Graciela Mochkofsky

Sobre el autor

Graciela Mochkofsky, periodista argentina, es autora de cinco libros de no ficción. Creó y edita, en colaboración, la revista digital el puercoespín. Ha escrito para los principales medios de su país y para varias de las revistas más importantes de América Latina. Es Nieman fellow 2009 de la Universidad de Harvard.

Eskup

Archivo

julio 2012

Lun. Mar. Mie. Jue. Vie. Sáb. Dom.
            1
2 3 4 5 6 7 8
9 10 11 12 13 14 15
16 17 18 19 20 21 22
23 24 25 26 27 28 29
30 31          

La barbarie de nuestros días

Por: | 26 de febrero de 2012

3
María Luis muestra las fotos de los hijos que le quitaron (Foto: The New York Times)

Si creemos que el futuro traerá progreso, podemos estar seguros de que nuestros descendientes verán algunas costumbres de nuestra época con el mismo horror con el que nosotros miramos a nuestros antepasados que se reunían en plazas para ver a un hombre morir ahorcado, o que aceptaban la esclavitud de otros hombres como un hecho dado.

Cuando cuenten la historia de los Estados Unidos, por ejemplo, hablarán de la primera década del siglo XXI como uno de los períodos más oscuros y trágicos de la historia moderna de la inmigración. En estos años, miles de niños nacidos en los Estados Unidos fueron separados de sus madres y sus padres inmigrantes cuando éstos (por las políticas puestas en marcha durante el gobierno de George W. Bush) fueron detenidos y deportados a sus países de origen, en su mayoría de Centroamérica. Los niños quedaron en los Estados Unidos, en orfanatos, hogares sustitutos, y algunos, incluso, fueron dados en adopción a matrimonios norteamericanos de clase media a los que jueces de familia consideraron más adecuados.

En la edición de hoy de este diario, cuento la historia de dos de esas mujeres, las guatemaltecas María Luis y Encarnación Bail Romero. Como otras miles, escaparon del país más peligroso del mundo para las mujeres (tasa anual de femicidio a 2010: 695), completaron la horrorosa travesía por México hasta la frontera de los Estados Unidos e iniciaron vidas clandestinas, pero no lograron escapar de las redadas contra los inmigrantes latinos. Fueron enviadas a prisión y, mientras esperaban ser mandadas por la fuerza a su punto de partida, les quitaron a sus hijos.

Al menos 5.100 niños vivían en 2011 en hogares sustitutos porque sus padres estaban detenidos o habían sido deportados. Según las proyecciones, podría haber otros 15.000 niños en la misma situación en los próximos cinco años. Un estudio nacional conjunto del Urban Institute y el Consejo Nacional de la Raza de 2009 reveló que “por cada dos inmigrantes detenidos, un niño es dejado atrás”. Alrededor de cinco millones de niños residentes en Estados Unidos tienen al menos un padre indocumentado.

El efecto de este trauma masivo, me dijo Deborah Anker, directora del Programa de Inmigración y Refugiados de la Universidad de Harvard, será “similar al que tuvo la época de la esclavitud en Estados Unidos: la comunidad afroamericana fue dañada gravemente por la ruptura de la unidad familiar cuando los esclavos eran vendidos sin que se tuviera en cuenta su situación familiar. Los efectos reverberaron en el futuro; aún lo hacen en el presente. Las familias están siendo destruidas, y las comunidades, despedazadas”

***

ARGENTINA-PRISONs
Foto: Hernán Zin

El otro escenario de barbarie es el de las prisiones del continente americano. Millones de hombres, en su abrumadora mayoría pobres y de minorías étnicas, en un creciente número condenados por hechos vinculados al narcotráfico (en muchísimos casos, por delitos menores, como tenencia de drogas o transportes de pequeñas cantidades de sustancias ilegales), pasan buena parte de sus vidas hacinados en prisiones superpobladas que son gobernadas por el crimen, la extorsión, la violencia y la traición. Tres ejemplos, de Norte a Sur:

