Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

El auto de Matas

Por: | 31 de marzo de 2010

El auto judicial emitido ayer en Palma a partir de las declaraciones de Jaume Matas, ex presidente balear y ex ministro, va a ser ahora la pieza a la que se agarren los que dicen que respetan a los jueces hasta que los tocan a ellos. Como el lenguaje se entiende, expresa la arrogancia del político en sede judicial, y explica cómo a cada pregunta había una suma más de desprecio hacia el sentido común jurídico o civil, los que buscan en el juez al culpable ya han empezado a movilizar su correa de transmisión: no hay derecho a un auto así. Debe ser porque se entiende. De modo que ahora se desplaza la mirada hacia el dedo y se quiere olvidar la luna. Atención a ese auto, que hoy publica íntegramente EL PAÍS en internet: es un compendio interesante de lo que algunos políticos desaprensivos consiguen que sea su idea del servicio público, a partir de la cual lo organizan todo para que nada les vaya mal, ni el sueldo, que a fin de cuentas resulta fraudulento porque se hace sumando lo que no se dice, lo falso, lo oscuro y lo opaco. En el auto se pone en claro lo que el ex presidente quiso difuso, y el juez logra esa filigrana a pesar de la escasa cooperación que el político le prestó, confundido quizá por la creencia de que el cinismo es también una respuesta. Matas ordenó y mandó como el supremo hacedor, y luego le echó la culpa a sus subordinados, lo cual añade mezquindad a su cinismo. El del juez Castro es mucho más que un auto, es un relato sobre la falta de sustancia de Jaume Matas, que ejerció el poder de manera impune y ahora ha querido explicar en sede judicial que así es como se hacen las cosas.

Ribeiro, Ribeyro: Gracias al señor Klassen por subrayar el error. No me importaría que cambiaran mi zeta por una ese, pero tiene usted razón, no es correcto poner y donde es i. Si hay algún descargo (espero que no como los de Matas), debo decir que fui editor de Ribeyro el peruano y de Ribeiro (Joao Ubaldo, el brasileño; este era un hombre grande, divertido, ruidosamente risueño: todo lo contrario que Julio Ramón) y desde entonces se me bailan las letras, como algunas vez se me bailan los nombres, pero esta es ya otra historia. Agradezco mucho su comunicación, señor Klassen. Por cierto, con y o con i, lean a Ribeyro, y luego lean a Ribeiro, o viceversa.

La tentación del fracaso

Por: | 30 de marzo de 2010

Ayer me decía Juan José Millás que un antecedente literario de lo que ahora llamamos blogs es La tentación del fracaso, el conjunto de diarios del escritor peruano Julio Ramón Ribeiro. La casualidad librera hace que este libro esté al lado justo de donde yo escribo cada día, así que lo agarré en seguida y anoche estuve embebido en esa prosa autodestructiva y diáfana en la que aquel escritor flaco que vestía de blanco pero subrayaba de negro todo lo que veía describe su vida diaria, desde los años 50 del pasado siglo hasta 1978. La edición que tengo es la de Seix Barral, y estuve subrayándola, como si temblara el bolígrafo a medida que se hacía más evidente la despiadada rotura de los espejos en los que se miraba el autor de Los gallinazos sin plumas. Ese carácter autodestructivo, apoyado en una prosa exquisita que él desprecia cada vez más, recuerda ahora la actitud literaria (y vital) de Fernando Vallejo, el escritor colombiano de El don de la vida, que como Ribeiro es delicado de aspecto, enjuto, pero escribe como si fuera una piedra contra los bienpensantes y contra los burócratas. "Mi sensibilidad se ha agudizado en París hasta límites enfermizos", escribe Ribeiro en una entrada de septiembre de 1953. Había dejado los diarios, se hallaba indignado con la vida, y despreciaba la vida cotidiana en aquella ciudad sofisticada y estúpida. En ese momento decía: "No puedo soportar a una persona más de cinco minutos, un resplandor crudo me produce desvanecimientos, una mujer bonita me sacude como un puñetazo, una situación embarazosa me pone al borde del llanto. Parezco un molusco cubierto de pequeños cuernos retráctiles, que se repliegan al contacto del mundo exterior". Los diarios de Ribeiro son así, lúcidas luciérnagas oscuras. "Hay algo que anda mal en mí y que me hace inepto para la felicidad". Sus libros parten de estos materiales; como él dice, a veces los libros son mensajes cruzados con estos diarios. Leerlos es tocar a un hombre que era un escritor, alguien que se sacude la solemnidad de vivir y se apresta a conducirse como un mendigo, desapareciendo, siempre desapareciendo, como si su cuerpo fuera una carcasa y al fin vacío. Un antecedente de los blogs, dice Millás. Un antecedente de los blogs y del propio proceso mental de la escritura: antes de que ésta se produzca él la tacha, con violencia él es el primero que se hiere, a primera sangre.

