Un sábado por la noche, mi marido fue a comprar vino tinto para una cena con amigos al supermercado chino de la esquina. Volvió sin vino y agitado: la policía estaba en el chino; el dueño, Yu Zhuqing, estaba tirado en el piso, blanco de susto, con la pierna ensangrentada por una herida de bala. Un joven desconocido le había disparado a quemarropa y había huído.
Esas cosas no ocurrían --no ocurren-- en mi barrio de clase media alta de Buenos Aires.
Yu es un hombre de 40 años con mirada dulce y sonrisa tímida. Días antes de ser atacado, al verme con un paquete de compras del barrio chino, había inquirido por los precios de cada cosa (que cuánto había pagado por el pescado, por el arroz, por los bollos rellenos con cerdo y cebolla de verdeo); su mujer, Mei, me explicó que el mejor modo de cocinar los bollos es… en el microondas. No hacía mucho habían llegado al país. Tienen tres chicos, a los que solíamos ver en el local, y trabajan todo el día, todos los días.
Un mes más tarde salí temprano rumbo a una entrevista y me encontré con que el frente del supermercado estaba negro de hollín. Un policía que hacía guardia frente a la perciana incendiada me contó que habían arrojado una bomba molotov de madrugada. El sereno del estacionamiento de al lado había alcanzado a ver al incendiario cuando escapaba. Hablé con él; me dijo que los bomberos habían tardado más de media hora en llegar, que era una suerte que sólo se incendiaro el frente, quedando la mayor parte del local, y los edificios lindantes, a salvo.
¿Dónde estaba al momento del ataque el custodio asignado la noche del disparo? No sabían decirme. En la comisaría admitieron que el custodio debía cuidar al dueño del "chino” (como llamamos todos a los supermercados chinos) pero no al local. Un comisario de investigaciones me mandó decir en confidencia que Yu estaba siendo extorsionado por “la mafia china” y que la policía federal no podía hacer nada: mientras tuviera custodia, estaría a salvo, pero un día deberían quitársela: “Estos tipos vuelven y vuelven… Le conviene arreglar, o es boleta”.
Que la policía se declarara impotente para evitar que asesinaran a una familia en el centro de la ciudad me pareció escandaloso. En lugar de esperar a que los mataran, fui a hablar con la fiscalía que debía investigar el caso.
Allí me contaron la historia. La señora Yu había recibido un llamado en el teléfono del supermercado; un hombre, chino por su acento, había exigido 50.000 dólares en efectivo. No hicieron caso. El hombre volvió a llamar: O pagaban o lo matarían. Antes del disparo, un último llamado: O pagaba o matarían a su hijo o a su hija.
No pagaron. La cámara de seguridad del local captó al adolescente con gorra, jeans y zapatillas que disparó contra Yu. Su rostro aparecía nítido en pantalla –no era chino: nadie dudaba de que era un sicario contratado por la mafia, porque lo mismo había pasado en otros casos. La policía había recuperado una vaina calibre 32.
Los Yu entregaron el número de teléfono desde el que los amenazaban: el servicio de caller ID lo había registrado. Señalé que los extorsionadores parecían confiados, si ni se molestaban en esconder de dónde llamaban. Me aseguraron que la policía hacía “tareas de inteligencia” sobre el departamento del que había salido la llamada --la línea estaba intervenida--, pero que estos casos eran “muy difíciles” porque “esta gente” era un misterio para la justicia argentina.
En pocas palabras: no les entendían nada y no sabían cómo manejarse con ellos.
Era común que un testigo, o una víctima, se hiciera pasar por otra, y en la fiscalía eran incapaces de distinguirlos. Sólo había un traductor, que llamaban “el chino Li”, para todo el aparato judicial de la ciudad. Me fijé en las primeras páginas del expediente, abierto sobre la mesa frente a mí; Yu Zhuqing aparecía reiteradamente mencionado como Yuzhu King. Pedí un teléfono para ubicar al chino Li y me pidieron que llamara luego --no lo tenían a mano--. Cuando lo hice, resultó que el chino Li se llamaba Shao Ji Zeng.
El custodio policial pasó meses en la puerta del local. Luego apareció un guardia privado, como el que tiene buena parte de los supermercados chinos en la ciudad, que todavía suele estar en la puerta. Yu estuvo ausente durante largo tiempo; cuando reapareció, llevaba un disfraz de bermudas y gorra con visera que le cubría la mitad de la cara. Ahora tenía una mirada nerviosa, alerta.
Luego, el frente del local cambió de color. Dos veces. Parecieron tomar control otros chinos, hasta que hace poco reapareció la señora Yu, y allí sigue atendiendo. Al señor Yu nunca volvimos a verlo.
***
En la Argentina viven unos 70.000 inmigrantes chinos. Sólo en Buenos Aires, se abren cada mes veinte nuevos supermercados chinos, según reportes periodísticos, y ya son más de diez mil --en el perímetro de mi manzana, hay tres--.
Todos compramos en los chinos: son una reedición del viejo almacén de barrio, la escala pequeña contra la masividad de las grandes cadenas de supermercados. Hasta hace poco eran, también, más baratos, aunque ahora ya no parece haber tanta diferencia. Son tan populares que la cámara que los agrupa está lanzando una tarjeta de crédito específica para comprar en ellos.
Desde al menos hace una década, es frecuentes encontrar en los noticieros reportes de ataques similares a los que sufrieron los Yu. Siempre es la misma noticia: el inmigrante amenazado con un disparo en una pierna, el local incendiado, el dueño muerto de un tiro detrás de la caja registradora. Cuando pagan la extorsión, los dueños deben pintar el frente del local de un color específico, que identifica a quién le han pagado. Desde hace diez años, la cifra exigida por los extorsionadores es la misma, sin ajuste por inflación: 50.000 dólares.
Las crónicas siempre hablan de la “mafia china” –los voceros de la comunidad y la embajada niegan relación con las tríadas chinas-- y aceptan que las autoridades argentinas tienen las manos atadas. Cada tanto, alguien es detenido; por lo general, un sicario local. No hay un equipo especializado para investigar estos casos.
Los chinos en China parecen haberse cansado de escuchar siempre la misma historia porque en noviembre desembarcaron en Mar del Plata, en la costa Atlántica, seis policías de Fujian --de allá proviene, junto con Taiwan, la gran mayoría de nuestros inmigrantes chinos. Vinieron a investigar los ataques contra los comerciantes chinos, según se anunció públicamente. Oscar Zheng, vocero de la cámara argentina de supermercadistas chinos, explicó que eran una respuesta del gobierno chino, que está “preocupado” por la proliferación de ataques. Estos, explicó, “son una forma de extorsión que no tiene un trasfondo de peleas de grupos sino que son gente que vio la forma de ganar plata fácil con conciudadanos”.
Es decir, predadores que se aprovechan de la debilidad de inmigrantes a los que nadie defiende. Aunque son nuestros vecinos, en este país de inmigrantes, los chinos son vistos como “ellos” y no como “nosotros”.