Todos los fines de año desde 1995, la ONG con sede en Berlín Transparencia Internacional difunde su Indice de Percepción de la Corrupción, un ránking en el que casi todos los países del mundo (en el último, de diciembre de 2011, fueron 182) son calificados con puntajes de cero a diez según el grado de corrupción en su sector público.
Diez equivale a la ausencia de corrupción. Cero, a la corrupción absoluta. Por supuesto, ningún país obtiene nunca un cero o un diez.
Lideran el ránking, por lo bajo, los países más corruptos. En estos países, la publicación del índice suele provocar que, durante algunos días, el tema se instale en el debate público --al menos, en el que ocupa a los medios de comunicación--. Aparecer abajo fastidia, naturalmente, a los gobiernos de esos países, y entusiasma a los que, como Nueva Zelanda o Dinamarca, viven en lo más alto de la lista. Por lo general, los de abajo suelen quedarse abajo y los de arriba suelen quedarse arriba, y los que están en el medio pueden decir que subieron algún escalón u ofuscarse porque lo bajaron.
Pero ¿para qué sirve, realmente, este índice?
Un ejecutivo de una ONG latinoamericana que difunde el índice de Transparencia Internacional en su país y que participa de los debates sobre su confección me explicó que “siempre hubo críticas metodológicas internas y externas”, y que él mismo piensa que tiene muchas fallas. Por ejemplo:
-Como la metodología de confección cambió a lo largo de los años, no se puede comparar un año con otro, aunque uno de los mayores atractivos de tener un índice anual desde 1995 es, justamente, decir que el país tal mejoró o empeoró y es lo que se hace, inevitablemente, cada vez que se difunde un nuevo índice.
-El ránking está hecho en base a sondeos que Transparencia Internacional no hace ni maneja; en cambio, confía en lo que le dice un manojo de organismos internacionales –el Banco Mundial, el Asian Development Bank, el African Development Bank, la Fundación Bertelsmann, Freedom Bank, la unidad de inteligencia de The Economist, entre otros—que reflejan la opinión de sus expertos. De una simple mirada al listado surge la conclusión inevitable (esta es mi opinión, no la del ejecutivo) de que se trata de expertos con una visión más o menos homogénea (y parcial) sobre cómo se hacen las cosas en el mundo. En algunos casos, se pregunta a hombres de negocios que tienen contratos con el Estado acerca desu percepción sobre la corrupción, pero nunca se les pregunta sobre su conocimiento directo (parece que nadie quiere autoincriminarse).
-El ránking, por tanto, sólo se ocupa de la corrupción de los funcionarios públicos, pero no de su contraparte, el sector privado.
-No incluye los resultados de otro índice de Transparencia Internacional, el Barómetro Global de Corrupción, un masivo sondeo mundial que refleja la opinión de los ciudadanos: encuestadoras internacionales preguntan a miles de personas en el mundo cómo perciben la corrupción pequeña (la que afecta sus vidas día a día, como el pedido de coimas de funcionarios o policías) y la corrupción grande (negociados en el Estado).
Entonces, ¿para qué sirve este índice de corrupción o cualquier otro del mismo tipo?
“Su función es la creación de conciencia: que el problema existe –replicó el ejecutivo--. El cambio en términos de transparencia y control pasa por el costo político que tiene la corrupción. Pero si no hay conciencia pública, no se convierte en un tema de la agenda política y no influye en el voto como premio o castigo a los funcionarios”.
El principal problema, abundó, es justamente que la corrupción no es ya un tema de debate público central en América Latina.
Y como a la gente no le importa, a las ONG que viven del discurso de cambiar las políticas públicas, se lamentó, “no nos dan pelota”.
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El ex presidente uruguayo Julio María Sanguinetti lamentó esta semana esa falta de interés en una columna en el diario La Nación de Buenos Aires: "Decía Fernando Henrique Cardoso hace unos días, en una conferencia en Punta del Este, que estamos viviendo en América latina una suerte de anestesia, que obtura la sensibilidad frente a los fenómenos de corrupción o de ilegalidad". Para Sanguinetti --que encuentra pruebas de este desinterés en ejemplos muy particulares y discutibles, que más parecen destinados a atacar a la izquierda por otros motivos--, ello se debe a la bonanza económica de la región.
