Hoy tendremos en Tenerife a Ángeles Mastretta y a Elsa López hablando del siglo de las mujeres, el que pasó y el que viene, en un ciclo sobre ideas del futuro que organiza en Santa Cruz la Caja General de Ahorros de Canarias, centenaria ahora. Las dos son escritoras, Ángeles no ha cultivado la poesía, pero la poesía está en sus ojos grandes, y Elsa, que es palmera recriada en Madrid, y palmera otra vez, es poeta, narradora y editora, una mujer ya con una larga experiencia en todas estas artes. Las dos comparten una coincidencia, y seguro que muchas más. Ángeles ganó el premio Rómulo Gallegos con una novela que se titula Mal de amores y Elsa es autora de un libro de poemas que se titula Mar de amores. Ambas han luchado contra los convencionalismos de las sociedades en las que les ha tocado vivir, una en México y otra en Canarias, o en Madrid, y a ambas les preguntaría lo que les voy a preguntar esta noche: ¿es mejor el futuro? ¿Qué sucedió en el pasado que merezca la pena ser recordado? Estos días ambas me han preguntado qué les voy a pedir que digan esta noche. Como las conozco a ambas sé que no hace falta ni que les pregunte. Ángeles es la flautista de Hamelín de los blogs, Elsa es la inquietud misma, la pregunta perenne. Preguntarles es como interrumpirles sus propias preguntas. Pero les preguntaré, claro que les preguntaré. Cuando se queden calladas, y eso creo que no sucederá nunca esta tarde en Santa Cruz. Quedan ustedes invitados, y también podrán verlo en la web de Cajacanrias, que es la que organiza el encuentro.
Vi el partido de anoche con amigos majoreros de La Oliva, en La Raíz del Pueblo, un centro cultural en el que coincidí con poetas, músicos, con gente que se juntaba para celebrar la poesía y la música, y entre unas cosas y otras vimos al Barça perder la eliminatoria ante el Inter. Esa compañía, la presencia cercana del mar, las evocaciones de mil historias cubanas, gomeras, palmeras, la presencia misma de la comida excelente que nos sirvieron en un restaurante que estaba bañado por una luna espectacular, aunque algo oculta por una calima que estos días ensombrece el cielo de las islas, convirtieron la derrota, después de tantas ilusiones, en un vago recuerdo que a veces despertaba causando más melancolía que dolor. Me vinieron a la memoria algunas derrotas célebres, como aquella que sufrimos en Berna, a principios de los años 60, cuando el Barça pretendió, sin éxito, comenzar a restarle gloria al Real Madrid que lo ganaba todo. El Benfica, portugués como Mourinho, nos ganó esa gran ocasión de ganar la Copa de Europa. Entonces estuve tres días sin salir de casa, afectado mi honor barcelonista por la cruda realidad del desastre. Ahora la desilusión ha durado menos, acaso porque el alma (la del fútbol) está más curtida para celebrar o para sufrir. Dice hoy Zubizarreta en EL PAÍS que el Barça nos ha hecho disfrutar tanto una felicidad constante que es ahora cuando hay que brindar. Pues brindemos, no cuesta tanto. En realidad, brindar es lo que hicimos anoche, por la memoria del buen fútbol, y también por la persistencia de un valor aún más universal, más tranquilo, más perdurable. El valor de la poesía, que es como la luna, siempre está ahí, seguro, alumbrando también en los momentos en que se desmontan las ilusiones más grandes, y por tanto más propicias al envejecimiento.
