Juan Luis Cebrián, el primer director de EL PAIS, cuenta hoy en el periódico que los hijos de Jesús Polanco le comentaron hace unos días que su padre ya no leía su periódico. Cebrián dice muy bien que ese era un síntoma fatal; en otro artículo del periódico, Jesús Ceberio cuenta cómo Polanco leía EL PAIS. Otros dos directores, Joaquín Estefanía y el actual, Javier Moreno, hacen referencia de un modo otro a ese hábito imprescindible en la vida de Polanco: la lectura de EL PAIS.
Lo leía, una vez publicado, el día de su aparición, cuando ya nada se podía hacer sobre su contenido. Lo hacía lentamente, antes de ocuparse de los asuntos del despacho, desde la primera a la última página, apasionadamente y sosegadamente. Lo que no le gustaba era objeto franco de sus críticas, y no le temblaba su autoridad ni un milímetro si tenía que felicitar a alguien, al director, el primero, por lo que había salido publicado.
Esa confesión que recibió Cebrián y que queda ahí, inscrita entre tantas cosas que se dicen hoy de Jesús en nuestro periódico, me sirve para recordarle en esa función que él valoró más que ninguna otra: la de lector. Era un editor de alma, como recuerda Pancho Pérez González, su socio leal; un hombre que vendía libros, como él decía, y como subraya Felipe González...
Esa esencia suya, la de lector, fue fundamental en su modo de ser; no se conformaba con las primeras impresiones (dice Daniel Gavela, que de tan cerca le trató), indagaba como un filósofo dubitativo, desconfiaba de los lugares comunes y despreciaba a los que se aupaban en el periódico para conseguir los afanes de su soberbia o de su vanidad.
No daba lecciones, sino opiniones; te escuchaba como si fueras el ser más listo de la tierra, y te devolvía ciento por uno el afecto que le prodigaras. Le quise mucho, es una de las personas de la tierra con quien más cómodo me sentí en la vida, y conmigo hay cientos o miles que alguna vez conocieron de veras el afecto y el respeto con que se prodigó y con el que ganó la confianza de periodistas, de colaboradores, de gobernantes, de opositores, de empresarios...
Anoche estuve en la capilla ardiente, después de muchas horas de trabajo en el periódico; escribí, con mucha emoción, un artículo que titulé La dignidad. En la capilla ardiente, a la que acudí tardísimo, estaban sus hijos, Ignacio, que le sucede en la presidencia de Prisa, Isabel, que ha sido mi jefa en Santillana y que es, para mi, una de las mejores compañeras de trabajo y de vida que he tenido nunca, María Jesús, que fue fotógrafa de nuestro periódico, y me acompañó en muchas de mis correrías de cuando yo era aun un chiquillo, y Manuel, que dirige los negocios del Grupo en Portugal.
Los sentí muy cerca; son gente respetuosa, educada y esencial, que han heredado del padre la expresión sincera del afecto y el deseo vital de que a los demás les vaya bien. He aprendido de ellos muchísimo, y lo que he aprendido de ellos lo he aprendido del padre; en esta hora del adiós de este gran hombre que también fue un gran amigo leal quisiera decir del mejor modo que sé cuánto duele que la mezquindad haya tratado tantas veces de ensombrecer la realidad de su vida, de su ejemplo y de su esfuerzo.
Estuve, por la tarde, en el periódico, recogiendo muchos de los menajes que vinieron; soy testigo, pues, de muchas emociones; acaso la que más hondo me llegó, porque él me la dijo como si estuviera tocando una herida propia, suya y nuestra, fue la de mi maestro Emilio Lledó.
Hoy es el entierro de Jesús, cuesta decirlo; ahora están a punto de sonar en Madrid las siete de la mañana y siento la extrañeza y el dolor en que se convierte la evidencia de una nueva soledad.