Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

Alfabai, Artemisa y la Sociedad del Pero

Por: | 31 de julio de 2008

Ayer por la mañana me encontré en la Redacción del periódico a Diana, editora joven que fue de Alfadecai y ahora es de Alfabai, una editorial que está a punto de nacer. Llevaba en sus manos, y me dio, un ejemplar en pruebas de Algas rojas, de Lourdes Iglesias, una escritora joven de enorme fuerza, de una mirada extrañada y perpleja sobre la realidad, a partir de la poesía y del cine. Luego perdí el ejemplar, que decidimos que debía estar en manos de los compañeros de Babelia, y que ya tendría yo un ejemplar a su debido tiempo. Diana llevaba también otro libro en las manos; alcancé a ver el título, Artemisa, pero no alcancé a ver el autor o autora, lo averiguaré. Lo curioso es que por la noche cené con Marian y con Ulises, los editores jóvenes de Artemisa, una editorial canaria trasplantada a Madrid. Los dos no son sólo entusiastas editores, sino que constituyen una pareja que convierte cualquier acontecimiento o sugerencia en la posibilidad de una aventura y por tanto de un libro. Con ellos estuvimos hablando de las dificultades que hay hoy, en la Sociedad del Pero, para que se abra paso una cultura literaria que no dependa exclusivamente de las leyes abrumadoras del mercado, que es el que ahora impone su dictado. Cada día es más difícil que las editoriales, las grandes y las pequeñas, publiquen libros rabiosamente literarios, porque siempre hay una mano que se levanta --a veces en las propias editoriales, a veces en los medios de comunicación, muchas veces en las librerías-- gritando: "¡Eh, que eso no se va a vender!" Esa es la Sociedad del Pero, la que dice: "Esta película es muy mala, pero la han visto diez millones de espectadores", o "Este libro es muy malo, pero lo han leído diez millones de personas", y así sucesivamente. Mientras la Sociedad del Pero no deje paso a la Sociedad del Vamos a Ver o a la Sociedad del Ojalá, va a ser muy difícil que mejore la conversación literaria española. Ojalá estos habitantes de la Sociedad del Ojalá (Diana, Ulises, Marian) se abran paso y ayuden a quitarle al Pero el brillo perverso que ahora tiene. Ojalá.

La construcción de la ausencia

Por: | 30 de julio de 2008

Anoche vi Una palabra tuya, la película de Ángeles González Sinde a partir de la novela homónima de Elvira Lindo, con la que ésta ganó el premio Biblioteca Breve. La editorial que publica este premio, Seix Barral, tuvo la gentileza de invitarme anoche, y allí fui, al Roxy de Fuencarral, y me encontré con la directora, con la autora y con Antonio Muñoz Molina, su marido, recién llegados los dos de Nueva York. Elvira Lindo ha dotado su literatura de una honda, implacable ternura, con la que profundiza, a veces desde la comicidad, pero siempre desde una hondura que ha hecho de esta mirada una desolada mirada sobre el origen de la soledad contemporánea, en la desolación de los seres humanos. Y esta, Una palabra tuya, es la crónica de la construcción de tres soledades que se encuentran y desencuentran en medio de la ausencia y de la imperiosa necesidad del otro, hacia el que esas soledades corren como perseguidas por la mano inquieta y aviesa y en todo caso arbitraria del destino. González Sinde ha tomado esa atmósfera y la ha trasladado a imágenes, y ha puesto el corazón del espectador en un puño; trae hasta nosotros, con los materiales que ya están en la novela, la atmósfera creada con los mimbres sentimentales y dramáticos (teatrales, novelescos) de Elvira Lindo y se sirve, principalmente, de dos actrices que en este trabajo parece que no actúan; son Esperanza Pedreño, en un papel que parecía hecho para ella, para su manera de hablar y para su mirada, y Malena Alterio, cuyo rostro va acentuando las metáforas que la directora construye a partir de esos rasgos, contrariados, perplejos o felices; ellas le dan a Una palabra tuya la dimensión que ya está en la literatura y que hasta ahora sólo había podido construir la imaginación del lector. A partir de esta película, como pasa a veces con algunos libros, ya sólo se podrá leer Una palabra tuya teniendo en la memoria visual de lo que se lee el recuerdo de estos dos rostros que de manera tan eficfaz le han ayudado a Ángeles González Sinde a comunicar esa construcción de la ausencia, de la soledad, que es la literatura de Elvira Lindo. Al final de la proyección, aplausos y parabienes, y luego el calor de Madrid; atajamos para que no nos interrumpiera el paso el camión de la basura, que es, por cierto, un elemento fundamental de la novela y del filme, que, por cierto, se estrenará el 21 de agosto. Pero antes de tomar el taxi de vuelta a la casa, Eva, que hace su primer viaje transoceánico, nos mandó un sms: "¡Aterricé!", como si fuera Rodrigo de Triana advirtiéndole a Colón de que ya había llegado a América. Allí está, como Colón y como De Triana, muchísimo más tarde pero sólo once horas después de haber partido.

