Olvidados búnkeres
pueblan Albania,
vestigios de un pasado
que no ha de volver,
que no queremos
que vuelva;
olvidados búnkeres
donde habita
el olvido
de aquello que fuimos
y no queremos
ser,
no queremos
saber
si seguimos
siendo;
donde a veces furtivos nacen
los primeros besos
de los adolescentes,
donde a veces dormitan
quienes clandestinamente intentan
atravesar la frontera
del paraíso
que pretendían
defender,
donde otras se esconden
esclavas
o drogas
que ilícitamente atraviesan
el país de las águilas,
donde a veces simplemente
orina
o tira la basura
quien pasa.
Búnkeres chiringuito
donde se come pescado
en las playas
de Kavaja;
búnkeres con la cabeza cortada
sobre los que se instala
una mesa redonda
y un jardín
de cactus
y un mojito cubano
bajo la música reggae
en la playa de Drymades
Dhermi,
sobre la que escribió una vez
un poeta
un poema
sobre la vida y la muerte
de sus seres queridos
mientras el Sol moría
en el mar
y en la tarde;
búnkeres pintados
como huevos de Pascua
para decorar los jardines
del Hotel Rogner
y armonizar
con las fachadas pintadas
de mil colores chillones
de las calles de Tirana;
búnkeres-cenicero,
búnkeres-posalápices
y búnkeres-llavero
que se venden
en las tiendas de souvenirs
y se van en las maletas
de los turistas
a adornar
los hogares del mundo;
búnkeres en folleto turístico
que seductoramente anuncia
“Ponga un búnker
en su vida”,
e invita al turista
a un recorrido único
de búnker en búnker
por Albania,
el país del millón
de búnkeres.
A veces, para que el futuro sea un papel en blanco y esté por escribir es necesaria una goma para borrar el pasado. Borrar lo en él escrito o lo por él escrito en la memoria y en la vida. Es necesario el olvido.
Necesario, imperativo, olvidar los búnkeres que nos condicionan la vida, y nos apresan el alma. Necesario desterrarlos donde habita el olvido de aquello que fuimos y no queremos ser, no queremos saber si seguimos siendo. Necesario hacer de ellos olvidados búnkeres en el paisaje confundidos, que en él miramos sin ver. Olvidados e inútiles, sin sentido; sin el sentido al menos por y para el que fueron construidos, aunque tal vez con aquel que puedan darle la ocasión o la circunstancia. Como hacer de ellos el lugar donde a veces furtivos nacen los primeros besos de los adolescentes. Y no solo los primeros besos: recuerdo que una de las cosas que me llamaron la atención en la guía turística a la que recurrí en mis primeros pasos al llegar a Albania es que señalaba que los búnkeres contribuyeron a la natalidad en Albania como en otros lugares los asientos traseros de los coches… O donde, también, a veces dormitan quienes clandestinamente intentan atravesar la frontera del paraíso que pretendían defender, donde otras se esconden esclavas o drogas que ilícitamente atraviesan el país de las águilas, donde a veces simplemente orina o tira la basura quien pasa.
Mas no es solo el olvido el abandono, la ignorancia, la degradación, la utilización circunstancial. Sino también la integración, la reconversión, su inclusión en la vida y para la vida, su utilización como vivienda, hotel, almacén o chiringuito, o simplemente con carácter decorativo, Hasta explotarlos como elementos de atracción turística y hacer de ellos souvenir o talismán objeto del recuerdo o interés del visitante. Hasta encontrar
Búnkeres chiringuito
donde se come pescado
en las playas
de Kavaja;
búnkeres con la cabeza cortada
sobre los que se instala
una mesa redonda
y un jardín
de cactus
y un mojito cubano
bajo la música reggae
en la playa de Drymades
Dhermi,
sobre la que escribió una vez
un poeta
un poema
sobre la vida y la muerte
de sus seres queridos
mientras el Sol moría
en el mar
y en la tarde;
búnkeres pintados
como huevos de Pascua
para decorar los jardines
del Hotel Rogner
y armonizar
con las fachadas pintadas
de mil colores chillones
de las calles de Tirana;
búnkeres-cenicero,
búnkeres-posalápices
y búnkeres-llavero
que se venden
en las tiendas de souvenirs
y se van en las maletas
de los turistas
a adornar
los hogares del mundo;
búnkeres en folleto turístico
que seductoramente anuncia
“Ponga un búnker
en su vida”,
e invita al turista
a un recorrido único
de búnker en búnker
por Albania,
el país del millón
de búnkeres.
Hasta que pudiera parecer que hubieran sido construidos los búnkeres para hacer posible esa experiencia turística única, ese paisaje irrepetiblemente bunkerizado.
Necesitamos a veces reír para no llorar. Reír ante aquello que antes nos hizo llorar. Expandir el alma, sentir libre su vuelo, al contemplar aquello que antes nos la apretaba. Necesitamos a veces la ironía, la distancia, incluso la broma, el guiño. Necesitamos integrar en el futuro los vestigios, los edificios del pasado o sus ruinas; y darles nuevos usos, nuevos sentidos. Darles simplemente sentido. Arrancar la belleza donde habitaba el horror. Pintar de colores el cemento gris. Como si quisiéramos al hacerlo hacer del pasado pasado. Hacer que con lo que queda de él pase lo que jamás en él pudiera haber pasado, conjurarlo tal vez así, siquiera sea inconscientemente, para que nunca más vuelva a pasar.
Se ha hablado mucho en los últimos tiempos, a raíz de la película sobre Hannah Arendt, de la
banalización del mal, del que ella nos hablara. Podríamos hablar también, al contemplar estos búnkeres, de la banalización del pasado. No viene ésta de pasar el pasado, de intentar vivir el presente sin sus rémoras y cadenas, con la mirada y el anhelo hacia el futuro dirigidos; sino de pretender que no ha pasado, o que no haya pasado o pase nada porque haya pasado, o de ignorar que ha pasado.
Es a veces tan terrible el pasado, tan agobiante, tan honda su herida, que necesitamos del olvido y su goma de borrar para vivir plenamente la vida, para con ella escribir en el papel en blanco del futuro, para que sea éste el papel en blanco que está por escribir. Necesitamos el olvido, sí. Y necesitamos, al tiempo y también, no olvidarnos del olvido.
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