Hoy les iba a escribir de algo que me pasó uno de estos días y que me recordó una antigua anécdota de mi vida social. Bueno, lo voy a contar y luego diré qué me cambió el paso del tema de hoy. Hace algunos años invité a cenar a unas amigas en Santa Cruz de Tenerife; al principio de la cena una de las chicas me preguntó:
--Juan, ¿tú eres homosexual?
--La verdad es que no lo soy, le respondí, pero pude haberlo sido.
Le conté que tenía y tengo muchísimos amigos homosexuales; de hecho, le dije, casi todos mis amigos son homosexuales, pero yo no lo soy, aunque imagino que lo pudiera haber sido. Por si acaso yo siguiera avanzando en las explicaciones, ella me atajó:
--Ah, a mi me lo dijeron.
Con ese argumento tan poderoso --ah, a mi me lo dijeron-- cualquier argumento sobre lo que yo sé de primerísima mano no valía nada.
Pues uno de estos días me sucedió algo similar. Alguien dijo o escribió una información que yo sabía que era falaz, sobre un asunto que no era personal y que ahora no viene al caso, y se lo hice saber a la persona responsable de transmitir esa falsedad. La respuesta que obtuve se parecía como un huevo a otro a aquella que obtuve aquella noche: Ah, a mi me lo dijeron, que es un argumento universal y disuasorio, una especie de pared que se le pone a la razón para que ésta deje de existir.
Iba a escribir de eso, y de la exclusiva verdaderamente importante y reveladora que hace hoy en EL PAIS Ernesto Ekaiser sobre la vanidad de vanjidades del Gobierno de Aznar, y de hecho en medio de mi insomnio de hoy (no suelo tenerlo, pero anoche tomé manzanilla, mientras le hacía una entrevista a Arturo Pérez-Reverte, y la manzanilla me divierte pero luego me pasa factura) lo elaboré mentalmente, como si la estuviera escribiendo; pero esta mañana, después de las ciruelas y del yogur y del té verde, me senté ante el ordenador y descubrí una firma, Ana Padorno, entre los que escribieron ayer en el blog; introdujo su post en mi entrada La condición humana, y me ha emocionado hasta hacer cambiar el paso del día o de los días.
Ana Padorno es hija de Manuel Padorno, un gran amigo mío, un poeta extraordinario (ahora acaba de publicar Tusquets su Edenia), que falleció hace unos años, de forma repentina, cuando preparaba en Madrid un recital de poetas canarios en el Jardín Botánico. Padorno fue mi editor, el editor de mis primeras novelas, y a pesar de ello era un hombre inteligente, vital, generosísimo; había cambiado el curso de los días y de las noches, cenaba de día y almorzaba de noche, y desayunaba cuando soñaba; su casa era un templo de los libros y de la vida, siempre estaba a punto de ser feliz, como mi padre, y siempre estaba soñando, creyendo que todo podría ser bello y bueno y duradero.
En ese post Ana nos recuerda que su padre hubiera cumplido años el 30 de septiembre. Cuando él me llamaba me saludaba siempre así: "¡Ya, coño, Juanito!", y ella lo recuerda; es un saludo muy canario, muy entrañado en el lenguaje coloquial de la calle en Las Palmas, donde volvió a vivir con su mujer, la inseparable Josefina Betancor (Taller de Ediciones JB se llamó la editorial que tuvieron); tenía una casa en Las Canteras, bellísima, abierta al sol y a la claridad de la vida del mar.
Ese post de Ana me ha animado el día, lo ha llenado de sentimiento íntimo, interno, verdadero.
Les iba a hablar también de mi almuerzo con Julio Llamazares, un encuentro gratísimo en una sidrería donde hemos barajado tantos temas que parecíamos escolares haciendo planes, o de la conferencia, verdaderamente magistral, de Mario Vargas Llosa en la Fundac ión March, o de lo que hablé con Pérez-Reverte acerca de la colección de bolsillo en la que ahora van apareciendo todos sus libros, o de la tertulia que la casualidad me puso enfrente y que conjuntó a Ana Botella con Sáenz de Buruagua en la cadena amiga, Telemadrid...
Pero apareció el post de Ana Padorno y yo escuché nítido, en mi alma, ese grito de paz y de amistad con el que Manolo me recibía al teléfono, un número que mi memoria sigue registrando como si le fuera a llamar mañana mismo...
¡Ya coño, Juanito!