Estados Unidos: lean este fragmento del escalofriante texto que Adam Gopnik publicó en la revista The New Yorker en enero pasado:

Más de la mitad de los hombres negros sin secundario completo va preso en algún momento de su vida. El encarcelamiento masivo a una escala casi inédita en la historia de la humanidad es un hecho fundamental de nuestro país [Estados Unidos] –quizás el hecho fundamental, como la esclavitud era el hecho fundamental en 1850. En verdad, hay más hombres negros en el puño del sistema criminal de justicia –en prisión, en libertad bajo palabra, o en probation—de los que había entonces en esclavitud. En total, hoy más gente bajo “supervisión correccional” en los Estados Unidos –más de seis millones—de los que hubo en el Archipiélago Gulag con Stalin en su momento pico.  La ciudad de los confinados y los controlados, Ciudad de Encierro, es hoy la segunda ciudad más grande de los Estados Unidos.

La acelerada tasa de encarcelamiento de las últimas décadas es tan sorprendente como el número de personas en prisión: en 1980, había unas 220 personas encarceladas por cada cien mil norteamericanos; para 2010, el número se había más que triplicado, a 731. Ningún otro país se aproxima siquiera a esto. En las últimas dos décadas, el dinero que el estado gasta en prisiones sextuplicó la tasa de gasto en educación superior. El nuestro es, de arriba a abajo, un “estado carcelario”, en el liso y llano veredicto de Conrad Black, ex barón conservador de la prensa y flamante reformista, quien hoy se encuentra en prisión en Florida (…)

La escala y la brutalidad de nuestras prisiones son el escándalo moral de la vida norteamericana. Cada día, al menos 50.000 hombres –un estadio de los Yankees repleto—se despiertan en confinamiento solitario, con frecuencia en prisiones “supermax” o sectores de prisiones en los que los hombres son encerrados en pequeñas celdas, donde no ven a nadie, no pueden leer y escribir libremente, y sólo tienen permitido salir una hora por día para “ejercitarse” en soledad. (Enciérrese en su baño e imagine que tiene que quedarse allí durante los próximos diez años, y tendrá una idea de la experiencia). La violación en prisión es tan endémica –más de 70.000 presos son violados cada año—que es usado rutinariamente como una amenaza, como parte del castigo que debe esperarse.

Centroamérica: denle una mirada al excelente relato de Daniel Valencia Caravantes para el periódico digital salvadoreño El Faro, del reciente incendio en un penal de Honduras, en el que murieron 356 presos a los que los guardas se negaron a abrir las puertas (que se mueran pero no se fuguen):

En el penal, Quique y Coli se las arreglaban igual que el resto de presidiarios. En las cárceles de Honduras, como en las de El Salvador o Guatemala, se sobrevive si se tienen buenas relaciones con los carceleros, si se consiguen privilegios derivados de la buena conducta o dinero para pasarla. Un reo vale lo que vale cada centavo que carga consigo, y en Comayagua esta regla también se cumplía.

Para tener un celular al alcance, por ejemplo, se necesitaban 500 lempiras (26 dólares). Dormir en litera se ganaba con el tiempo o el respeto, dormir en el suelo era para los más nuevos o los menos afortunados. En todas las celdas había conectores, extensiones y cables de televisores o de cargadores de celular. Si no fuera porque Comayagua tenía un sistema de rehabilitación “modelo”, esta cárcel sería como cualquier otra: una donde se compran voluntades, se sufren muchas carencias y donde los derechos de los reos le importan solo a los reos. El sistema de rehabilitación, por el otro lado, consistía en tener los siete días de la semana mano de obra barata para que regentaran una porqueriza, una granja pollera y un invernadero.