Ah, en las entradas de ayer de este blog, este colaborador imprescindible que es Alter Ego ha incluido una especie de Enciclopedia Elvira Lindo que ustedes pueden consultar dándole marcha atrás al día de hoy. Yo no sé dónde este hombre encuentra tantas cosas, pero hay que entender que es del Puerto de la Cruz, tierra de descubridores.

Para ser periodista

Por: | 29 de julio de 2008

Para ser periodista se necesita:

1. Ser veraz, tener los datos

2. No ser cínico, compadecerse

3. Escuchar, no escucharse

4. Creer, no desconfiar

5. Desconfiar, pero siendo noble

9. Preguntar, no interrogar

10. Repreguntar, no inquirir

Y así sucesivamente. ¿Me ayudan a hacer una lista más grande?

Ah, estuve ayer en la playa de Santa Cristina, con Antón Reixa, que vive allí, y con Manuel Rivas, que la vio nacer, casi; llovió, hizo sol, pasaron nubes, el cielo estuvo claro. Me encontré con un amigo de mi infancia, en el restaurante El Madrileño, donde almorzamos, una casualidad. Y nos hizo Xurxo Lobato una foto a todos juntos, en ella yo estoy hablando por teléfono, me llamaron en ese instante. Una raya más para el tópico. Cuando cumpla 60 años dejaré de atender al teléfono.

Cosme Orta

Por: | 28 de julio de 2008

No conocí a Cosme Orta; murió en mayo del año pasado. Contemplé la cara de consternación de algunos amigos, periodistas tinerfeños: Santi González, Leoncio González, Miguel García Morales..., cuando se supo la noticia. Detrás de esa consternación había una admiración verdadera, por el amigo muerto, por su personalidad y por su trayectoria profesional... Ahora acaba de aparecer un volumen con algunas de sus colaboraciones en un semanario del Diario de Avisos de Tenerife; él tituló esa sección Islas Salvajes, e Islas Salvajes se titula este volumen preparado por sus amigos Sergio Negrín y Leoncio González. Es una prosa periodística explosiva, escrita con la tranquilidad que dan la cultura y las referencias, y con la velocidad que dan el buen humor y la ironía; por ahí pasa de todo, desde la profesión (períodística) hasta la vida política o la vida cotidiana, y todo lo que toca es tratado con sensatez y hondura, con una exigencia civil que en todas partes hace falta y que en mi tierra hace falta muy especialmente. Cosme, que murió abruptamente, cuando no tenía mucho más de treinta años, representaba lo mejor del periodismo español, el que hicieron gente como Manuel Vázquez Montalbán, que tocó todos los palos y siempre dando la sensación de que eso se trataba por primera vez. Con un poder de metáfora que abre siempre los ojos hacia símbolos civiles o literarios inesperados, Cosme Orta sorprende siempre. Su muerte fue sin duda una pérdida enorme para sus amigos, y fue una catástrofe también para nuestro periodismo. Busquen el libro los que amen la prosa ágil, sutil y honda de los columnistas. Verán información y no sólo opinión, y esto en el columnismo español es cada vez más raro.