Rita y los chatarreros

Por: | 29 de marzo de 2010

Rita vive ahora con nosotros; la ha traído Eva, y aquí están las dos, mientras se arregla la casa en la que viven. A mi me gusta sacar a Rita por las mañanas. Me dijo Juan José Millás el último miércoles que durante algún tiempo padeció de dolores en el hombro, y un médico le aseguró que esos dolores eran causados por los tirones que le daba su perro. No sé si los dolores que tengo en el hombro serán ocasionados por los tirones de Rita, pero sí es cierto que la perra tira, con mucha fuerza, cada vez que intento conducirla por las calles, ahora frías de nuevo, de este barrio en el que vivimos. Me gusta, de todos modos, descubrir con ella la monotonía de las mañanas, que es el tiempo sin sorpresas. La noche es distinta: la noche es como una sombra en la que uno va abriéndose paso como si estuviera descubriendo datos en medio del bosque de la memoria. A Rita le gusta mucho observar los gritos; los gritos (el gol, una llamada, el ruido del interfono, el sonido del teléfono fijo) son para ella elementos de muchísimo interés, a los que atiende como si los quisiera imitar; y como no sabe cómo imitarlos, ladra, que es lo que sabe hacer. En casa hemos adquirido la costumbre de no gritar los goles, para que no se excite Rita, pero ella sigue excitándose porque ya ha identificado como gritos de goles la euforia de los locutores. Ahora ha descubierto, en esta calle, los gritos que anuncian la presencia del chatarrero, que viene los lunes a buscar mercancía. Esta mañana lo hemos escuchado cuando salíamos a la puerta de la casa (¡¡¡chatarrero!!!) y Rita ha mirado como si se hubiera producido una novedad más en su vida de perra. El chatarrero ha seguido caminando, en busca de sus aventuras humildes, y Rita lo ha perseguido con la mirada como si quisiera seguir su camino, buscar con él lo que éste se propusiera encontrar. Mientras tanto yo estuve recordando mi época infantil y adolescente de chatarrero, cuando buscábamos por los barrancos cosas de plomo, o de hierro, desechos de bronce, nada hecha pedazos, todo lo que hubiera de los desperdicios sólidos que la gente humilde de la posguerra tiraba porque ya no daba más de sí. Un tío mío, que tenía una empresa de chatarra, nos daba unas perras, y nosotros, los chicos del barrio, sentíamos que poco a poco ese dinero nos daría para cumplir cualquier sueño. No tengo ni idea de lo que pensaría Rita mientras gritaba el chatarrero, pero a mi ese grito me llevó al barranco silencioso de mi niñez.