Aquí al lado publica ahora su lectura del veneno que algunos destilan en la prensa que no considera que haya límite a los denuestos de la burla; esa es una ocupación que le mantiene desvelado hasta que tiene en su casa los periódicos que utiliza para esa disección en la que mezcla ironía, sarcasmo pero sobre todo cultura, referencias. Ayer noche presentó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con Juan José Millás y Manuel Longares, y su editor, Antonio Laborda, el libro en el que recoge el material que ha ido publicando en las páginas de Opinión de este periódico, donde ambos hemos trabajado y seguimos trabajando. Es José María Izquierdo, fue mi jefe, es mi amigo. Su libro, editado por La Hoja del Monte, se titula Elogio del Panfleto y Reivindicación de la Demagoagia y nació hace 24 años, cuando este país le decía adiós a algunas de las reivindicaciones más queridas por la izquierda, el No a la OTAN. Entonces Izquierdo inventó el personaje de José K., un tipo enrabietado por el color que iban tomando las cosas, cabreado, como ahora, ante la impostura y frente a la desvergüenza. Desde aquel José K. al que sigue paseando con él por la realidad española (e incluso por los objetos, y por los cafés, y por los periódicos) parece que ha pasado un siglo, pero si uno lee el libro con la atención que merece se dará cuenta de que el avance de la impostura (en todos los sectores de la sociedad, también en el periodismo) ha proseguido su larvado, despiadado trabajo de termita. Con la garra de Larra o de Dostoeivski, o de Kafka, el ojo izquierdo de Izquierdo sigue sometiendo a su análisis implacable los lugares comunes de un mundo que no le gusta, al que le aplica, sin embargo, la inteligencia de las paradojas (como dijo Millás) y el bisturí del sainete, como dijo Longares. Él estuvo muy serio en la presentación, mucho más que José K., que es un cachondo enfadado, pero es que la ocasión lo propicia: parecía que era un libro de recopilaciones y resulta que es un retrato de ahora mismo, como si no hubiera pasado el tiempo, sino para peor. Alguien dijo, refiriéndose a algo que había comentado con El Roto, el enorme dibujante, cuyas viñetas ilustran el libro, que a la situación española se le puede aplicar un modo de decir de los antiguos canarios ante la situación de un enfermo de cuya salud ya no se espera demasiado: "A peor la mejoría". Pues así es, vivimos en un mundo al que habría que aplicarle ese dicho, y es lo que uno piensa después de leer a Izquierdo contando lo que piensa José K., que va a peor la mejoría.
El problema para el juez Varela (o para el Tribunal Supremo, que le ha seguido) es que ha creído que el asunto era Garzón; por el juez Garzón no saldría tanta gente a la calle, o quizá sí, pero la gente ha salido a la calle por lo que decían las pancartas: porque la sensación de impunidad que se desprende de los autos seguidos contra el juez animan a pensar que lo que se quiere interrumpir es el proceso de verificación de los crímenes que alentó la dictadura cuando ya había acabado la guerra civil. La ley de la Memoria Histórica avala esas investigaciones judiciales; que interrumpan desde las más altas instancias, a instancia precisamente de la ultraderecha, la primera de esas investigaciones resulta irritante e hiriente para la ciudadanía cuyos parientes sufrieron los desmanes de una época en la que en España o aceptabas el orden impuesto o sufrías persecución, tortura o penas irrevocables o fatales. Así que la gente está en las calles porque no entiende eso, que se acepten los argumentos de la ultraderecha y se paralice la ejecución de la ley de la Memoria Histórica. Es probable que ahora se vayan entendiendo mejor los argumentos y los propios jueces que persiguen a Garzón se den cuenta del avispero que han puesto en marcha por la obvia animadversión que tienen contra el hombre al que Varela querría fuera de la carrera judicial. Podrían haber buscado cualquier otro argumento, que seguramente tendrían en la recámara, porque a Garzón se lo iban a quitar de encima de una manera u otra, pero la vía que han elegido es la peor de todas; esta vía sitúa otra vez a los españoles a un lado y al otro de la acera, acaso porque nunca, jamás, ha habido iniciativas profundas para juntarlos en medio de la calle, perdonados, reconciliados, satisfechos sus deseos de saber qué sucedió con los suyos, explicadas sus incertidumbres. Eso pudo haberse hecho en la transición y no se hizo, y las espinas que no se cortan razonablemente bien vuelven a crecer, y no las liman silenciando a un juez porque se haya equivocado en los puntos y comas.
