Hubo algo que me ocurrió ayer por la mañana que me reafirma en la casualidad de la vida, este hilo que nos junta con lo que ocurre y que al mismo tiempo nos puede desprender de lo que pasa, en un instante, en ese instante que Kipling dice que media entre la victoria y el fracaso, por usar esas dos palabras impostoras. Íbamos hacia Alcalá de Henares, a la entrega del premio Cervantes a Juan Marsé, y me puse a leer en el asiento trasero del coche; a leer y a escuchar la conversación de mis compañeros de viaje. En un momento determinado de la lectura entró en mi cabeza un resplandor lateral, muy definido, claro, restallante, y por un momento perdí la noción de lo que sucedía, como si fuera un dolor redondo, tangible, situado en todo el cerebro, maligno pero perfecto. Cuando llegamos a Alcalá, el compañero que iba conduciendo decidió aparcar, y nos dejó en una esplanada soleada y grande; busqué asiento, traté de que nadie alrededor conociera el alcance de mi incertidumbre; el dolor seguía, pero el resplandor lateral fue cediendo, pero me sentía incapaz de abandonar el asiento improvisado, así que agradecí que el compañero tardara entre su entraba al aparcamiento y su reaparición como peatón. En el transcurso de la dolencia recordé mucho al doctor Lozano, mi amigo, que me habló de este dolor cuando ocurrió en otras ocasiones, y ahora no recuerdo cómo definió, médicamente, la naturaleza del resplandor. En fin. Aquello fue cediendo, pero el dolor duró todo el día; me acompañó en la entrega del Cervantes, pero seguí simulando; me alivió escuchar a Marsé, en un discurso en el que Juan combinó la crítica cultural con el comentario sociológico y la expresión familiar de sus pasiones, que en muchos casos son sus amistades. Luego estuvimos en el patio del paraninfo alcalaíno, hasta que nos fuimos y escuchamos a la tuna repetir su escenografía de cada año; vimos a los nietos de Juan, a sus hijos, a sus amigos (Joan de Sagarra, Pilar Aymerich, Lluis Izquierdo, Yvonne Barral), vimos a Joaquina, a Manuel de Lope..., a muchas figuras que son imprescindibles para entender que Juan es una inmensa geografía humana, siendo tan huraño y tan solitario, la cantidad de gente que concita a su alrededor y que le quiere... Volvimos a Madrid, y el dolor siguió martirizando mi cabeza cansada, escribí sobre Marsé, corregí una entrevista que le hice a Ramón Jáuregui, y luego fui, con Manuel Vicent, con Ángel Sánchez Harguindey y con Julio Llamazares al espacio de la librería de Ivory Press, en la calle Comandante Zorita, a hablar de libros, ante la presencia de Elena Foster y de un gentío. Me extrañó ver tanta gente en una librería nueva escuchando hablar. Estuvieron muy brillantes mis compañeros, hablando del pánico que hay ahora en las estanterías: ¿tendremos libros digitales, tan solo, se morirá el libro? ¿Cómo será le lectura en el futuro? Yo les hice preguntas, y haciendo preguntas se me fue aliviando el dolor, hasta que nos invitó Elena a un vaso de vino y a unas lonchas de jamón, y entonces creo que se alivió ya casi del todo el dolor restante hasta el punto que pensé que todo es casualidad, la vida, el dolor, la felicidad, la incertidumbre y el amor. O la duda.