Nos preguntábamos en la entrada de este blog De la ley y la ilusión en la consrucción europea si ese gran logro de la construcción europea como es el de haber creado por primera vez en la Historia una ley estatal sin monopolio de la fuerza supra estatal no pudiera constituir una ilusión al transponer su lógica, su “como si”, a otros ámbitos de la construcción europea, y entre ellos en particular el de la moneda; si no estará la superación de las dificultades que atraviesa el euro vinculada, entre otras cuestiones, a la superación de esa ilusión, esa idea subyacente. Si, en definitiva, puede ser éste – y en qué medida y condiciones – una moneda común sin un tesoro común, una política fiscal común y una normativa y sistema financiero común.
Intentar responder a tales preguntas nos lleva a preguntarnos qué hace posible, por qué resulta posible esa aplicación y vigencia de la ley europea sin monopolio europeo de la fuerza. Muchas son y pueden ser las razones, pero sin duda resultan, a mi juicio, entre ellas decisivas la territorialidad de todo ordenamiento jurídico y el carácter ventrílocuo del poder europeo.
Territorialidad del ordenamiento jurídico, pues, según la concepción clásica del Derecho Internacional Público, todo Estado, todo sujeto de éste implica tres elementos esenciales: organización política, población y territorio. Sea cual se la extensión, toda comunidad política organizada por el Derecho lo ha hecho en un territorio con fronteras y límites definidos, y en todo caso el monopolio de la fuerza ha constituido garantía e instrumento para la aplicación del Derecho, ha sido fuerza en el territorio, hacia dentro de él. Poder de aplicación de la ley hacia dentro del territorio en el que se asienta la comunidad que pretende regularse por el contrato social, poder de guerra hacia fuera: tal ha sido la doble cara y naturaleza que ha caracterizado el poder del Estado y su soberanía. Nada impide en ese sentido que un conjunto de estados y pueblos opten por construir en el seno de sus territorios una organización política e institucionalidad común emanadora de un Derecho común; y que cada uno de los estados que conforman dicha Unión ponga su institucionalidad y poderes, incluido su poder judicial, y su monopolio de la fuerza al servicio de la aplicación y vigencia no sólo de su propio ordenamiento jurídico, sino también del común, de modo que esté así éste vigente en el territorio común conformado por el conjunto del territorio de todos los estados de la Unión. De la voluntad de los estados que conforman la Unión fundamentalmente depende, y de ciertos mecanismos jurídicos de articulación del ordenamiento jurídico común con los ordenamientos jurídicos nacionales, como los principios de primacía y aplicación directa del Derecho común y de subsidiariedad.
Depende el qué y depende el cómo. Un cómo de la aplicación del Derecho comunitario que hace del europeo un poder ventrílocuo. Pues puede el origen de una norma derivarse de un compromiso o decisión europea, pero a menudo le llega al ciudadano de cada Estado como una ley aprobada por su Parlamento en desarrollo de una directiva europea, como consecuencia de tal compromiso, o como una sentencia de un órgano judicial de su Estado en aplicación del Derecho comunitario. Así, excepto en decisiones en algunos ámbitos como el Derecho de la competencia, la Unión actúa y aplica su Derecho a través de sus estados miembros, sus poderes e instituciones, ventrílocuamente.
¿Resulta trasladable ese “como si” a la construcción y vigencia de una moneda común?. Fue la moneda un día instrumento de cambio y de pago para facilitar el comercio y los intercambios en el seno de un Imperio, un Estado u organización política que aglutinara a una población en un territorio. Y desde luego continúa cumpliendo una función esencial de hacer que una sociedad sea al tiempo una economía, conforme un mercado. Pero no solo. No en la economía de la era de la globalización de la sociedad de la información. No en un sistema económico internacional que carece del referente común de valor y de pago que hubieran podido ser los derechos especiales de giro, en que los agentes económicos y los propios tesoros de las economías nacionales recurren a las divisas de las principales economías para canalizar los flujos internacionales de comercio e inversión. Por la dimensión de conjunto de economías que aglutina, por el peso de éstas en la economía global y en sus flujos financieros y comerciales, el euro es, necesariamente, divisa de referencia global; no sólo moneda para el funcionamiento interno y del mercado que conforman sus economías y la realización de los intercambios en él, sino también instrumento para la canalización de los intercambios entre éstas y las demás economías, para la atracción de inversión hacia dentro y su canalización hacia fuera, y para la defensa del valor de la economía y las economías que lo sostiene – y a las que sostiene – frente al resto.
El Derecho de la Unión Europea se aplica únicamente en el territorio de la Unión Europea: difícilmente podrá ser ello impedido si todos sus estados miembros ponen todos sus poderes, incluido su monopolio de la fuerza, al servicio de ello.
El territorio del euro, sin embargo, es el mundo; frente a él y en él ha de valer lo que valga. Ello se determina, como respecto a cualquier otra moneda o divisa, por la oferta y la demanda de los agentes que operan en el mercado. Y por la acción del tesoro que lo emite y lo respalda.
Tal es la gran diferencia, y posiblemente en ella subyazca la razón de esa imposibilidad de trasposición del cómo de la ley europea al de la moneda. Tal vez por ello, por esa dimensión y necesidad de construcción hacia fuera, una moneda común necesite un tesoro común que actúe hacia fuera y una unión fiscal y una regulación común del sistema financiero y bancario. Pues, ¿puede pretenderse unidad en la defensa de la moneda hacia fuera con el esfuerzo y el dinero común sin una disciplina común, una autoridad común hacia dentro?. Como se planteara ya en las negociaciones que en Maastricht llevaron al alumbramiento del euro, la unión monetaria acaba llevándonos en su lógica última – desafío de la crisis mediante – a la unión económica.
Tal vez, incluso, deba plantearse la ventrilocuacidad del poder europeo en sentido inverso; de modo que ante la problemática de las economías de los estados del euro puedan responder éstos a través de la boca de la Unión Europea. De modo que ésta hable también con voz única de una economía que funcione y sea percibida como única. De modo que llegue a haber un día que en las aulas se explique a los asombrados estudiantes de Economía o de Historia que antes de la crisis del dos mil doce fue el euro una moneda común sin un tesoro y un sistema financiero común.