Dos argumentos en contra de esta conclusión: 1) en 1997, durante tiempos de bonanza en la Argentina --un año antes de que comenzara la recesión que terminó en la crisis de 2001--, la corrupción figuraba en las encuestas como una de las primeras cinco preocupaciones de los argentinos y 2) la agenda de los ciudadanos, a los que preocupa mucho la inseguridad, el desempleo, la pobreza y la educación (preocupaciones que no parecen derivadas de la "bonanza") y luego, también, la corrupción.
En América Latina conviven hoy dos convicciones colectivas, según la exhaustiva encuesta continental que hace cada año la consultora Latinobarómetro, con sede en Chile:
1. que hay corrupción en el Estado y en las sociedades:
2. que la corrupción no es uno de los principales problemas que afectan a los ciudadanos:
¿Por qué la corrupción en el Estado ya no es un tema considerado crucial? Una hipótesis: porque en los años '90, con la adopción del neoliberalismo, reformas de mercados y privatizaciones en la mayoría de los países, los ciudadanos percibían que sus gobernantes llegaban al poder para enriquecerse, como motivación casi exclusiva. Hoy, la percepción es diferente; la crítica más frecuente (que divide a las opiniones públicas de varios de nuestros países) es contra gobernantes que buscan concentrar poder o perpetuarse, pero no se percibe que el enriquecimiento sea su objetivo central.
O tal vez hayamos caído en el cinismo.
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Ya a fines de 2004, el diplomático y experto en temas de corrupción Francisco Nieto argumentaba en la revista Nueva Sociedad que
"Sin menospreciar los avances alcanzados, está claro que luego de una década de anticorrupción priorizada, se ha llegado a una encrucijada que impone propuestas novedosas que surjan de una ecuación que pondere equilibradamente las capacidades reales del Estado para asumir competencias anticorrupción; las posibilidades efectivas de los actores sociales para participar efectivamente en ellas; y los escollos o ventajas que en el mundo internacional encuentra la corrupción. Desde esta perspectiva se ve claramente que la anticorrupción no es un objetivo en sí mismo, sino un componente dentro de una estrategia general de gobernabilidad nacional. (...)
Un tema que resultará complicado, pero necesario abordar, es el de la doble moral internacional. En ese sentido se deberá hacer un esfuerzo suplementario para sancionar con mayor rigor al sobornador transnacional; se deben encontrar fórmulas para limitar el espacio que ofrecen los paraísos fiscales y bancarios. En fin, se debe compartir la responsabilidad por la corrupción, más allá de limitarse a una cooperación internacional, que en la mayoría de los casos siempre se dirige a las mismas ONGs con los mismos planteamientos.
Sería muy conveniente moderar el optimismo con los llamados códigos de ética, que se han convertido en el catálogo de lo imposible y han producido un marcado descreimiento popular. En ese sentido es muy conveniente superar el discurso del «deber ser» imposible, y concretar posibilidades a los ciudadanos a fin de que tengan «cómo poder ser». Con este objetivo las estrategias anticorrupción en el futuro deberán prestar atención prioritaria a la formación ciudadana para producir una verdadera participación y el surgimiento de estrategias locales.
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Hace unos años, durante una cumbre de Estados Unidos, Brasil, Argentina y Paraguay (152 en el ránking de Transparencia Internacional) en la Triple Frontera, pregunté al delegado paraguayo, Oscar Cabello Sarubbi, sobre una de las conclusiones del encuentro: la corrupción de las autoridades y fuerzas de seguridad era una de los principales obstáculos en el combate contra el crimen. Paraguay se había vuelto un sinónimo de ella: un Estado que durante años había organizado el contrabando de todo tipo de mercaderías, protegido a criminales internacionales o provisto nuevos documentos para automóviles robados en otros países del Mercosur.
Cruzábamos en un catamarán de Ciudad del Este a Foz do Iguazú o de Puerto Iguazú a Foz do Iguazú --ya no estoy segura--, el aire era tan húmedo y caliente que se sentía como algodón empapado, y el delegado, que estaba por irse a Australia como embajador de su país, sonrió con expresión de sabiduría. La corrupción, filosofó, “es un problema, pero no tenemos que centrar todo en ella”; es sólo “uno de los componentes de culpabilidad".
Lo miré con intriga. Completó: "La corrupción es como el pecado --me dijo--. ¿Quién no peca?”