callejón sin salida para su régimen eligiendo al almirante Aznar y desechando el salvavidas que le ofrecía Álvarez. Aunque ya era demasiado tarde para el Rey y, por ende,  para el reformismo.

El 24 de mayo de 1931, Álvarez se despoja del accidentalismo y regresa a sus postulados originarios sobre la forma de Gobierno con la fundación del Partido Republicano Liberal-Demócrata. Instalados en un inmovilismo que impide un mínimo ejercicio de convencimiento del adversario, los conservadores y centralistas españoles actuales pueden encontrar sólidos argumentos en las aportaciones parlamentarias de Álvarez a la solución del problema catalán desde sus tiempos de diputado en 1907, con Unión Republicana, a la tramitación del Estatuto de Autonomía republicano de 1932. Tratando un tema que en palabras del autor, “desgraciadamente, se repite casi en los mismos términos en nuestros días”, Suárez recoge amplios textos de Álvarez en los que se defiende una postura moderada, que preserva la unidad y la nación españolas con una amplia panoplia de ideas, a la vez que trata de seducir a los catalanes, ya desde 1907, con “un régimen autonómico en el cual unos y otros vemos en esa fórmula quizá la única garantía de libertad colectiva”. Melquíades quiere hacer Política con mayúsculas; la mediocridad de hoy apenas da para su mera judicialización.

Efespsix936567                    Mayo de 1935. De izquierda a derecha: J. M. Gil Robles, J. Martínez de Velasco, Melquíades Álvarez y Alejandro Lerroux. / Díaz Casariego

No obstante, la capacidad de influencia de su partido había mermado y no duda, dentro de su giro conservador, en unirse a Lerroux y los radicales, y aliarse después con la CEDA de Gil Robles en las elecciones de 1933, a la búsqueda de una república reformada que defienda el orden, garante de la libertad. Fruto de esta alianza es la entrada de varios ministros melquiadistas en los gabinetes del bienio derechista y frente a la violencia que sacude España con la Revolución de octubre de 1934, exige que la justicia actúe con la máxima dureza. Álvarez renunciaba a otro de sus firmes principios, su rechazo a la pena de muerte defendido en su tesis doctoral, y exige que se aplique la máxima pena a los implicados en crímenes. Esta actitud probablemente no fue olvidada por quienes fueron a buscarle la noche del 21 de agosto de 1936 a la Cárcel Modelo de Madrid.

Los políticos españoles del presente están muy lejos de esos políticos del primer tercio del siglo XX, muchos de los cuales alcanzaron una talla intelectual inestimable. Ansiosa por asistir a platós de programas televisivos de ínfima calidad, gran parte de la clase política actual desprecia la cultura, la persuasión inteligente y la elocuencia que aquellos usaban para convencer a la ciudadanía, y prefieren una campechanía chabacana y artificial para mostrarse cercanos en las citas electorales, mientras otros esconden su ignorancia exhibiendo un comportamiento soez y tabernario en los plenos parlamentarios. Melquíades Álvarez fue uno de aquellos políticos pertenecientes a la llamada tercera España, republicanos liberales en el centro del tablero político, cuya moderada voz que apelaba a la concordia no lograron hacer oír, silenciada en la atmósfera de ruido y rencor que acabó de envolver funestamente a España en 1936.

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Los cinco fusilados en 1975, cuando Fernando Suárez era ministro, ueron condenados por asesinos, no por delitos políticos.
Francia guillotinó 200 terroristas del FLN en los años 50. Valéry Giscard d'Estaing aprobó 3 ejecuciones en la guillotina en 1977.
Y los guillotinamientos de los años 50 los aprobó Mitterrand, q fue ministro de Ultramar, Interior y Justicia en IV República. En realidad la España franquista y las democracias occidentales (Inglaterra, USA, Canadá, Francia...) utilizaban la pena capital. Francia en los años 50, siendo Miterrand ministro de Justicia, guillotinó a 199 terroristas del FLN. ¿Señor D por qué critica usted a Fernando Suárez y no a Miterrand por aprobar ejecuciones capitakes de terroristas?

¿Por qué dice el autor que Fernando Suárez zahiere INJUSTAMENTE la figura de Azaña? Azaña, con respecto a Álvarez, no hace más que mentir a todas horas. Le acusa, entre otras cosas, de no haberse "comprometido" contra Primo de Rivera. Debe de ser porque D. Melquíades participó en todos los alzamientos cívico-militares contra el dictador, mientras Azaña se la "jugaba" y arriesgaba la vida !en el Ateneo de Madrid!. La mitificación de Azaña ya no se la cree nadie que haya leído a "las dos partes". Y es, a mi parecer, también injusta.

Y los que os negais a condenar la sublevación obviais las salvajadas que se hicieron, por la vorágine o por orden directa de los que dirigían el golpe de estado.

Además de ministro, Fernando Suárez fue vicepresidente del gobierno con Franco.

Tipico argumento de El País y otros guays: los asesinados por el frente popular, lo fueron en la vorágine desatada por el golpe. Sin palabras.

Y al Sr. Suárez claro que hay que agradecerle la llegada de D. Juan Carlos.

Es lamentable que un alguien como Fernando Suárez intente lavar su imagen a través de una biografía de alguien como Melquiades Álvarez, elogiando las posturas moderadas y reformistas que él jamás tuvo. Fernando Suárez, a quien la democracia española no debe nada, fue miembro del gobierno que firmó las últimas penas de muerte del franquismo. Como tantos otros, intentando que se olvide su pasado. Don Benito Pérez Galdós escribió sobre estos indivudos en sus Memorias de un cortesano de 1815 y en Segunda casaca.

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Historia[S]

Sobre el blog

Dado que el presente se levanta sobre lo que ya pasó, no es mala idea echar un vistazo atrás para entender lo que está pasando. Cicerón lo dijo antes y mejor: “No saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser eternamente niños”.

Sobre los autores

Tereixa ConstenlaCoordinadora: Tereixa Constenla. Periodista de EL PAÍS. Descubrió la Historia en 2008, cuando aterrizó en la sección de Cultura, y comprobó que el pasado era un filón para el presente.

Isabel Burdiel recibió el Premio Nacional de Historia en 2011 por su biografía sobre Isabel II. Es especialista en liberalismo europeo del siglo XIX y catedrática de la Universidad de Valencia. "Para que sirva para algo, la Historia no tiene que quedarse en el círculo de especialistas", sostiene.

Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, defiende, como Eric J. Hobsbawm, que los historiadores son "los 'recordadores' profesionales de lo que los ciudadanos desean olvidar". Es autor de una veintena de libros sobre anarquismo, Guerra Civil y siglo XX.

Manuel Morales es periodista de EL PAÍS y profesor de Periodismo Digital en la Escuela de EL PAÍS/UAM. Para liberarse de tanta actualidad busca refugio en historias del pasado, sobre todo las que han dejado huella en la fotografía.

María José Turrión fue la primera directora del Centro Documental de la Memoria Histórica, creado sobre el esqueleto del Archivo de la Guerra Civil de Salamanca. Cree firmemente que los archivos contribuyen "a la salvaguarda de los derechos humanos y al desarrollo pleno de las democracias".

Javier Herrero es documentalista de EL PAÍS y licenciado en Historia Moderna y Contemporánea. Le interesa indagar en los antecedentes históricos de acontecimientos que saltan a la primera línea informativa.

Eduardo Manzano Moreno es profesor de investigación del CSIC y autor de numerosos libros sobre Al-Andalus, la Edad Media y la memoria histórica. Cree en el poder transformador del conocimiento histórico y en la necesidad de forjar una conciencia que nos convenza de que se pueden cambiar las herencias recibidas.

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