Ahora hay truenos sobre Cazalla de la Sierra, un pueblo de la sierra norte de Sevilla, pero ayer había sol y alboroto, y una boda italiana en el palacio de San Benito, una construcción del siglo XI que fue reparada en el siglo XVI y que en el siglo XXI fue convertida en un palacio y en un hotel por Manuel Morales de Jódar y por su compañero Carlos Marañón. Manolo dice que él quiso hacer que los sueños de tener un palacio se cumplieran aquí, y puso todo lo que tenía, imaginación y antigüedades, al servicio de un espacio insólito en el que la historia le da la mano a los sueños, por decirlo como a él le gusta. Pero esto del palacio fue después. Nosotros llegamos a Cazalla, en autobús, a mediodía, y caía sobre el pueblo el manto grisáceo del calor, hasta que se rompió el cielo y apareció el sol andaluz; cuando aparcó el autobús, la megafonía de un coche anunciaba una corrida de toros, y la calle estaba llena de recién casados, que por alguna razón todo el mundo se casa en Sevilla en septiembre. En aquella atmósfera que parecía hecha para que la filmara Berlanga estábamos nosotros como convidados a una boda muy especial, propia de italianos o en todo caso propia de la familia Marangoni, a cuya cabeza de familia, Federica, conozco desde hace veinte años. La conocí cuando expuso su obra llena de mariposas de luz en el Instituto Italiano de Cultura, y después de aquella visión múltiple de mariposas volando en medio de la luz y del susto, seguí viéndola, en Barcelona, en Venecia y en Tenerife, así que ahora soy amigo de ella y de su familia, de su marido, Gigi Marangoni, y de sus hijos, Giorgia, Elena y Lorenzo. Y era Lorenzo ayer el protagonista de esta fiesta que tiene dentro por lo menos el caracter insólito con el que a veces nos sorprenden estos italianos. Lorenzo vive desde hace diez años con Valentina, y tienen una hija, Beatriz. Beatriz les convenció para que se casaran al fin, y Manolo les convenció para que lo hicieran en Cazalla, según el rito católico. Invitaron a amigos suyos de muchas partes, y ayer fue la ceremonia, en una iglesia que también tiene la antigüedad del palacio, bendecidos por un cura andaluz que sabe italiano, y celebrados por un grupo de Cazalla que le cantó al final una salve rociera. Luego arroz y confetti, y todo lo que hay en las bodas, y la fiesta posterior en el palacio que Manolo y Carlos restauraron para que se pareciera el sueño que Manolo describe con la gracia de Cazalla. En medio de aquella fiesta me encontré con una venezolana, Milagros Maldonado, que lucha ahora para que no se descuide en Venezuela, su tierra, uno de los pulmones del mundo, una extensión enorme de terreno que es como Doñana multiplicada, y con una periodista italiana, Adriana Sartogo, que fue la que descubrió a la joven estilista del Vaticano que es responsable de cómo se visten allí los curas. Después fuimos a escuchar música, y allí apareció un grupo, Alboroto, que le puso a la algarabía de la boda voz, ritmo y baile; bailaban los niños y bailábamos los viejos, y todo me hizo pensar que estaba en medio de una película que alguien estaría filmando en algún sitio para regalársela a Berlanga o a Alberto Sordi. Esta mañana me he levantado temprano y ya estaban desayunando los italianos. Se despiertan pronto, por eso llegan antes. Allí estaba Adriana, por ejemplo, y Elena Marangoni, tomando pan y aceite como dos andaluzas de Cazalla. En medio del desayuno, un trueno avisó de que ya es otoño en España. En Italia, me dijo Elena, llegó hace una semana. Se adelantan, y se divierten más, los italianos.