Por Gerard Costa, profesor titular de Marketing de ESADE
Dentro de esta nueva normalidad económica que afrontaremos durante años, hay ciudades y países que mediante su marketing intentan buscar su lugar al sol en el nuevo futuro. Así lo cierra London con su año de jubileo, boda real y ahora el mayor evento mundial televisado: las Olimpíadas. Un ejercicio de profesionalización y estrategia de marca ciudad y país, con sus oportunidades y riesgos.
El impacto económico de unas Olimpiadas, a corto plazo (turismo) y a largo plazo (exportaciones), ha sido ampliamente investigado; a priori con estimaciones de miles de millones, pero sin conclusiones certeras a posteriori del beneficio generado. London apuesta por el largo plazo: aprovechar la ocasión para reposicionar a la ciudad, generando una nueva percepción en la aldea global a la que supeditan todas las acciones; vendemos miles de souvenirs con un logo de diseño y creatividad, aunque se habrían vendido más con un animalito; podríamos cobrar de un diseñador ruso por las equipamiento de los atletas, pero anteponemos controlar nuestra imagen; sabemos que el turismo y el consumo interior del resto del país crecen, pero la alfombra roja es para los espectadores de países emergentes.
Los espectadores de los 204 países participantes no son aficionados a la esgrima, ni son suporters etílicos. La audiencia es hoy mayoritariamente femenina en los países desarrollados, esperando asistir a impactantes historias humanas de nuevos héroes nacionales; y creciente en los nuevos países emergentes (China, Rusia, India, México). A ellos va dirigida la nueva imagen de London para que la visiten como turistas, compren sus exportaciones e inviertan en sus activos futbolísticos.
Hasta Atenas el marketing de ciudades era incipiente, con éxitos de marca como el de Barcelona debido a una gestión notable tras tres años de boicots. Sidney sólo debía luchar contra la imagen de Cocodrilo Dundee, Pekín tuvo un millón de secundarios sonriendo durante todo el anuncio y Seúl fue el mayor éxito de marca ciudad simplemente porque construyó sobre el desconocimiento previo. Londres intenta un esfuerzo en marca de mayor dificultad, más arriesgado, más necesario con la competencia de ciudades actual.
Primero, sabe que el país no cambiará por los Juegos, no creará más infraestructuras que reordenar el East London. Segundo, aún intenta controlar las únicas lacras conocidas para unas Olimpiadas: la corrupción, el terrorismo, la política y el poder mediático de las grandes corporaciones. Tercero, desean cambiar una imagen muy arraigada del país, ser más diferenciado y competitivo en los nuevos mercados.
Pensando en la nueva normalidad, el Gobierno ha reconocido que el futuro económico del país no pasa por la producción low cost de automóviles baratos, sino por hacer creíbles sus nuevas industrias, sean las tecnologías de la información o el diseño. Por ello, el anuncio que veremos durante semanas no hablará de lo que sabemos que es el Reino Unido y que atrae aún a los turistas, una combinación entre Sherlock Holmes y Harry Potter. Tampoco el anuncio hablará sobre lo que los londinenses se sienten, un melting pot multicultural que se oye, se huele y se saborea por sus calles. El anuncio de Londres nos hablará de un país de éxitos y líder, donde reinventaron una edición moderna de las Olimpiadas, que es capaz de exportar know how global tal que el rugby, el cricket o Wimbledon. Es una estrategia que planteará conflictos entre la imagen que tenemos y la marca proyectada, que debe luchar contra un posicionamiento actual muy fuerte, pero que prioriza capitalizar el esfuerzo en una marca más competitiva.