Kirmen Uribe, el autor de Bilbao-Nueva York-Bilbao, me preguntó esta mañana qué es el gofio, ¿un embutido? Mucha gente confunde el gofio con cualquier cosa, e incluso confunde la propia palabra, gofio, que dicen de cualquier manera. Una vez que saben qué es el gofio, porque lo han probado, ya no se olvidan de la palabra. El gofio es una harina de trigo de maíz (los canarios decimos millo, y resulta que maíz es la palabra originaria). Cuando yo era chico iba al molino de La Vera, cerca de mi casa, a llevar el saco de millo (en casa preferíamos el gofio de millo); allí lo tostaban y lo molían, y yo me volvía a llevar el saco, pero ya con el gofio dentro. Mi padre tomaba leche (de la cabra, que estaba delante de nuestra casa, allí la ordeñba mi madre) con gofio y sal; revolvía el conjunto, y esa era la comida principal de sus madrugadas, hasta que volvía a almorzar, generalmente pescado salado, que comía a toda velocidad, con una pierna por fuera de la mesa, como si se estuviera yendo nada más llegar. Tomábamos gofio, también, con los potajes, con los plátanos; mi madre me hacía por las tardes unas pelotas muy suculentas de gofio con plátanos; le ponía agua al gofio, y lo amasaba junto con plátanos más bien maduros. Era una merienda extraordinaria que en mi recuerdo funciona como esos alimentos que evocan casi toda una vida evocando tan solo un rato de la infancia.
Tuve un amigo en mi adolescencia que me ayudó a conservar la risa en un tiempo que era muy poco propicio a la risa. Tenía un gran sentido del humor, mostraba siempre una enorme disponibilidad de tiempo, era capaz de conversar de cualquier cosa con tal de tener a los demás entretenidos. La vida luego nos llevó por circuitos distintos, y de vez en cuando recibía noticias suyas a través de gente de mi pueblo o de alguno de sus parientes. Se llama José López Bonilla, y murió ayer, después de una enfermedad muy grave, de enorme sufrimiento. Era hermano de Zoilo López Bonilla, artista plástico, fotógrafo que almacena en su memoria algunas de las mejores instantáneas del Puerto de la Cruz de nuestra generación. Pepe era su hermano menor. Vinieron al Puerto cuando yo era un chiquillo, y conocí pronto a Pepe. Él trabajaba en la recepción de un hotel, cerca de mi colegio, y por las tardes, cuando yo no iba a clase, que era con mucha frecuencia, charlábamos por teléfono de todo lo que sucedía en el pueblo. Su sentido del humor se parecía a ese humor caribeño que luego descubrí en Tres tristes tigres; era chispeante y feliz, rapidísimo, contaba las cosas con la alegría de quien se las encuentra frescas en su ingenio; su generosidad conmigo fue grande. Se quitaba tiempo del tiempo que tenía para contarme historias de su invención con las que me mantenía alerta acerca de lo que sucedía en la vida que estaba más allá de mi cama y de mi casa. Mi hermano, que era muy diestro en el manejo de los aparatos eléctricos o electrónicos, cambio de sitio el teléfono de baquelita de mi casa, lo quitó de la entrada y lo colocó en la cabecera de mi cama, para que en días de convalescencia, que eran muchos, pudiera hablar con dos amigos, Pepe y Rafa; Rafa era --y es, afortunadamente-- Rafa Cobiella, compañero de clase. Rafa me contaba qué pasaba en el colegio y Pepe me contaba qué pasaba en la vida. Ese mismo teléfono me sirvió luego para comunicar con el periódico Aire Libre, que es donde empecé a publicar mis crónicas, como corresponsal futbolístico en la zona norte de la isla. Hasta mi casa llegó después Salvador Pérez, que se firmaba Paladín, y era el que se llevaba esas crónicas directamente a la redacción de aquel semanario. Pero mi manía telefónica, que muchos amigos me reprochan, nació precisamente para hablar con Pepe y Rafa. Pepe ya no está, y eso me produce una congoja, una herida, de la que he querido escribir hoy en medio de un día nublado, extenuante, en la ciudad postiza. Pepe López Bonilla, un ingenio inagotable cuyos días acabaron pero cuya memoria me llena de gratitud y de buen recuerdo.