Y me voy ahora a Santa Cristina, en La Coruña, la tierra,l me parece, de Marina.

El malentendido

Por: | 27 de julio de 2008

Anoche estuve en el Auditorio de Santa Cruz de Tenerife viendo de nuevo la representación de Las mil noches y una noche, en la versión de Mario Vargas Llosa, con éste de actor y con Aitana Sánchez-Gijón de Sherezade. La dirección es de Joan Ollé y la producción, acogida aquí por el Cabildo, es de La Oficina del Autor, cuyo representante, mi amigo Pepe Verdes, aplaudía con entusiasmo en mi propia fila. Aplaudía todo el Auditorio; fue una representación redonda; los dos actores estuvieron contenidos pero vitales, frescos en el escenario, la música (con Toti Soler al frente fue honda y libre, como una ola de mar sobre la escena) y yo me metí en el texto y en la escena como pocas veces me he metido en una obra de teatro. A la salida se produjo eso que se produce después de espectáculos felices, que la gente se queda charlando en los alrededores del teatro, en este caso del Auditorio, y luego nos fuimos a mi hotel favorito en la isla, el Mencey, donde nos invitaron a un refrigerio, en los jardines, que anoche como nunca parecían el Jardín de los Finzi Contini, que es como los amigos llámábamos en la juventud a unos jardines cercanos, recordando la famosa obra de Giorgio Bassani. Al llegar al Mencey fui presentado a un señor, que me miró cejijunto; el señor es muy elegante, alto, fornido, y me extrañó su mirada en aquellas circunstancias tan felices. En seguida supe por qué me miraba así. Según él, hace muchos años (luego supe que en torno a 1965) yo le había hecho un reproche en determinadas circunstancias, en su propia casa y en función de mi actividad como periodista, y había espetrado 43 años para echarmelo en cara. Le dije: "Si fue así, hoy le pido disculpas, pero yo no recuerdo que eso se produjera nunca". Soy hipersensible a los malentendidos, estaría dispuesto siempre a aceptar mi culpabilidad si con eso se zanja la cuestión, aunque luego yo me guarde la piedra de haber sido mal entendido. Pero el señor no atendió a mi explicación, y se fue hacia otro lado, con lo cual el malentendido se quedó ahí, intacto. Yo le hubiera dicho qué hacía en 1965, estudiar Preuniversitario, o quizá primero de carrera, en La Laguna, escribir notas universitarias en el periódico La Tarde o en El Día, pero no podía ser yo, era imposible, ese periodista que acude a un señor para hacerle reproche alguno por cualquier actividad. No estaba entre mis posibilidades, y además jamás ha estado en mi manera de ser. Pero ahí se quedó, latente, el malentendido, como si fuera una piedra grande de aquellas de Chumy Chumez, blandiendo su perplejidad sobre mi cabeza creo que inocente. Y digo creo que inocente porque lo que ocurre con los hipersensibles a los malentendidos es que en algún momento del día nos preguntamos: ¿y si fuera verdad? ¿Y si yo hubiera vivido dentro del cuerpo de otro? Jamás sabré, imagino, quién es el otro con quien me confundió este buen señor que anoche me miró así en los jardines del Mencey. Jamás lo sabré, y acaso él tampoco. La vida es así, muchas veces troca la felicidad en incertidumbre. Por cierto, esta noche pueden ver de nuevo Las mil noches y una noche. Una metáfora feliz sobre la pasión de contar, que es la pasión de  Vargas, de Aitana, de Ollé, de Soler..., la pasión de seguir vivos siempre, contando.