Ecuador, vean el panorama que describió el académico Jorge Núñez Vega en la revista Nueva Sociedad:

El ex-penal García Moreno fue inaugurado en 1875, con apenas 71 personas (Goetschel). El edificio es una estrella de cinco puntas (pabellones) y fue diseñado con los parámetros de la arquitectura panóptica europea. Según el informe de la Dirección Nacional de Rehabilitación Social, en 2004 albergaba a 924 hombres, 431 de ellos por drogas ilegales, 102 por delitos contra la propiedad, 278 por delitos contra las personas, 57 por delitos sexuales y 56 por otros delitos. De los detenidos, 564 estaban condenados y 360 procesados. Los funcionarios penitenciarios se dividían en 59 guardias, cinco médicos, tres psicólogos y un instructor de taller.

Lo primero que llama la atención al entrar es el movimiento. La mayor parte de la gente está ocupada en algo y transita por los patios, pabellones y celdas sin prestar demasiada atención. Para el recién llegado son chocantes el bullicio y la rapidez con que la vida acontece. Cada uno atiende lo suyo y trata, en lo posible, de no entrometerse en problemas ajenos. Esta indiferencia es intimidante y hasta peligrosa para el interno nuevo: además de su ignorancia en cuanto a las necesidades mínimas para sobrevivir, se encuentra a merced del ánimo de sus compañeros, quienes, por aburrimiento o necesidad, a menudo no encuentran mejor actividad que hostigarlo y robarle lo poco que le quedó después de pasar tres o cuatro días encerrado en un calabozo con 20 personas más.

Si logras sobrellevar la primera impresión sin volverte loco –me decía un preso–, el siguiente paso es conseguirte una celda para dormir. En el penal, las celdas se compran a un precio que oscila entre los 400 y los 2.000 dólares. El valor se fija en función de los derechos que el propietario adquiere y del número de personas que deben compartir el espacio con él, lo cual, a su vez, depende del pabellón en que se ubica. En un pabellón, por ejemplo, solo se acepta a tres internos por celda, mientras que en otro el número depende de la cantidad de gente encarcelada, lo que significa que pueden vivir entre seis y diez personas en un espacio diseñado para apenas dos. Quien paga por la celda puede expulsar a sus compañeros durante el día o incluso prohibirles el uso del baño o la televisión, si es que la tiene.

Son sólo unas pocas escenas de la barbarie de nuestros días.

América Latina: ¿una crisis humanitaria de envejecimiento?

Por: | 19 de febrero de 2012

UntitledEn las vísperas de su centenario, mi bisabuela se despidió de su hija, le dijo que no le preparara desayuno para la mañana siguiente, y se metió en la cama como todas las noches. Ya no despertaría.

Mi abuela, hija de mi bisabuela, cumplió 98 años el mes pasado. Hace poco tropezó y cayó al suelo cuando entraba a su departamento cargando dos pesadas fuentes; dio con los antebrazos en el piso, todo el peso de su cuerpo sobre ellos. Fue al médico por método, porque no se había roto nada; él miró incrédulo las radiografías: eran huesos de una mujer cincuenta años menor.

Yo, que creo en la herencia genética, estoy segura de que voy a vivir, como ellas, al menos hasta los cien años y que voy a morir –si es que tengo que morir un día-- del mismo modo que mi bisabuela, durmiendo en mi cama.

Hace años que alardeo sobre la longevidad de mis parientes (paternos y maternos), como de un hecho excepcional. Al final de cuentas, ¿cuántas personas viven más de 90 años?

Resulta que cada vez más.

Según el último censo, de octubre de 2010, en Argentina hay 23.483 personas de entre 95 y 99 años y 3.487 personas de 100 años o más. Para cuando yo llegue a los cien años, seremos multitud.

Esta es la buena noticia. La mala: que la longevidad no se hereda genéticamente.

***

Nunca hubo tantos ancianos en el mundo.

La División de Población de las Naciones Unidas ha estimado que en 1950 había unas 23.000 personas de cien años o mayores en todo el mundo. En 1990, eran unas 110.000. En 1995, 150.000. En 2000, 209.000. En 2005, 324.000. Y en 2009, 455.000.

Según las proyecciones, las personas de más de 60 años serán en 2050 casi la tercera parte de la población mundial: 2.000 millones de individuos.

