María Luis muestra las fotos de los hijos que le quitaron (Foto: The New York Times)
Si creemos que el futuro traerá progreso, podemos estar seguros de que nuestros descendientes verán algunas costumbres de nuestra época con el mismo horror con el que nosotros miramos a nuestros antepasados que se reunían en plazas para ver a un hombre morir ahorcado, o que aceptaban la esclavitud de otros hombres como un hecho dado.
Cuando cuenten la historia de los Estados Unidos, por ejemplo, hablarán de la primera década del siglo XXI como uno de los períodos más oscuros y trágicos de la historia moderna de la inmigración. En estos años, miles de niños nacidos en los Estados Unidos fueron separados de sus madres y sus padres inmigrantes cuando éstos (por las políticas puestas en marcha durante el gobierno de George W. Bush) fueron detenidos y deportados a sus países de origen, en su mayoría de Centroamérica. Los niños quedaron en los Estados Unidos, en orfanatos, hogares sustitutos, y algunos, incluso, fueron dados en adopción a matrimonios norteamericanos de clase media a los que jueces de familia consideraron más adecuados.
En la edición de hoy de este diario, cuento la historia de dos de esas mujeres, las guatemaltecas María Luis y Encarnación Bail Romero. Como otras miles, escaparon del país más peligroso del mundo para las mujeres (tasa anual de femicidio a 2010: 695), completaron la horrorosa travesía por México hasta la frontera de los Estados Unidos e iniciaron vidas clandestinas, pero no lograron escapar de las redadas contra los inmigrantes latinos. Fueron enviadas a prisión y, mientras esperaban ser mandadas por la fuerza a su punto de partida, les quitaron a sus hijos.
Al menos 5.100 niños vivían en 2011 en hogares sustitutos porque sus padres estaban detenidos o habían sido deportados. Según las proyecciones, podría haber otros 15.000 niños en la misma situación en los próximos cinco años. Un estudio nacional conjunto del Urban Institute y el Consejo Nacional de la Raza de 2009 reveló que “por cada dos inmigrantes detenidos, un niño es dejado atrás”. Alrededor de cinco millones de niños residentes en Estados Unidos tienen al menos un padre indocumentado.
El efecto de este trauma masivo, me dijo Deborah Anker, directora del Programa de Inmigración y Refugiados de la Universidad de Harvard, será “similar al que tuvo la época de la esclavitud en Estados Unidos: la comunidad afroamericana fue dañada gravemente por la ruptura de la unidad familiar cuando los esclavos eran vendidos sin que se tuviera en cuenta su situación familiar. Los efectos reverberaron en el futuro; aún lo hacen en el presente. Las familias están siendo destruidas, y las comunidades, despedazadas”
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El otro escenario de barbarie es el de las prisiones del continente americano. Millones de hombres, en su abrumadora mayoría pobres y de minorías étnicas, en un creciente número condenados por hechos vinculados al narcotráfico (en muchísimos casos, por delitos menores, como tenencia de drogas o transportes de pequeñas cantidades de sustancias ilegales), pasan buena parte de sus vidas hacinados en prisiones superpobladas que son gobernadas por el crimen, la extorsión, la violencia y la traición. Tres ejemplos, de Norte a Sur:
Estados Unidos: lean este fragmento del escalofriante texto que Adam Gopnik publicó en la revista The New Yorker en enero pasado:
Más de la mitad de los hombres negros sin secundario completo va preso en algún momento de su vida. El encarcelamiento masivo a una escala casi inédita en la historia de la humanidad es un hecho fundamental de nuestro país [Estados Unidos] –quizás el hecho fundamental, como la esclavitud era el hecho fundamental en 1850. En verdad, hay más hombres negros en el puño del sistema criminal de justicia –en prisión, en libertad bajo palabra, o en probation—de los que había entonces en esclavitud. En total, hoy más gente bajo “supervisión correccional” en los Estados Unidos –más de seis millones—de los que hubo en el Archipiélago Gulag con Stalin en su momento pico. La ciudad de los confinados y los controlados, Ciudad de Encierro, es hoy la segunda ciudad más grande de los Estados Unidos.
