La alegría que se siente en la Feria del Libro de Guadalajara por la noticia de la concesión del premio Cervantes a José Emilio Pacheco no tiene que ver sólo con la admiración que despierta su obra, reconocida en toda la lengua española como una indagación implacable en las razones de la melancolía. Tiene que ver también con el enorme aprecio que esta figura singular despierta allá donde va. Esa capacidad de afecto nace de su ausencia de envidia y de otros defectos que son tan naturales en el oficio de poeta y en general en todos los oficios del hombre. Es un gran poeta, y a esa grandeza que está en sus versos (y en su prosa) este hombre de la estirpe genial de los grandes mexicanos, él le añade una bondad rara, que es la que ayer, con sus versos, agitaba el amor que se le tiene en Guadalajara y en cualquier sitio. Viva José Emilio, y viva su poesía viva.
De nuevo en América. Esta Feria Internacional del Libro de Guadalajara es mágica, incesante, llena del poderío que tienen las cosas que nacen desde abajo. Las salas donde los escritores, desde Orhan Pamuk a Carlos Monsiváis, desde los más anónimos a los más encumbrados, leen sus libros o discuten sobre ellos, están permanentemente llenas de público, que pregunta, indaga, está en desacuerdo y escucha con enorme atención, en un silencio que parece sobrenatural en gentíos así, lo que les gusta y lo que les disgusta. Es, sin duda, la feria del libro más importante del mundo en nuestro idioma; se mantiene porque es una buena idea, y porque es necesaria; se convierte en el lugar de un eco, es una manifestación de la importancia cada vez más evidente que han tomado la literatura y la comunicación global en este idioma. Venir es ya una obligación de editores, libreros y autores; el encuentro es, para muchos, un trampolín y una saludable manera de debatir sobre lo que se piensa, se crea. Que el público responda con este entusiasmo es un estímulo que conviene tomar en cuenta para imitar su fórmula en otras ferias o en otros acontecimientos culturales. A partir de hoy haré algunas crónicas sobre lo que oiga y lo que vea, para elpais.com. Y aquí seguiré contando también lo que vaya saliendo al paso.
En esta madrugada de México leo la noticia de que a Joaquín Almunia lo han nombrado vicepresidente de la Comisión Europea. Es una noticia que me ha dado mucha alegría. Almunia es uno de los políticos más sensatos y trabajadores que ha dado la política española de la democracia; su paso por los gobiernos socialistas dejó siempre, desde mi punto de vista, una estela de esa laboriosidad y de esa sensatez; su fracaso electoral del año 2000 le retiró de la primera fila de su partido y de la lucha por el poder; pero su trabajo en la Comisión Europea, un modelo de independencia de criterio, de defensa de lo que se llamaría todavía la idea de Europa y de sentido común, ha puesto su personalidad y su nombre en el lugar de prestigio que se merece. Este puesto le da a él ahora en la construcción de una Europa distinta un papel singular, del que el Gobierno español (éste, el que venga) tendría que aprovecharse. Almunia es un gran negociador y un gran consejero, y la política española de ahora no está sobrada de estos elementos. Cuando lo nombraron portavoz de su grupo en las Cortes, después de la primera derrota electoral de los socialistas en 1996, le regalé un libro de Manuel Rivas, En salvaje compañía; y a lo largo del tiempo le he ido regalando libros concretos en momentos concretos de su vida, aunque el último, Anatomia de un instante, de Javier Cercas, fue porque creí que a él le interesaría muchísimo ese asunto que vivió dentro del Congreso. Ahora le voy a enviar la biografía de Manuel Azaña escrita por Santos Juliá. Y quería trasladar aquí mi alegría por ese nombramiento, una alegría genuina por algo que sucede en torno a alguien que siempre ha despertado en mi el sentimiento de nobleza y honestidad que la política tiene que despertar en quienes la vivimos viéndola.
Acabo de llegar a México. Esta mañana he ido a desayunar con Ángeles Mastretta, la ilustre bloguera, y llegué anoche, muy cansado de un viaje que no respeta el lumbago ni el sueño. Vengo a cubrir la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, como casi cada año. Es un acontecimiento lleno de energía; me gusta estar. Se inaugura el sábado. Les mantendré informados de lo que vea por ahí. Y ahora dejen que vuelva a hacer las maletas, que me espera la conexión con el aeropuerto de Jalisco. Hace buen tiempo en México, y estoy cerca de Chapultepec, donde está el monumento que se le dedicó en 1973 a León Felipe, el poeta de la voz contra la pistola. Ese acontecimiento me trajo por primera vez a México. Tantos años después, aquel recuerdo sigue formando parte de mi mejor memoria. Salud y hasta cuando haya más sosiego para escribir.
Cuando la primera guerra en el Golfo, el periódico me envió a Coria, Extremadura, a entrevistar a Rafael Sánchez Ferlosio, que entonces como ahora prefería ocuparse de la política y de las guerras que de escribir novelas. La entrevista debía ser a mediodía, pero a lo largo de la jornada Ferlosio decidió que tenía que pensarse muy bien lo que hubiera que decir, así que terminamos haciendo la entrevista después de medianoche, en una habitación del sótano de su casona familiar; durante el día estuvimos caminando a la ribera del río, tomando chuletas asadas, riendo de las ocurrencias de Rafael y escuchando las consecuencias de un genio contradictorio y fresco, ensimismado y volcánico. Fue una experiencia periodística y personal estupenda; al contrario de lo que puede parecer, porque se muestra muchas veces enfadado y colérico con lo que sucede, con la política y con las guerras, Ferlosio es un hombre tímido y cariñoso, escucha con gran paciencia y es al mismo tiempo impaciente, y es un callado hablador, habla cuando ya se sabe el asunto, jamás improvisa una respuesta, gy mientras tanto guarda silencio, aparentemente huraño; sus artículos son como paredes que va construyendo hasta que ya no quedan más resquicios o más preguntas. Y si quedan preguntas, vuelve a escribir; es un incesante creador de dudas propias. Ayer le dieron el premio Nacional de las Letras. Para él eso es lo de menos; nunca buscó reconocimientos sino palabras, y así sigue. arañando en ellas, como Ganivet o como Unamuno, miembro de un tipo de español que no quiere saber nada con la respiración de la banalidad. Aquel día en Coria le hicieron una fotografía en la que se le disparando sin escopeta, al aire, risueño; dispara así, contra la estupidez, a favor de la claridad, desde la duda.
Hizo anoche Antonio Muñoz Molina un ejercicio muy estimulante en la Residencia de Estudiantes de Madrid; fue algo muy especial; ha escrito un libro importante, del que ya hemos apuntado algo aquí, pero lo que hizo anoche merece ser resaltado como un hecho significativo en su manera de concebir la literatura y, cómo no, la vida. En lugar de hablar directamente del libro, de lo que éste supone en su trabajo, de lo que significa, también, como búsqueda de la raíz de la mayor catástrofe española del siglo XX, la guerra civil, el novelista desgranó en la presentación los nombres propios, de personas o de instituciones, que han tenido que ver con el edificio narrativo que presentaba, las mil páginas de La noche de los tiempos. Esa larga lista de gratitudes es un libro en sí mismo, o al menos merecería figurar en el libro con toda su suculenta marca de asociaciones, tan propias, por otra parte, de la literatura detenida, detallista, de Muñoz Molina. Desfilaron por ahí desde sus hijos a los ferrocarriles viejos de Estados Unidos, pasando por don Pedro Salinas y su hijo Jaime, o Luis Buñuel, o su amigo Manuel Rodríguez Rivero, hasta su editora Elena Ramírez, de Seix Barral, quien por cierto dijo en la presentación que en este libro se pueden oler hasta las jaras del 19 de julio en Madrid. Fue, desde mi punto de vista, una presentación excepcional, en la que el novelista acometió un dificílísimo pero nutritivo panorama de su pasado, que es la incesante fuente de su literatura. Me gustó ir, y al contrario de lo que pasa en las presentaciones que parecen misas, no me distraje ni un minuto, lo escuché todo.
Ahora hay muchos periodistas especializados; son expertos, escriben de lo que saben, tienen sus secciones fijas, se documentan y van aprendiendo más de lo que saben. Pero muchos periodistas somos, por decirlo así, generalistas, sabemos de lo que vamos aprendiendo, y tocamos todos los asuntos, o casi todos, que nos salen en el camino. Es posible que ese sea, por llamarlo así, el viejo periodismo, pero también es periodismo. Aunque últimamente prolifera el periodista que, sin ser especialista en nada, funge de especialista en todo. Me refiero a los que participan en tertulias (en las que participo yo también) y escriben en la prensa y tienen claro, de inmediato, su juicio sobre la raíz de lo que ocurre. Con esto del secuestro del Alakrana he visto a muchos comentaristas que ya sabían (sobre todo cuando acabó el secuestro) qué había que hacer con los piratas, con la nave, con los pescadores. En una de estas tertulias propuse que el Gobierno tendría que haber renunciado a su propio (y cuestionadísimo) gabinete de crisis para componer uno en el que hubiera tan solo periodistas y ejecutivos de la Oposición, que en todo momento tenían claro (aunque con ideas contradictorias de un minuto para el siguiente) cómo había que abordar (nunca mejor dicho) el delicadísimo problema. Con estos periodistas que se lo saben todo, por otra parte, para qué quieren especialistas, e incluso políticos-especialistas, que también los hay.
Dice hoy Antonio Muñoz Molina en la entrevista que le hace Jesús Ruiz Mantilla en Babelia algo muy interesante sobre la naturaleza de la narrativa. Cuenta que mientras escribió La noche de los tiempos, su última novela, que acaba de publicar Seix Barral, sintió la necesidad de familiarse con los detalles que constituían la vida cotidiana de su personaje, un arquitecto al que la guerra civil le hunde la vida, por decirlo pronto. Y dice Antonio: "Sí, yo quería saber cómo era un billete, como era una postal. (...) Qué había en los bolsillos de ese señor, qué se sentía al tocar un periódico". Y añade: "Me invadió una forma insensata de romper la barrera del tiempo". Es, para mi, una manera muy gráfica de explicar lo que se siente leyendo algunos libros, y sin duda el suyo: como si se traspasara, como en el libro de Lewis Carroll, el espejo, como si éste quedara hecho añicos, y uno fuera por detrás a ver cómo es la vida que nos contaron y que ocurrió mucho antes de que estuviéramos en disposición de contemplarla. Leí esa declaración de Muñoz Molina que me parece tan sugestiva después de leer especialmente un capítulo de su libro en el que un tipo engreído mantiene una conversación incómoda con el protagonista del libro, ante una norteamericana que habría de ser la amante de éste. Esa conversación, su tono, el metal de que está hecha, parece consecuencia de la osadía de la que habla el novelista: rompìó la barrera del tiempo, se puso ante los personajes y trasladó a este tiempo la esencia de aquel diálogo tensísimo como si uno mismo ahora lo estuviera escuchando. Lean el libro; es un ejercicio extraordinario de comprensión de una época, pero también una indagación en el sentido que tiene esta en la que estamos viviendo. La barrera del tiempo la rompen los hombres, y a veces viejas conductas comunican con estas y la vida se convierte en un continuo que jamás se sabe dónde y cómo comenzó.
Se percibe en la atmósfera política y periodística española una peligrosa y arriesgada propensión a repetir aquí el clima que hubo a partir de 1993 y que concluyó tres años más tarde cuando la conspiración periodística que, según él, comandó Luis María Anson, alcanzó sus últimos objetivos, que el PP ganara las elecciones. Las habría ganado de todos modos, o no, pero lo cierto es que aquellos periodistas que magnificaron los escándalos dijeron, en cuanto el PP subió al poder, que los ganadores les debían el clima que hizo posible la desestabilización del último Gobierno de Felipe González. Como el PP no pagó ese favor, o no parecía que se lo pagaba a todos, Anson salió a la palestra para reclamar a los ganadores, y fue entonces cuando contó lo que él mismo llamó la teoría de la conspiración. Ahora se observa otra vez que algunos periodistas se comportan más como parte del aparato político que del aparato informativo, por así decirlo, y se está produciendo en las ondas, en algunas televisiones y en algunos rincones de la prensa, otra vez, la confusión entre lo que es la profesión y la pasión; por otra parte, en el Parlamento vuelven vientos de fronda; la oposición ha pedido, después del caso Alakrana, hasta tres reprobaciones de ministros; y una cuarta, porque Rubalcaba le dijo a un diputado contrario que le escuchaba y le veía. En fin. Se está produciendo ese clima, o al menos yo lo percibo, y no hace falta ser un lince para esperar, por decirlo así, que siga aumentando, hasta que llegue la pausa de las vacaciones navideñas. Luego vendrá la cuesta de enero y el ruido nos hará sordos. Es más, ahora yo creo que ya nos estamos quedando sordos.