Sólo en Argentina, la población mayor de 65 años casi se cuadruplicó entre 1950 y 2000. Hoy es el 10,2 por ciento del total, uno de los porcentajes más altos de América Latina. Se estima que serán el 12,7 por ciento en 2025, y el 19 por ciento en 2050. Para entonces yo tendré 81 años y vamos a ser más los mayores de 65 que los de 15.

***

Los expertos alertan sobre una crisis humanitaria de envejecimiento mundial. América Latina, pese a la visión extendida de que es un continente con altas tasas de natalidad y una mayoría de jóvenes (sin duda Europa envejece más rápidamente), no es la excepción.

Según Naciones Unidas, la población latinoamericana de 65 años o más se triplicará hacia mediados de este siglo. El promedio de edad, que hoy es de 26 años, será de 40.

En 1975, en América Latina había 12,3 niños por cada adulto mayor. Hoy hay 6,3. En 2050, habrá solamente 1,3. 

***

Este rápido envejecimiento, producto en gran medida de los avances médicos y científicos, plantea una cantidad de problemas a nuestros Estados: sanitarios, financieros, previsionales. Es ilustrativo el diagnóstico del Center for Strategic and International Studies de la Global Aging Initiative, de marzo de 2009:

La ola de envejecimiento representa dos desafíos para América Latina. El primero consiste en diseñar sistemas nacionales de jubilación capaces de proveer un adecuado nivel de soporte para los adultos mayores pero sin imponer una carga demasiado pesada sobre la juventud. El segundo consiste en mejorar los niveles de vida de la población mientras ésta es todavía joven y continúa creciendo. Mientras que los Estados Unidos, Europa y Japón se convirtieron en sociedades prósperas antes de envejecer, América Latina podría envejecer antes de alcanzar la prosperidad. A menos que los países latinoamericanos tengan éxito en la promoción de un rápido desarrollo y del ritmo de crecimiento de sus economías, muchos de ellos tendrán que pagar por olas de envejecimiento propias de países desarrollados con solamente una fracción del ingreso y riqueza de estos países. El futuro podría traer grandes dificultades económicas; incluso una crisis humanitaria de envejecimiento.  

La República Argentina envejece. Para el año 2050 tendremos que 1 de cada 5 argentinos tendrá más de 64 años de edad y con algo más de 50 millones de habitantes, y nuestra población mayor será de casi 10 millones de personas. La Argentina es uno de los países más envejecidos de América Latina junto con Chile, aunque pronto será superada por Brasil.

La Ciudad de Buenos Aires es arquetipo de la tendencia. Mientras que 17% de los porteños tienen menos de 15 años de edad, 38% de los misioneros son niños y adolescentes. Por otro lado, en el hogar promedio de la Ciudad de Buenos Aires viven de 1 a 2 personas, lo que señala inequívocamente que hay pocos niños en relación a los adultos.

Dentro de 40 años el argentino promedio tendrá 40,31 años de edad; si bien el envejecimiento de nuestra población no será tan serio como el de Brasil, con 45,56 años, o el de Cuba, con 50,31 años de edad, igualmente será grave.

América Latina, sin embargo, está siendo asaltada por una asombrosa transformación demográfica. Durante las últimas décadas, la tasa de crecimiento poblacional ha caído dramáticamente, de 2,7 por ciento anual en los años sesenta hasta 1,3 por ciento anual en la presente década; y continúa desacelerándose rápidamente. El número de niños alcanzará su techo en los próximos 10 o 15 años en la mayoría de países latinoamericanos, y luego declinará. En Chile y México, el número de niños ya está declinando. El número de adultos jóvenes entre 20 y 29 años alcanzará su pico y luego empezará a declinar casi en todos los países en los próximos 20 a 25 años. Hacia la mitad del siglo, la población en edad de trabajar alcanzará su techo en la mayoría de países; y en Brasil, Chile y México estará decreciendo.

