Tantos sucesos ayer. La mañana se despertó triste, tristísima; Simone Ortega, la madre de mi compañero Andrés Ortega, la esposa del hombre que tuvo la idea de fundar El País, José Ortega Spottorno, y sobre todo una gran dama, la gran dama de la cocina, como dice hoy este periódico, falleció de madrugada. De ella aprendimos todos alguna receta, de su magnífico libro 1080 recetas de cocina, que editó la editorial que fue de su marido. Ese libro proponía una cocina sencilla, práctica, posible; yo lo he abierto miles de veces por el lado de la receta del cordero, que me convirtió, en mi familia, en un experto en la cocina de esta especialidad: el cordero. Pero no había mérito alguno. Esa receta es tan precisa, tan pedagógica, como todo su libro, con la que ni siquiera un lerdo es capaz de perderse. Además, eran recetas de libertad: tú podías hacer lo que ella te aconsejaba, pero también te aconsejaba que te dejaras llevar por tu olor, por tu sabor, por tu manera de ser. Fue y es un libro imprescindible. Y ella era una gran dama: discreta, elegantísima; sonreía con sus ojos azules, y esa sonrisa producía bienestar interior, la sensación de que estabas bien donde estabas, con ella. Una vez me encargó, para uno de los libros que hizo, un capítulo sobre los quesos canarios, cuando aún no se comercializaban fuera de las islas algunos de los espléndidos quesos de nuestra tierra. Ella creía en nuestra gastronomía, y creía sobre todo en los quesos. Colaboré con ella con sumo placer. Y ayer recordé su sonrisa como se recuerdan los abrazos inolvidables de la gente que nos deja.
Por la noche, cuando iba al espectáculo Las mil noches y una noche, me encontré con dos colombianas alborozadas, Ximena Godoy y Adriana Jaramillo, amigas con las que he trabajado y con las que he compartido la preocupación por la situación de su país. Anoche, cuando las vi, me dieron la noticia de la liberación de Ingrid Betancourt, un hecho que ahora se convierte en una esperanza del fin de la guerrilla criminal de las Farc, capaz de condenar a muerte en vida a miles de secuestrados. Para el presidente Uribe y para su gobierno es también una noticia espléndida, que le viene, además, cuando más tupido era el nubarrón que se cierne sobre la relación de muchos de los suyos con los paramilitares. Que nada empañe la alegría ("no más llanto", como le decía Ingrid a su madre), pero esperemos que ahora siga sereno el ánimo para aprender del pasado lo que puede ser el futuro de ese país tan querido y tan hermoso.
Y Mario y Aitana. Las mil noches y una noche es un refrescante homenaje de Mario Vargas Llosa a la pasión de su vida, contar. A partir de los famosos cuentos de Scherezade, que encarna con vigor y gracia sutil Aitana Sánchez Gijón, Mario (que se convierte aquí en un consumado actor, preocupado por su presencia en la escena, a veces narrador y a veces personaje, siempre actor) ha construido una fábula que rinde homenaje a ese episodio fundamental de la narrativa de todos los tiempos, y se dibuja, siempre, como el escritor que también hubiera querido escribir esos relatos, y de hecho al final le vemos dibujando en el aire su propia escritura, después de haber simulado escribir en árabe los cuentos de Las mil noches y una noche. Ese detalle, que ha resaltado con mucha inteligencia Joan Ollé, el director de este momntaje producido por La Oficina del Autor, es un espléndido hallazgo que dio paso a unos aplausos que se rindieron ante el montaje y que también nos aliviaron del frío que nos entró a medianoche a los que estábamos allí, en los jardines de Sabattini de Madrid, donde hoy y mañana pueden volver a contemplar ustedes esta metáfora del cuento que ha reescrito con pasión Mario Vargas Llosa, con la complicidad divertida de Aitana y de Ollé y de muchos de los que estaban viéndoles.