Rafael Azcona

Por: | 26 de julio de 2008

Ahora hace un año que vimos por última vez a Rafael Azcona. Nos íbamos de vacaciones unos y otros volvían, y decidimos hacer una comida de bienvenida o de despedida, pero sólo estuvieron disponibles, aparte de Rafael, que siempre estaba disponible, hasta ese momento, Ángel Sánchez Harguindey, el compañero de El País, y Marta Donada, la amiga de la editorial Aguilar, gran amiga de Azcona y de todos nosotros. Azcona dijo que sí, que vendría, y como era el gozne, el presidente anímico de todos nosotros, hicimos esa comida exigua en comensales pero, ahora, grandísima en emoción y en recuerdo. Fuimos a la Penela, un restaurante gallego que está cerca de la casa de Rafael, y habitualmente buscábamos sitios cercanos a la casa del maestro. Era un día desapacible, como lleno de malos presagios; Madrid sufría un calor espantoso, pero al mismo tiempo había en el aire una brisa potente y desagradable, como del desierto. Se caían las hojas de los árboles como en una película del Oeste, o como en París-Texas, y el restaurante estaba ruidoso, también desapacible. Cuando vi a Rafael me di cuenta de que algo no funcionaba en su mirada, aquel hombre siempre alegre, optimista en la mirada y en la voz, forzaba una sonrisa que sus ojos desmentían. Ángel insistió, al final del almuerzo, en llevarlo a su casa, en el coche, pero Rafael rehusó el transporte, reiteradamente, como si quisiera marchar solo, a su modo, hasta su casa cercana pero algo distante. Y yo me fui antes: acababa de aparecer la noticia de que en Tenerife había un incendio pavoroso, y se me ocurrió que podía acudir a cubrir la información, y eso hice. Nos despedimos, y esa fue nuestra última despedida en persona. Dos días después le llamé, como hice siempre, desde que le conocí, un viernes de verano de 1996, y me dijo que no podía hablar, que estaba en el médico. Al cabo de un rato llamó él y me explicó, con la limpieza sentimental con que contaba todas las cosas, qué le sucedía. Unas semanas más tarde decidió no responder al teléfono, hasta que estuviera mejor, y, en efecto, cuando estuvo mejor recuperó la costumbre de comunicarse, hasta que ya sólo lo volvió a hacer por mensajes. Su desaparición definitiva, que supimos un lunes extraño de la última primavera, llenó mi vida de una verdadera devastación; unida a otras desapariciones recientes, de personas a las que he admirado por su entereza y por su dignidad, por su manera de mirar, esta de Rafael me dejó, nos dejó, sin una referencia moral, humana, y por tanto nos dejó más solos, como tantas veces nos deja la vida, esta puñetera vida, tan hermosa y tan difícil tantas veces. Perdonen el desahogo de hoy, pero hay aniversarios que parecen de nieve, y uno los toca sólo para saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada. Y a ver, por cierto, quién dice de quién es esta última frase, quiero ver la luz de una vela cuando está apagada, aparte de los que hayan leído Tres tristes tigres de Cabrera Infante.

Pongamos que me llamo Gantenbein y la cuenta del gas

Por: | 25 de julio de 2008

Hay libros imprescindibles, no porque con ellos te puedas curar la herida en un pie o porque gracias a ellos puedas cerrar las puertas, o abrirlas, o construir una pared o derribarla. Hay libros imprescindibles porque ellos prolongan tu vida, tus sueños; te hacen mejor y más rico, más abierto y más extrañado, más generoso y más íntimo. ¿Y cuáles son los libros imprescindibles? Cada uno tiene los suyos. Llegados a esta época del año, hay gente que me pide un recuento. ¿Cuáles son los libros imprescindibles del año? Esos libros no son trasladables, cada uno tiene los suyos. Le suelo preguntar a Lola Larumbe, mi librera, que es la librera también de algunos de ustedes, y que no es incompatible, cómo iba a serlo, con Mariano y La Clandestina, que me pase una lista de sus imprescindibles, que también serán los imprescindibles de algunos de sus clientes. A la espera de que ustedes me pasen sus propios imprescindibles y de que Lola me haga llegar los suyos, yo les voy a dar un imprescindible que se publicó en 1968, o por ahí, y que ha vuelto a mis manos después de muchos vericuetos. Me lo regaló un amigo, asmático como yo, Rafael Molina Petit, que era compañero de cuarto en el Colegio Mayor San Fernando de La Laguna; yo se lo presté poco después a mi amigo Julio Pérez, que entonces acababa de salir de la cárcel, metido allí por Gabriel Elorriaga, gobernador de Franco en Tenerife. Y Julio Pérez, que ahora es secretario de Estado de Justicia, fue a comer conmigo el otro día con un pequeño paquete de regalo en la mano, me lo dio, lo abrió con esa pulsión nerviosa con que uno abre las novedades. Y era Pongamos que me llamo Gantenbein, de Max Frisch, lo había editado Carlos Barral, y era el libro que me había regalado Molina Petit y que tanta impresión me dio cuando lo leí, hace cuarenta años. Ahora lo voy a leer de nuevo; es un libro imprescindible; a aquel que fui le debo esta lectura. ¿Y ustedes, qué consideran imprescindible, del pasado, de ahora? Los libros no tienen actualidad. Tiene actualidad la cuenta del gas.