***

En buena parte de los documentos, declaraciones de organismos internacionales, artículos periodísticos y opiniones que encontré sobre este tema, predomina la misma perspectiva: de preocupación. Este artículo de la revista The New Yorker (en inglés), por ejemplo, es un gran relato sobre los dilemas médicos y sanitarios que plantea el envejecimiento de los norteamericanos. Y es razonable y sensato que exista preocupación. Pero también me parece a mí que estamos ante otra buena noticia: hasta hace poco, uno de los problemas de llegar a los cien años era que llegabas solo, habiendo perdido a tus amigos, tu pareja, los pares de tu generación. Mi generación y las siguientes vamos a llegar acompañados.

Argentina: el silencio de los militares

Por: | 16 de febrero de 2012

0421_juicio_juntas_g4_ced_1121220956
 Hace unos años, cuando se anularon las leyes del perdón y se reiniciaron los juicios contra los militares de la última dictadura argentina, me propuse entrevistar a quienes habían tenido responsabilidad en el planeamiento y ejecución del terrorismo de Estado. Habían pasado treinta años, ya no estaba pendiente la justicia, pero quedaban (quedan todavía) un puñado de preguntas por responder. Para empezar: ¿cómo, en qué reuniones, quiénes, diseñaron el plan de represión clandestina: la organización en grupos de tareas que secuestraban por las noches, los campos de tortura, las "desapariciones"?, y ¿dónde están los cuerpos (¿las listas?) de los miles de "desaparecidos" que aún no se han encontrado?

El problema de estas preguntas era que, para responderlas, los militares debían admitir lo que habían hecho. No con un razonamiento político o ideológico sobre las razones de la dictadura, que habían hecho en distintas oportunidades, seguros de que los justificaba, sino el frío y detallado recuento de los hechos --una mirada al propio horror.

Me reuní con varios generales retirados, con ex ministros de la Junta Militar, con amigos e ideólogos de los represores. Ofrecí acuerdos de off the record, porque casi ninguno aceptaba hablar con su nombre y apellido. Con algunos me reuní largamente, una vez y otra. Pero luego de unos años me vi obligada a aceptar el fracaso: estos hombres no iban a hablar sobre los hechos. Se iban a morir en la cárcel sin contar lo que queda por contar.

¿Por qué?

Intenté explicarlo en una narración sobre mis encuentros con un ex general que tuvo un papel crucial. Lo publiqué el 24 de marzo de 2010, para un aniversario del golpe de Estado que dio inicio a la dictadura (1976), en el primer número de la revista digital el puercoespín, que co-edito con Gabriel Pasquini. Al leer ayer en la revista española Cambio 16 el complaciente reportaje al general Jorge Rafael Videla, presidente de la Junta Militar durante los años más sangrientos de la dictadura más sangrienta de mi país, recordé aquel relato y me pareció que, ante las autojustificaciones y las omisiones de Videla, volvía a ser relevante. Lo comparto aquí con ustedes.

***

Por la ventana del tren se sucedían despintadas estaciones de provincia, los baldíos, los recuerdos.

El departamento rectangular en el centro como una caja de zapatos. Las fundas baratas que escondían la tapicería gastada. Un niño rubio se colgaba de su cuello. El hedor de su aliento, que impregnaba las solapas de su saco azul marino, me rozaba la cara.

Sus agendas cargadas de notas esmeradas, minutas de reuniones, que, dijo, buscaría para el siguiente encuentro. ¿Dónde? ¿En el escritorio? ¿En la baulera? ¿en la casa de la hija? Esa vocación notarial que este país ha perdido. Esa memoria de detalles, nombres, órdenes, decisiones. Los papeles, los documentos, las listas. ¿Dónde se guardan los secretos?

No. Preguntaba mal: hasta cuándo.

***

Tomé un taxi desde la estación.

Habían pasado seis años. La mudanza le había sentado bien: ya no hedía. La casa era amplia, cómoda, llena de luz, de Casa-Foa.