La acelerada tasa de encarcelamiento de las últimas décadas es tan sorprendente como el número de personas en prisión: en 1980, había unas 220 personas encarceladas por cada cien mil norteamericanos; para 2010, el número se había más que triplicado, a 731. Ningún otro país se aproxima siquiera a esto. En las últimas dos décadas, el dinero que el estado gasta en prisiones sextuplicó la tasa de gasto en educación superior. El nuestro es, de arriba a abajo, un “estado carcelario”, en el liso y llano veredicto de Conrad Black, ex barón conservador de la prensa y flamante reformista, quien hoy se encuentra en prisión en Florida (…)
La escala y la brutalidad de nuestras prisiones son el escándalo moral de la vida norteamericana. Cada día, al menos 50.000 hombres –un estadio de los Yankees repleto—se despiertan en confinamiento solitario, con frecuencia en prisiones “supermax” o sectores de prisiones en los que los hombres son encerrados en pequeñas celdas, donde no ven a nadie, no pueden leer y escribir libremente, y sólo tienen permitido salir una hora por día para “ejercitarse” en soledad. (Enciérrese en su baño e imagine que tiene que quedarse allí durante los próximos diez años, y tendrá una idea de la experiencia). La violación en prisión es tan endémica –más de 70.000 presos son violados cada año—que es usado rutinariamente como una amenaza, como parte del castigo que debe esperarse.
Centroamérica: denle una mirada al excelente relato de Daniel Valencia Caravantes para el periódico digital salvadoreño El Faro, del reciente incendio en un penal de Honduras, en el que murieron 356 presos a los que los guardas se negaron a abrir las puertas (que se mueran pero no se fuguen):
En el penal, Quique y Coli se las arreglaban igual que el resto de presidiarios. En las cárceles de Honduras, como en las de El Salvador o Guatemala, se sobrevive si se tienen buenas relaciones con los carceleros, si se consiguen privilegios derivados de la buena conducta o dinero para pasarla. Un reo vale lo que vale cada centavo que carga consigo, y en Comayagua esta regla también se cumplía.
Para tener un celular al alcance, por ejemplo, se necesitaban 500 lempiras (26 dólares). Dormir en litera se ganaba con el tiempo o el respeto, dormir en el suelo era para los más nuevos o los menos afortunados. En todas las celdas había conectores, extensiones y cables de televisores o de cargadores de celular. Si no fuera porque Comayagua tenía un sistema de rehabilitación “modelo”, esta cárcel sería como cualquier otra: una donde se compran voluntades, se sufren muchas carencias y donde los derechos de los reos le importan solo a los reos. El sistema de rehabilitación, por el otro lado, consistía en tener los siete días de la semana mano de obra barata para que regentaran una porqueriza, una granja pollera y un invernadero.
Ecuador, vean el panorama que describió el académico Jorge Núñez Vega en la revista Nueva Sociedad:
El ex-penal García Moreno fue inaugurado en 1875, con apenas 71 personas (Goetschel). El edificio es una estrella de cinco puntas (pabellones) y fue diseñado con los parámetros de la arquitectura panóptica europea. Según el informe de la Dirección Nacional de Rehabilitación Social, en 2004 albergaba a 924 hombres, 431 de ellos por drogas ilegales, 102 por delitos contra la propiedad, 278 por delitos contra las personas, 57 por delitos sexuales y 56 por otros delitos. De los detenidos, 564 estaban condenados y 360 procesados. Los funcionarios penitenciarios se dividían en 59 guardias, cinco médicos, tres psicólogos y un instructor de taller.
Lo primero que llama la atención al entrar es el movimiento. La mayor parte de la gente está ocupada en algo y transita por los patios, pabellones y celdas sin prestar demasiada atención. Para el recién llegado son chocantes el bullicio y la rapidez con que la vida acontece. Cada uno atiende lo suyo y trata, en lo posible, de no entrometerse en problemas ajenos. Esta indiferencia es intimidante y hasta peligrosa para el interno nuevo: además de su ignorancia en cuanto a las necesidades mínimas para sobrevivir, se encuentra a merced del ánimo de sus compañeros, quienes, por aburrimiento o necesidad, a menudo no encuentran mejor actividad que hostigarlo y robarle lo poco que le quedó después de pasar tres o cuatro días encerrado en un calabozo con 20 personas más.
Si logras sobrellevar la primera impresión sin volverte loco –me decía un preso–, el siguiente paso es conseguirte una celda para dormir. En el penal, las celdas se compran a un precio que oscila entre los 400 y los 2.000 dólares. El valor se fija en función de los derechos que el propietario adquiere y del número de personas que deben compartir el espacio con él, lo cual, a su vez, depende del pabellón en que se ubica. En un pabellón, por ejemplo, solo se acepta a tres internos por celda, mientras que en otro el número depende de la cantidad de gente encarcelada, lo que significa que pueden vivir entre seis y diez personas en un espacio diseñado para apenas dos. Quien paga por la celda puede expulsar a sus compañeros durante el día o incluso prohibirles el uso del baño o la televisión, si es que la tiene.
Son sólo unas pocas escenas de la barbarie de nuestros días.