A comienzos de 1996 asistí a una conferencia en la Universidad de Columbia, en Nueva York, sobre el “milagro argentino”, en el que expertos en política internacional, funcionarios públicos argentinos y académicos norteamericanos alabaron la aplicación de la receta neoliberal en mi país: apertura a los mercados internacionales, privatizaciones masivas, empequeñecimiento del Estado, y nuestro condimento especial: el plan de convertibilidad, que había hecho que un peso argentino valiera lo mismo que un dólar norteamericano.
Era un relato muy repetido en esos años, y cuando uno intentaba argumentar que tal vez fuera necesario mirar a la Argentina con ojos más escépticos --cuál era el costo social, cómo crecía el endeudamiento, cómo se llevaba a la ruina el sistema de educación y salud pública, etcétera--, la atención de los oyentes se desviaba. Sólo había un relato que querían escuchar.
El milagro, sabemos, desembocó en desastre, cuando ya no pudimos sostener que un peso era realmente un dólar y las consecuencias de las políticas de los '90 saltaron a la vista de manera trágica.
Por eso, cuando escucho hablar del milagro económico peruano, suenan en mí algunas alarmas. Es indudable que el país ha crecido, que las cifras macroeconómicas son impactantes y que mucha gente vive ahora mejor que hace diez años, pero también es cierto que es una realidad complicada y contradictoria, con enormes matices sociales, políticos y culturales.
Para explicarlo mejor, comparto el siguiente contrapunto entre el intelectual mexicano Enrique Krauze y el periodista de investigación peruano Gustavo Gorriti. (Es un resumen de sus posiciones; a quienes interese el contrapunto completo, pueden encontrarlo aquí.)
De Krauze, reproduzco un fragmento de su columna “Perú mueve montañas”, que publicó en su revista Letras Libres:
Algo extraordinario está ocurriendo en el Perú (…) los buenos augurios parecen obra de la cosmología inca: un presidente indígena graduado en Stanford (Alejandro Toledo) cuya improbable biografía representó, en sí misma, un principio de reconciliación entre los pasados peruanos; un presidente populista (Alan García) que entendió y repudió sus errores pasados, y en una segunda oportunidad tomó la ruta de la modernidad económica; un militar golpista (el actual presidente Ollanta Humala) que pasó de concebirse como un "redentor" inspirado en Chávez a un líder que considera "obsoletas las divisiones de izquierda y derecha", que defiende ante todo el Estado de Derecho, y sigue la pauta de Lula y Rousseff. (...)
Pero el cambio no es astrológico: es real. La globalización ha transformado la geografía económica del Perú. "Somos una China en miniatura" -me dice mi amigo Alfredo Barnechea, apuntando a la impresionante migración de la montaña a varias ciudades de la costa. "Perú es 'un país fusión' -agrega-, cuya forma social no es ya una pirámide sino un rombo, por la emergencia de las clases medias". La tracción principal de este fenómeno no es sólo la demanda china (15% de la exportación total) sino el manejo responsable de la macroeconomía y -después de Chile- el clima de negocios más hospitalario de la región. En las gráficas del Fondo Monetario Internacional sobre crecimiento del PIB y en el índice de The Economist sobre salud fiscal y monetaria, resalta la similitud relativa del Perú con Singapur, Corea del Sur y China. Los números son sorprendentes: con una inflación de 3.4%, baja deuda y altas reservas internacionales, Perú crece al 7% anual, ha triplicado en diez años su producto per cápita (está cerca de los 6,000 dólares), quintuplicado la inversión externa y más que sextuplicado sus exportaciones (61% de ellas son metales). El empleo ha aumentado 37% en las principales ciudades, a la par de una impresionante expansión del consumo y la construcción.
De Gorriti, director de la revista digital de investigacion IDL-Reporteros, reproduzco un fragmento de su reacción a la columna, que redactó a mi pedido:
El artículo de Enrique Krauze (...) es la visión del turista incidental que busca los datos que justifiquen su convicción. No muy distante, en forma, de esas crónicas de viaje en la Unión Soviética de antaño en la que ibas describiendo tus escenarios de admiración. La biblioteca en el sovjoz, las tierras roturadas, las chicas con los retratos de grandes físicos e intrépidos astronautas como pinups en su dormitorio estudiantil, los centenares de miles de ingenieros, la producción fabril, los milagrosos avances de la medicina, las colas para escuchar a Yevtuchenko declamar su Babi Yar. No había duda, ese era el futuro.
Es cierto que Perú ha crecido sostenidamente desde el 2001 hasta la actualidad. Es cierto que, pese a la pésima distribución del ingreso, ha crecido la clase media y ha surgido una nueva, pujante, de nietos de los inmigrantes andinos que invadieron terrenos desocupados para construir sus barriadas de esteras. Es cierto que, por muy mal distribuido que esté, si sigue este nivel de crecimiento por diez o quince años más, el país habrá cambiado radicalmente para mejor.
Pero a la vez es cierto que una parte del crecimiento está sustentado en las exportaciones mineras, beneficiadas por el aumento mundial en el precio de metales y no metales; que la distribución del ingreso sigue siendo obscenamente inadecuada; que la democracia ha estado en peligro serio por lo menos un par de veces durante el decenio pasado, y que en 2011 la victoria sobre el fujimorismo –auspiciado por una coalición estridente de las clases dominantes peruanas, incluyendo la mayoría de los medios de comunicación tradicionales– exigió una movilización excepcional de todas las fuerzas democráticas junto con la conversión sorprendente y bienvenida de Ollanta Humala (juramento público de por medio) a la democracia, cinco años después de haber sido su enemigo. Aún así, la victoria fue por un margen relativamente estrecho.
Este es un país de buenos logros macroeconómicos que vive peligrosamente en lo político e inquietamente en lo social. El simplismo de Krauze lo describe muy parcialmente en forma que resulta al fin distorsionadora para una nación de tantos matices y tan contradictorias complejidades.
Estamos, sin duda, mucho mejor que antes (...) Pero el proceso ha sido difícil, lleno de altibajos, preñado de peligros. Del gobierno de crimen organizado de la etapa Fujimori-Montesinos a la democracia precaria de Toledo, el crecimiento corruptón del de García y, finalmente, el peligro del retorno del fujimorismo que enfrentamos hace pocos meses, te da la idea de un proceso político disfuncional sobre el trasfondo de un crecimiento económico también plagado de conflictos.
(...)