–Nos la prestaron unos amigos que se fueron a vivir a los Estados Unidos –aclaró–. Hasta que vuelvan.

Le había llevado “Albert Speer, el arquitecto de Hitler”, de Gitta Sereny. Una exploración del arrepentimiento y la redención, una…

–Lo tengo –rechazó, condescendiente–. Me lo regaló mi hija. Leí 150 páginas y lo dejé. Lo que recuerdo es que Speer no era nazi, eso me parece central. Y también que habló después de su condena.

¿Entonces?

Entonces…

Tal vez si lo llamaba en seis meses, cuando la Corte anulara los indultos…

Lo llamé a los doce días y me invitó a pasar otra tarde en la casa. Y luego otra. Y otra. Durante meses.

***

Pasamos ese invierno en la nostalgia por su infancia. Un bisabuelo del siglo XIX había legado una fortuna a la familia. Luego, la vida en el campo; su bicicleta; el día en que la maestra particular llegó a la casa y le agregaron una cama en el cuarto de las hermanas. Había aprendido a leer leyendo La Nación. Recordó a cada director, maestro, compañero de primaria, del liceo militar, de la promoción, de las promociones anteriores y posteriores. Una tarde cualquiera evocó el momento en que llegó la orden de fusilar al general Valle. Le faltaba mucho para ser general, pero esquivó el asunto con excusas de etiqueta: llevaba uniforme de combate y “había que ir de servicio”.

–Una o dos horas después recibí a los oficiales que habían ido. El golpe psicológico era terrible. Me dijeron: mejor que no fuiste, no te podemos ni contar. Murieron como en la Guerra de la Independencia, gritando ¡Viva la Patria! Gritando a los que los fusilaban que no debían tener remordimientos porque estaban cumpliendo una orden y era su deber. Bromeando que tenían las botas manchadas y no iban a morir con las botas limpias…

Cuando quedamos solas, su mujer susurró:

–Apurate si le querés sacar algo. Se está empezando a perder.

Su cuerpo parecía contener todavía una fuerza caballuna, pero se lamentaba de múltiples achaques. Si se sacaba los audífonos se volvía sordo; sobre el final del invierno se rompieron y debí gritarle penosamente. Tenía la presión alta. Un médico quería abrirle la columna vertebral para frenar el estrangulamiento de un disco lumbar que apretaba nervios. Dolía. Dolería más y más hasta que ya no pudiera caminar. El general temía enfrentar el cuchillo de los matasanos. Pedaleaba una bicicleta que ya no iba hacia el campo ni a ninguna otra parte, mientras miraba noticias en la televisión.

Me apuré.

Por darme algo, me ofreció un secreto irrelevante: Videla preparaba un libro de memorias. Había pedido a sus viejos colaboradores que escribieran un capítulo por cabeza. El general no había escrito el suyo. Nadie leería un libro de Videla. Nadie, excepto ellos mismos.

Pero hasta cuándo, General. Hasta cuándo.

Yo tenía que saber, remarcó, que él se había opuesto desde el comienzo.

–A mí me hicieron callar luego de que me quejé de que no aparecieran los cuerpos. Yo quería que aparecieran con el nombre en un cartelito. Para facilitar el trabajo.

Se explicó:

–Vos sólo sos desaparecida si alguien dice: Mochkofsky desapareció.

Le interesaba hablar de ideas, no de hechos ni datos nimios.

–No quiero hablar de cosas desagradables como las que te interesan a vos.

Estaba de mal humor, tal vez porque yo había encendido el grabador.

La mucama paraguaya había calentado una pizza Sibarita y nos la había servido con jugo de manzana. El general quería algo más; sacudió una campanita. Pero la mucama no volvió. El general comenzó a sacudir la campanita en forma frenética. Rendido, se quejó a su mujer:

–Tu empleada no me da bola.

La mujer dijo un nombre y la mucama apareció enseguida.

***

Se presentía el verano.

Mejor tomarnos un tiempo, dije. Esperar.

Creí que el silencio mismo lo quebraría, como antes.

