Ahora Pedro Almodóvar es un cineasta mundialmente famoso, una estrella; conserva el aire de un artista primerizo y melancólico, eso no se lo puedo quitar, y probablemente eso es lo que le ha hecho grande, la melancolía, ese poder extraño que reside en los ojos y sigue ahí mientras duran la creatividad e incluso la vida. Le conocí en la casa de unos amigos, en torno a 1980, cuando aun trabajaba en Telefónica y era el autyor desconocido de cortos geniales; en seguida irrumpió en el firmamento de la fama. Ha huido de ello a veces, y a veces ha entrado de lleno en el espejo que la fama le puso. Pero ha seguido siendo Pedro mucho más allá de las aclamaciones, aquel Pedro. Anoche soñé con ese Pedro, es curioso; estábamos en su casa, en una azotea nocturna; su padre estaba vestido de blanco, y vino a la cocina a explicarle a Pedro que aún estaba en la casa un tipo al que él no conocía bien. Pedro acariciaba una vaca muy dócil, a la que acariciaba sobre todo el lomo. La vaca era su fetiche, decía, después de cada estreno metía una vaca en casa, le daba suerte. Pero el padre insistía: hay por ahí gente que no conozco. Entonces acompañamos a Pedro a la espléndida azotea rara, y all´había un montón de gente que yo conocía, entre ellos varios periodistas, uno de los cuales fumaba sin descanso, y yo me acerqué a preguntarle por qué fumaba. En la azotea había tendederos vacíos, y Pedro iba caminando y tocando los alambres del tendedero. Después me desperté, muy temprano, y me pregunté qué debía hacer con este sueño. Y pensé que quizá la mejor manera de recordarlo era contarlo aquí, como un homenaje a Pedro y como recuerdo de un extraño sueño que quizá sólo él pueda descifrar.