La lealtad de publicar

Por: | 24 de julio de 2008

Por la tarde, en medio de un calor que se parecía al de México o al de Cuba cuando se calienta la caldera del Caribe, estuve tomando agua con gas muy helada con Miguel Aguilar, un joven editor, de Mondadori, donde lleva los libros de no ficción. Estuvimos hablando de grandes editores del pasado, de Jaime Salinas, de Carlos Barral; durante una época muy fructífera de éste en Seix Barral, Salinas fue un elemento decisivo del engranaje editorial que hizo posible aquella hermosa, inolvidable aventura. Luego le prestó a Alianza su sensatez y su inteligencia, y ya saben lo que fue y lo que es Alianza, tras el impulso de gente como Salinas, Javier Pradera y Daniel Gil. De ellos dos, de Salinas y de Barral, estuvimos hablando, y de lo que la sociedad cultural española les debe, que es mucho. Y la sociedad no lo paga porque ésta es una sociedad mezquina, preocupada por el comercio inmediato más que por la creación de cultura a partir de la cultura que ya existe. Si Atapuerca fuera del año pasado ya estaría cerrada Atapuerca, porque aquí lo que importa es lo que está ocurriendo, lo que acaba de ocurrir, excepto en lo que hace referencia a Atapuerca, que de vez en cuando (como en los informes de los consejos de administración) saca sus huesos a la calle y hace recuento de sus falangetas. Pero en fin, me fui con Atapuerca por los cerros de Úbeda. De lo que hablábamos, pues, era del, tejido cultural que significa la publicación de libros, y cómo en aquellos años arriesgados, aquella conciencia increada del cosmopolitismo español fue capaz de arrostrar la negligencia del franquismo y colocar a este país en la vanguardia de las culturas literarias del mundo. De eso hablábamos en medio del calor y ante sendas botellas de agua de Vichy, que tomamos como si acabáramos de abandonar el desierto. Y esta mañana me encontré (en el blog dedicado a Carlos Barral, precisamente) una deliciosa entrada de Pedro Ávila sobre un lance que se produjo en México cuando Barral observó que alguien ponía a Octavio Paz a caer de un burro. Y Barral, indignado por los insultos al gran poeta, retó a duelo al inquisidor. Y esto me trajo a la memoria uno de los elementos más valiosos y perdurables del oficio de editar: la lealtad, a los libros y a sus autores, y esa lealtad la mantuvo Barral por sus autores (y por los que no eran sus autores) hasta el fondo de sus obligaciones. Que Pedro (cantante, él le puso música a los versos de Ángel González, lo pueden ver en Youtube, les aconsejo que lo vean en Youtube) haya recordado esa anécdota, que yo no conocía, me ha llenado esta mañana de alegría y de reconocimiento. A Pedro y a Barral. Y eso quería decir esta mañana en que creía que iba a escribir sobre la placidez con la que Rita, la perra, duerme a los pies de la cama de Eva, que anoche se quedó a dormir en casa. Como Rita.