Pero no volvió a llamarme. Cuando me rendí, su mujer me informó que el médico había vencido: le habían cortado de un tajo la espalda para componerle los huesos.

La recuperación llevó meses.

Luego vino la infección que el urólogo desestimaba. Cuando llegó al Hospital Militar, le diagnosticaron septicemia. Reunieron a la familia para que se despidiera enseguida: con ese cuadro y esa edad, siete de cada diez morían.

Sobrevivió.

La mujer del general, una belleza de formas redondeadas y ojos gatunos, transmitía sensualidad, empatía, determinación, aun en la cafetería del hospital. En el jardín se apreciaba el fin de la primavera. Ella observó que los árboles sobre Luis María Campos estallaban de flores lilas; desde la ventana del cuarto en que vivía prisionera hacía cinco meses, esa visión la consolaba.

–La gente cree que trabajo acá.

A prueba y error, los médicos habían dado con el antibiótico que salvaría la vida del general. En el proceso, sus piernas se convirtieron en columnas ulceradas que dejaron a la vista huesos y tendones. No podía sostenerse en pie.

–Está desanimado y angustiado. No puede ver cómo sigue su vida.

Cuando no había visita, se entretenían con la televisión. Siguieron los juicios públicos contra el general Bussi y el general Menéndez.

–Menéndez –-resumió la mujer del general, con admiración–-, un señor: ‘Asumo total responsabilidad’.

En cambio, Bussi.

–Lamentable. ¡Lloraba! Una vergüenza. Le dije (al general): ‘Vos no vas a declarar, o te pegás un tiro. Pero ese papel no lo hacés.’

Ese era el problema, dije.

–Se van a morir sin hablar. Todos se van a morir sin hablar.

Claro.

–No quieren quedar como traidores ante sus pares.

No, ¡no! Debía convencer a su marido de que hablara. Ahora: ahora o nunca.

Se comprometió a intentar, por ninguna otra razón que la siguiente: estaba harta de esconderse. Pero me advirtió:

–No está bien de la cabeza. Desvaría.

Más tarde telefoneó, apenada:

–No sabe quién sos.

***

Se sucedieron cuatro meses, dos angioplastías, cinco stents. La infección regresó y esta vez no daban con el antibiótico que supiera combatirla. Ya no sabía dónde estaba.

–Hoy está en Estados Unidos, ayer estaba en Perú…

Vive una aventura tras otra: se interna en la selva, tiene un romance, está otra vez en el poder.

Tuvieron que atarlo a la cama.

Sudamérica y el cáncer

Por: | 05 de febrero de 2012

4f2409fb7a12d2
Lula besa a Fernando Lugo en la clínica brasileña en la que los dos se tratan por sus cánceres (EFE)

En 1978 apareció el ensayo La enfermedad y sus metáforas, en el que Susan Sontag sostenía que, tal como había ocurrido en el siglo XIX con la tuberculosis, en el siglo XX el cáncer --la enfermedad misteriosa e incurable de nuestra época-- se había convertido en metáfora de la muerte, del mal absoluto --algunos comportamientos eran un "cáncer", algunas pasiones eran "un cáncer", etcétera--. La sociedad, explicaba Sontag, era incapaz de lidiar con la enfermedad, estaba empecinada en la negación de la muerte. Esto derivaba en la construcción de un tipo caracterológico, el del enfermo de cáncer:

Según la mitología, lo que generalmente causa el cáncer es la represión constante de un sentimiento. En la forma primitiva y más optimista de esta fantasía, el sentimiento reprimido era de orden sexual; ahora, cambio notable, la causa del cáncer es la represión de sentimientos violentos. La pasión frustrada que mató a Insarov era el idealismo. La pasión reprimida que la gente cree que da cáncer es la rabia.