Las cosas que se pierden

Por: | 27 de marzo de 2010

Recomiendo mucho El museo de la inocencia, de Orhan Pamuk, una gran novela acerca de un ingenuo perverso que se enamora de su prima en el Estambul de los setenta, la va a visitar a diario durante años, y en medio de una lucha platónica por obtener su amor va robando cosas de la casa hasta que, con todo lo robado, constituye un museo en el que deposita cada uno de esos objetos cotidianos pero insólitos con los que se ha ido haciendo a hurtadillas. La novela parece plana hasta que en determinado momento uno se convierte en el propio personaje que acude cada noche a la casa de los padres de la chica y asiste atónito al robo diario, que es cada vez más monótono pero también sofisticado. Leyendo esa novela pensé que no estaría mal convertir en museo el conjunto de todo lo que uno ha ido perdiendo en la vida, a lo largo de los años. Lo más lejano que recuerdo de todo lo que he perdido es una pelota de color butano que se quedó alojada, y fuera de mi alcance, en la vieja azotea de ladrillos de mi casa; después me acuerdo de un papel de Pagos al Estado de 5.000 pesetas que era vital para mis padres, y que al fin encontró un vecino que caminaba siempre muy atento a lo que hubiera en el suelo. En tiempos más próximos recuerdo otras pérdidas menos inaugurales, más prosaicas porque ya no quedan en la memoria como esas primeras pérdidas que son hijas a la vez de la inocencia y del estupor, cuando uno cree que confesar la pérdida es confesar a la vez un fracaso y un desastre. Ahora las pérdidas se asumen como se asumen los ruidos chiquitos, uno las va aceptando incluso en el proceso de la escritura, estás escribiendo y alguien te interrumpe, te pregunta qué haces, por ejemplo, y tú dices Nada, y sigues escribiendo; son circunstancias chiquitas pero machaconas, como son chiquitas las pérdidas de las cosas pequeñas, aquellas que, como decía Neruda de las cosas, nadie pierde pero se perdieron. Estos días perdí, creo que en un avión, mis gafas de ver de lejos, de ver películas, por ejemplo, o de mirar lo que está en el horizonte, si es que el horizonte existe; y perdí en Sevilla, me parece que fue en Sevilla, un pen drive, donde había guardado mucha de la memoria digital con la que viajo. Sé que en algunas semanas, o incluso en unos días, ambas pérdidas ya no será una frustración, ni siquiera un recuerdo, pero durante unos días esas pérdidas, como muchas otras que he padecido a lo largo de los años, volverán insistentemente a mi recuerdo como la señal chiquita, pero obsesiva, de un fracaso. Hay otras cosas que se pierden y que son más insustituibles, la amistad, por ejemplo, pero de esas no hay que hacer un museo sino un libro, o un arrepentimiento.

La agresión al rector

Por: | 24 de marzo de 2010

Los insultos, las vejaciones y los escupitajos que recibió ayer el rector de la Complutense, Carlos Berzosa, son una vergüenza que la sociedad se tiene que limpiar; los alumnos colegiales que le persiguieron con saña en el rectorado deben pedir excusas públicas, y han de explicar hasta qué punto su conducta daña su propia alma de ciudadanos que se están preparando para ocupar puestos como el de Berzosa, para ser economistas como él o para ser ciudadanos de su ejemplaridad democrática, cultural y cívica. Aparte de las comparaciones con el futuro, cualquier insulto, en cualquier marco, debe avergonzar primero al que lo profiere, y ha de ser condenado por la sociedad sin ninguna excepción y sin ningún altibajo. El insulto ha de ser erradicado, la vejación ha de ser erradicada, y el escupitajo no tendría que ser ni siquiera un bumerán, debería ser la expresión, tan solo, del último resquicio de falta de civismo de los maleducados. Cuando se celebran la burla, la mala educación y el escupitajo se instala el chantaje en la sociedad, la puerta abierta a los malos olores del comportamiento público. Entre otros, el acoso a Rosa Díez en la universidad de Barcelona y este a Carlos Berzosa en la universidad de Madrid, son epifenómenos de una liberalidad del acoso y del insulto que comienza como un juego y termina haciendo invivible las relaciones sociales en ese y en muchos ámbitos. Hay que ser radicales contra el insulto, no se debe permitir bajo ningún pretexto, ni social, ni cultural, ni ideológico. Es una forma grave de falta de respeto. Y solidaridad con el rector, sin duda.

Helado de almendra en Palma de Mallorca

Por: | 23 de marzo de 2010

El sabor te devuelve memorias raras. Hace tres años, al tiempo que se producía la convocatoria de las elecciones autonómicas, el Partido Popular decidió boicotear a las empresas periodísticas del Grupo Prisa, y yo ya trabajaba entonces para EL PAÍS. El periódico me encargó algunas entrevistas con líderes políticos que competían en esa contienda. Y lo intenté con varios miembros del PP; con un solo éxito, el de Corina Porro, que aspiraba a revalidar como alcaldesa en la ciudad de Vigo. No tuvo suerte; le ganó Abel Caballero, socialista, a quien también entrevisté. El caso más extraordinario fue el de Jaume Matas, el entonces presidente balear, cuyo jefe de prensa me convocó en Palma a ver qué pasaba, hasta que fui yo mismo quien se preguntó qué pasaba, porque a medida que se acercaba la hora de decidir si conversábamos o no, ya en Palma, el hombre desapareció en el agujero negro donde no se dispone ni de respuestas ni de habla. Pude entrevistar al socialista Francesc Antich, que aspiraba al cargo que al fin logró, pero la otra entrevista (o la explicación de que finalmente Matas también seguía el boicot decretado por Génova) se suspendió desde el limbo. Ese tiempo que nos dejó libre esta suspensión misteriosa la aprovechó Andreu Manresa, el corresponsal de EL PAÍS en Palma, para llevarme a un sitio inolvidable donde nos tomamos un helado cuyo sabor jamás dejará de estar entre los grandes sabores de mi vida. Era un helado de almendra en Can Joan S´Aigó. Jamás se me olvidará, y jamás dejaré de agradecérselo a Andreu. Hoy que Matas se explica en el juzgado por su súbito enriquecimiento a mi me ha venido el gusto de ese sabor del helado de almendra, y aunque Matas no se lo crea aquella negativa suya de Mallorca ha quedado en mi memoria como uno de los recuerdos gastronómicos más felices de mi vida adulta. Antes de la vida adulta está el sabor del gofio con plátanos, pero esa es otra historia.

Elogio del periodista

Por: | 22 de marzo de 2010

No había leído aún Elogio del periodista, el articulo que publicó en EL PAÍS este último jueves mi compañero José Luis Barbería, y lo leí ayer. Es un ensayo sobre uno de los debates más habituales desde que funciona Internet: ¿es mejor, es peor el periodismo según en qué soporte está? Hay, dice Barbería, una falsa disyuntiva: el periodismo es bueno, atiende a lo que el periodismo es, o es malo, no recoge los presupuestos que hacen de este un oficio noble que da noticias fiables y contrastadas. Apunta el compañero algunos de los vicios a los que el nuevo soporte ha abierto la puerta más generosamente que el periodismo tradicional, el de papel. La tensión entre lo que no acaba de nacer y lo que no acaba de morir produce estas cosas. Se refiere Barbería, por ejemplo, a las consecuencias del anonimato. Y señala: "Además del anonimato, algo debe tener Internet para que, en estos albores, atraiga a tanto navegante en la intolerancia que ve en la charla en comandita, no un espacio para debatir y rebatir, sino un terreno de batalla. ¿Por qué pululan ahí gentes inclinadas a de- nigrar y despellejar, mentes perezosas que no leen lo que descalifican y sueltan lo primero que se les pasa por la cabeza? No son sólo trolls, internautas especialista en provocar y crispar, quienes asaltan los foros y arrasan el diálogo racional mesurado. Son, sobre todo, internautas que encuentran sentido a arruinar el crédito y la reputación ajenos, mientras pontifican sobre lo divino y lo humano".

Lo malo, añado yo, es que esa discusión tabernaria (la frase es de Rosa Pereda; la recoge Barbería en su artículo) es que ese tono está amparado también por el anonimato en la red y por la impunidad del chantaje en la prensa de papel, en algunas discusiones de la televisión (sobre todo en algunos alojamientos de la TDT) y en periódicos, serios y no tan serios, donde no importa lo que suceda o lo que sea cierto si vale para el argumento descalificatorio. El panorama que pinta Barbería no es el paisaje de una melancolía o de una nostalgia sino el territorio de una devastación que corresponde contemplar con detenimiento para que el argumento del oficio no se siga deteriorando. Y el asunto no es un caso que tenga que ver con el papel o con la red; tiene que ver con el periodismo en cualquier soporte. Y por tanto tiene que ver con los derechos de la gente a recibir en condiciones lo que este oficio está obligado a darle.

El don de la vida, de Fernando Vallejo

Por: | 21 de marzo de 2010

Fernando Vallejo ha escrito El don de la vida como si fuera una mortaja contra los lugares comunes. El libro lo ha publicado Alfaguara en España y en el mundo, y ya está haciendo diabluras en las librerías. Lo he visto en las mesas de novedades de Madrid, de Zaragoza, de Barcelona, de Sevilla; por donde quiera que he ido estos últimos días, ahí estaba El don de la vida mandando, desde su cubierta que parece una pared rota sobre la que han caído las letras equívocas del título (pues habla de la vida y el libro es en realidad sobre el amor y por tanto sobre la muerte), mensajes que parecen luces de otro mundo.

Es un libro breve (162 páginas, parecen versos) de una intensidad que impone. Siempre me he preguntado de dónde, de qué experiencia, de qué universo de memorias imprescindibles, obtiene Fernando esa energía con la que tacha en sus libros cualquier convención, cualquier tópico, cualquier asomo de falsas ternuras.

En este caso, el libro es un diálogo inclemente e incesante sobre la muerte, sobre su inminencia, sobre el hecho cierto de que convive con nosotros, está presente, va a perseguir al hombre (Fernando, quizá) que protagoniza la primera persona del libro, pero que nos alcanza, nos salpica a todos, también a los lectores del libro.

El amor (el amor físico, el encuentro despiadado entre los seres que no tienen compasión ni se tienen compasión, el amor violento, la violencia misma) es un trasunto del libro, un hecho que lo va conduciendo, pero para mi esa circunstancia es una metáfora que a Vallejo le sirve para contar qué le parece la vida, y la vida le parece un desastre.

Si en El Desbarrancadero (un libro que impacta desde la soledad violenta del alma del escritor y se adentra en tu alma como si fuera la piedra rota que simboliza un país, o una madre) vi la metáfora de Colombia, aquí veo lo que hay, me parece: un desprecio absoluto a la vida por perra y por dura y por cruel y por ese aspecto de nada que alcanza cuando se convierte en una nebulosa, en un sueño malo, en una pesadilla.

Es un libro conmovedor que yo he leído recordando los ojos de los perros de Fernando, como si aullaran allá en México su soledad inquieta, esos ojos amargos y solos de los perros, y recordando también sus propios ojos, los ojos de Fernando, feliz los mediodías, pero también inquieto, preguntón por dentro, esos ojos que a veces se me han aparecido en este libro como si preguntaran a la vida con una navaja en la mano.

La inquietud que produce El don de la vida es, para mi, la inquietud que produce la vida misma, ese abismo en el que nos introducimos como si el tiempo nos estuviera acechando desde que nacemos para cerrarnos la única puerta por la que hubiera habido, quizá, una salida.

En la contraportada del libro los editores eligieron este diálogo, que se inscribe ahí sobre una figura borrosa (no hay foto de Fernando, Fernando sabe, en el libro se dice, que la imagen no es nada, ni uno es nada) que acaso sea la de Vallejo paseando por el abismo que describe:

  " -Pero dígame una cosa, maestro: ¿cuando usted dice ´yo` en sus novelas es usted?

-No, es un invento mío. Como yo. Yo también me inventé.

Y aquí me tienen en estas bancas de viejos desocupados de este parque de mendigos y prostitutos hablando con el viento o con quien sea y al borde del negro abismo".

Al borde del negro abismo va uno leyendo hasta que la novela expira con la palabra Muerte, que es la que Vallejo iba dibujando mientras oscurecía. 

El error

Por: | 20 de marzo de 2010

Mirando las fotos de los etarras que luego resultaron ser bomberos en vacaciones, un compañero del periódico comentó, haciendo bromas, sobre la dirección que tomaban las miradas de los retratados. Especulaba con la realidad de las fotos y decía que probablemente esos presuntos implicados estarían consultando, en los letreros de Carrefour, los precios de los artículos rebajados. Ahora resulta que la especulación humorística es la única que resiste este documento que ayer dio la vuelta al mundo y alcanzó la categoría de especulación ministerial, policiaca y periodística en Francia y en España. El fracaso de la gestión policial de este asunto tan vidrioso da para todo, y daría también para bromas, si el asunto de fondo (el asesinato de un policía en Francia, la evidencia de que la banda terrorista sigue pudiendo matar) no fuera el drama más grave que está padeciendo este país. La tentación ahora será especular con la estupidez de la policía, desde la inteligencia de los que habían notado que seguramente aquellos personajes retratados no eran lo que en un principio se había dicho que eran. Es verdad que esa reunión de etarras en el supermercado daba para una especulación muy suculenta, en la que entró el ministro Rubalcaba: han debido cambiar mucho estos terroristas, que van juntos de compras, como si estuvieran de excursión y desafiaran el ojo múltiple de los servicios de seguridad, entre otros los servicios de seguridad del supermercado. Un error lo tiene cualquiera, se dirá ahora, y es cierto que un error lo tiene cualquiera. Pero cualquiera que tenga un error de estas dimensiones ha de vigilar mejor lo que hace, lo que dice y lo que divulga, porque puede generar confusión y burla en el marco de una lucha que no ha de tener desmayo ni, por cierto, errores. Pues ahí están las fotos, el desconcierto y el desmentido. La cosa es seria, así que, burlones, abstenerse.

Pepín

Por: | 17 de marzo de 2010

Ahora que ha muerto este gran personaje y amigo que fue Pepín Vidal-Beneyto me viene a la memoria, entre otras memorias especiales de su pasión por la vida, el pensamiento, la política y el periodismo, la pasión que ponía en todo lo que tenía que ver con este periódico que él contribuyó a fundar. Era un accionista, un consejero, un asesor, pero sobre todo era un lector que tenía, en aquellos años en que casi todo estaba unido al entusiasmo de crear, un enorme cariño al proyecto intelectual y períodístico que encarnaba EL PAÍS en aquel año inaugural de la transición democrática. Él venía al periódico (como tantos que venían por la noche, a ver qué significa esto del milagro de hacer andar las rotativas) como si viniera a un templo en el que estuvieran algunos de sus ídolos favoritos: para él, las noticias no eran demasiado; lo que le importaba era el rumbo literario, la opinión, el tratamiento a los grandes personajes del mundo que aún no eran conocidos en España; y estaba muy preocupado porque este país (y este periódico) se relacionara de inmediato con aquellos que en el exilio habían construido la otra parte, tan sustanciosa, de la cultura española que aquí se había opacado o permanecía directamente oculta. Hubo una noche en particular en que me encontré con ese Vidal-Beneyto en plena forma como lector, como divulgador y como ser apasionado por los nombres propios que verdaderamente importaban. Fue la noche en que murió Marshall McLuhan, el 31 de diciembre de 1980. Pepìn, que andaba siempre entre París y el mundo, estaba en Madrid; supo en seguida que había muerto uno de los grandes maestros (y maestro era una palabra que él adoraba), y se vinó, a aquella vieja Redacción que entonces era una Redacción moderna) y estuvo buscando conmigo, en los archivos arcaicos y aún escasos todo lo que hubiera acerca de aquel genio mítico de la comunicación. Yo me puse a la máquina, y él me dictó su texto, que se publicó el 2 de enero de 1981. Él quería que su periódico, este periódico, diera la mejor reseña del hombre que adelantó casi todo lo que luego se supo acerca de la comunicación humana. Y no lo hacía para que resplandeciera su firma, sino para que este periódico, el suyo, se distinguiera en el mundo como un diario de referencia ese día y siempre. La ternura con la que él siempre trató a los más jóvenes que le recibíamos aquí escondía una sola xcosa: que él, en el fondo, y a veces también en la superficie, era tan joven como nosotros. Y, en el ejercicio del entusiasmo, muchísimo más que casi todos nosotros. Ahora que mi compañera Gabi Cañas me ha preguntado por mi recuerdo de él esa noche de su entusiasmo periodístico me viene a la mente como una gratitud que no tiene límite.

El País

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