Manifestación en Madrid en 1916 contra la carestía de la vida / Fund. F. Largo Caballero
En 1990, mientras los regímenes comunistas de Europa Oriental se venían abajo y en Moscú las colas se hacían para adquirir bienes de primera necesidad y también para entrar en el restaurante McDonald’s recién abierto en la Plaza de Pushkin, el firmante de este post asistía a sus clases nocturnas de Historia de los Movimientos Sociales en la Universidad Autónoma de Madrid. No recuerdo el nombre de mi profesor, pero sí se me quedó grabado el nombre de otro, que impartía esa asignatura en horario de mañana, Manuel Pérez Ledesma. Tuve la suerte de escucharle en algún ciclo de conferencias y, gracias a su brillantez, volví a comprobar lo importante que es la calidad de la labor docente cuando un alumno se enfrenta a un campo concreto de estudio. Hace pocos meses, llegó a las librerías su última publicación, una recopilación de sus trabajos titulada La construcción social de la Historia, Alianza Editorial, extraídos entre su extensa tarea de investigación de toda una carrera como historiador de lo social y cultural. Su especialidad, el análisis de los movimientos sociales, lo que se acabó denominando las formas de acción política y social no institucionalizada, no recibió atención por parte de los historiadores hasta mediados del siglo pasado, en que estos confluyeron con politólogos y sociólogos en su preocupación por interpretar la acción colectiva. Es entonces cuando aparece el clásico El nacimiento de la clase obrera en Inglaterra de E.P. Thompson o los trabajos de Charles Tilly sobre La Vendée francesa. En 1971 Eric Hobsbawm llamaba la atención sobre la necesidad de investigar los movimientos populares para conocer las estructuras sociales subyacentes y sus tensiones, así como por la amplísima documentación que estos conflictos generaban, la cual daría voz a quienes a lo largo de la historia no tuvieron otra forma de expresión. Desde otra perspectiva, Doug McAdam los consideraba una “forma de hacer política por otros medios”, los únicos con los que cuentan los grupos sociales desprovistos de poder, que no consiguen ser oídos de otra manera en las instancias donde se gestiona la política y se decide su destino.