(…) Los médicos identificaban las causas o los factores que favorecían el cáncer en el dolor, las preocupaciones (mayores en los hombres de negocios y las madres de familias numerosas), en las situaciones económicas apuradas y los bruscos cambios de fortuna, y en el exceso de trabajo; o si no, si los pacientes eran escritores o políticos de éxito, en el dolor, la rabia, el esfuerzo intelectual excesivo, la angustia que acompaña la ambición y el estrés de la vida pública.

Sontag concluía su ensayo, que es ya un texto clásico, con la predicción de que, así como ocurrió con la tuberculosis, cuando la ciencia encontrara una cura la metafora caería en desuso. Tres décadas más tarde, la ciencia ha avanzado, los tratamientos se han sofisticado y un diagnóstico temprano suele anular la sentencia de muerte, pero la metáfora sigue en pie. ¿Qué mejor ejemplo que lo que ocurrió cuando, en la última semana de 2011, la presidenta argentina Cristina Kirchner anunció que le habían diagnosticado un cáncer de tiroides y todo el mundo hizo la siguiente cuenta: Dilma Rousseff: cáncer linfático (2009); Fernando Lugo: cáncer linfático (2010); Lula da Silva: cáncer de laringe (2011): Hugo Chávez: cáncer en la zona pélvica (2011)?

Cinco presidentes con cáncer en un subcontinente con una docena de países: tenía que haber una explicación. Periodistas, expertos, psicólogos, políticos y, asumo, una parte del público, la encontraron en... los presidentes. 

Unos vieron la causa en su ideología: “A los líderes de la izquierda latinoamericana, antes que el socialismo, los une el cáncer”. Pero la mayoría pareció encontrarla en una idea más simple: en el ejercicio del poder político. Lo que causa cáncer es el poder --o el poder enferma.

Leí esta explicación en medios de todo el subcontinente; los de mi país no fueron excepción. Me pareció que la enunciaban en especial los opositores a los presidentes enfermos: no era cualquier ejercicio del poder el que los estaba enfermando, sino su ambición de poder absoluto --de lo que se acusa, por lomenos, a Chávez y a Kirchner--. Es una afirmación arbitraria, como cualquier otra, pero se me ocurre que este mito podría revelar una frustración, un resentimiento, de los que no tiene el poder y no ven la posibilidad de tenerlo en lo inmediato. Siempre buscamos compensación (racional) para nuestras carencias. 

Chavez_kirchner_cancer_2011_12_28

Cristina Kirchner, que todavía no ha sido diagnosticada, recibe un beso de Hugo Chávez, que lleva meses de tratamiento (AFP)

Los presidentes intentaron, ante la imposibilidad de ocultarla, usar la enfermedad en su favor --y frenar la lucha de poder interno que el anuncio de la enfermedad podía desatar--. Cristina Kirchner, por ejemplo, lo inscribió en un relato de sacrificio personal y contó que había dicho a Chávez (aún pelado por la quimioterapia): "Voy a pelear por la presidencia honoraria del congreso de los que vencieron el cáncer". Chávez hizo del anuncio de que había "vencido" al cáncer una victoria política. Lo mismo, Lugo.

Pero allí donde tantos buscaron una explicación de lo extraordinario --cinco diagnósticos consecutivos a presidentes de Sudamérica (en verdad, cuatro en funciones y un ex presidente; al fin del día, tres presidentes, desde que se comprobó que Cristina Kirchner no tenía cáncer)--, no hay sino una verdad ordinaria. Denle un vistazo a las espeluznantes estadísticas de la Organización Panamericana de la Salud:

-El cáncer es la segunda causa de muerte en las Américas (la primera es la enfermedad cardíaca).

-Representa un tercio de todas las muertes en el continente, alrededor de 1.2 millón de personas por año.

-La OPS estima que en 2030 los muertos por cáncer en la región serán 2.1 millones y que para esa época 1.6 millón recibirán diagnósticos de cáncer cada año.

-Los índices de mortandad son siete veces más altos en Sudamérica y Centroamérica que en Norteamérica.

Detrás de los diagnósticos consecutivos, no está la excepcionalidad de los presidentes sino su prosaica humanidad.

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal