Ayer vine a Tenerife releyendo en el avión El tiempo amarillo de Fernando Fernán-Gómez. Su evocación del día en que su abuela le llevó a la Puerta del Sol a celebrar el advenimiento de la República sólo la puede escribir un cineasta. Estuve también leyendo periódicos, todos los periódicos, y escuchando a un ruso hablar con su mujer, que iba un asiento más adelante, lo cual le obligaba a gritar. Pensé en las palabras de los extranjeros, qué palabra tendrán para cansancio, o para algarabía, qué palabras tienen para los sentimientos que nosotros tenemos y que llamamos frustración o desidia o envidia o nada. En esos pensamientos viajé y leí, hasta que llegué a Tenerife, al aeropuerto del Sur, y entramos en la guagua que nos llevó a recoger las maletas. Me entró de lleno el aire de calor, salud y humedad que desprende el clima de las islas, y de pronto fue tan envolvente ese aire que sentí que estaba en el trópico mismo, en el Caribe, en Cartagena de Indias. Estaba a dos pasos del Médano, y cuando ya se pudo ver la Montaña Roja fue como si de veras llegara. Llegué. El mar estaba como un plato, no había viento y me tomé una ensalada en Playa Chica, desde donde Miriam Ocira, que escribe en este blog, una vez vio llegar a los cayucos, cerca de donde Natalia, que también escribe aquí, toma café leyendo la prensa, y pensando, acaso, en esas palabras que ahí quedan dichas sin más traducción que la que uno se sabe. Ahora es muy temprano aquí, y hay nubes. Mi mesa está llena de papeles. Salud.