El criminal, el otro

Por: | 23 de julio de 2008

Karadzic iba por su casa como otro, un médico, un curandero. Participaba en tertulias, presentaba libros; se hizo una nueva biografía, se fabricó otra apariencia. Era otro. Curaba; el que mató curaba. Por la noche llevaba al criminal a su casa, y se quitaba la identidad ajena, la del otro, y se enfundaba, imagino, la identidad del criminal, en su memoria tenía que funcionar, otra vez, el recuento de sus víctimas, las sombras con las que viven su orgullo y su podredumbre. Volvía a casa, y era el otro, el mismo, y así sucesivamente, cada día, en una clandestinidad que a mi me ha recordado, fíjense por donde, la del criminal de Amsteten. En las fotografías se le ve a este serbio de pelo ondulado con un aspecto entre Valle-Inclán y Miguel de Unamuno, peinado con la lentitud de quien quiere ser otro en el espejo, es decir, en su alma, pero no podía callar ni sus ojos ni su voz. ¿Cómo sobrevivió en su falsedad? Los criminales nunca viajan solos, y en ese viaje hacia la otredad tuvo que recibir más de una ayuda; para hacerse una nueva identidad no sólo sirven el pelo y las gafas, es necesario que una mano te fabrique un pasaporte, un dni, un papeleo que sólo sirve si además tú eres capaz de introducirte con ellos en la normalidad de una vida nueva. ¿Cómo se introdujo? ¿Quién le abrió el paso? ¿Los que ahora lo han entregado? Uf. Finalmente, este criminal ha quemado en las manos y lo han soltado, han desanudado el nudo de su engaño, y lo han propuesto al mundo como si con su entrega lavaran una culpa, o dos. Ahora los que aceptaron su impostura sin saber que era él estarán recorriendo palabras y gestos y habrán dicho: Claro, era él. Y no era el otro, el otro nunca existió. Cuando en el alma hay tanta miseria esa miseria sigue en los ojos, aunque te disfraces de Gandhi o de curandero. ¿Es que  no le miraban a los ojos?

El temblor de la publicación

Por: | 22 de julio de 2008

En Calafell estuve con Malcolm, el nieto de Barral, que sale tanto en sus poemas. Estuvimos hablando del abuelo, claro, y a nuestro modo le rendimos un homenaje. Sobre Barral, el mejor editor de la posguerra española, el que construyó la biblioteca más arriesgada y profunda de la cultura europea (e internacional), floreció en España una selección de tópicos (no sabía leer los balances, dejó escapar Cien años de soledad, bebía) que nacieron, y crecieron, para ocultar el riesgo que asumió como editor y como intelectual: poner a España en hora. Y como luego era necesario taponar esa vía cultural, mostrarla como rara y también como defectuosa, hicieron caer sobre Barral todos esos tópicos, para que se viera que su vía había sido una casualidad y que él era un accidente editorial. Después de él las cosas no han sido mejores, ni peores, han sido diferentes; era un prototipo de editor que no dejó moldes, ni imitadores, era inimitable, pero lo que hizo está ahí, es una lista magnífica de descubrimientos. Él se constituyó, sí, en un caso excepcional, pero hubiera sido toda una historia si la mezquindad industrial no la hubiera interrumpido antes de que él llegara a los cincuenta años. Algunas de esas cosas dijimos, y algunas de esas cosas que pienso sobre Barral está ahí, transcritas, en esta mañana asolada de Madrid. Ante el nieto, que es editor, sentí la melancolía rabiosa de no tenerle ya a él para decírselo. Pronto se cumplirán nueve años de su muerte. Murió a los 61 años, en el otoño de 1989. Tuvo el temblor de la publicación, esa es la actitud que hay detrás de la decisión de dar a la estampa el manuscrito que recibes. En Malcolm vi esa fiebre tranquila de publicar los libros de los otros, y ese es un temblor generoso y muy especial. Sin ese temblor las sociedades serían diferentes, y sin gente como Carlos Barral este país hubiera sido más chato, insular, aislado.

El País

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