Una amiga a la que conocí en la adolescencia de ambos me preguntó ayer, a su manera, qué razones hay para seguir luchando en una sociedad difícil, mezquina, llena de esquinas de vidrios hirientes. Siempre que me hacen esa pregunta, que esta vez era una pregunta honda, desesperada y difícil, pienso en los desayunos. Durante años sólo tomé café para desayunar; en un tiempo mi hija, que entonces era, ella también, una adolescente, decía que en mi casa sólo se cocinaba café. Un día un médico extraordinario, del que he escrito aquí más de una vez, el doctor Rafael Lozano, me conmino a dejar el café; una taza o dos después de comer, pero jamás café al desayuno. Había que combatir la ansiedad; la ansiedad es una curva que comienza en el apresuramiento, prosigue en la rabia, y termina siendo espejo del odio que uno siente por la vida, incluida la propia vida. Debía tomar, me dijo, té verde, que desata, eso recuerdo, los radicales libres y permite que el organismo adquiera un vigor y un optimismo que el café acelera pero que no consolida, hasta que convierte las horas en el resultado de esa curva que empieza con la prisa y acaba en el odio. Seguro que el admirado médico, que ya no está con nosotros, desgraciadamente, lo dijo de otra manera, pero así es como recuerdo sus consejos, que hasta esta misma mañana sigo al pie de la letra: jamás café por la mañana, si no es café descafeinado, nunca café antes de comer. Y me ha costado, porque el sabor del café me ha servido durante años para contrarrestar los efectos del asma, ha abierto mis bronquios, y además me ha dado la energía que necesito para convertir en productivas las primeras horas del día. Pero Lozano me dijo que tomara té y té tomo. Además, me dijo que tomara nueces, fruta, que tomara galletas integrales con fibra, y que hiciera ejercicio, que caminara, que tratara, durante el día, de parar unos minutos en medio de una tarea, que procurara no tener otras urgencias que las que yo mismo me impusiera, y que tampoco era tan urgente ni tan determinante nada por encima de la salud o de la serenidad. De modo que Lozano convirtió el desayuno en un objetivo, en una especie de caja negra (o blanca, o afrutada) de mi vida. Cuando chico, para estimular la llegada de los días, y para justificar la abrupta aparición de mis noches llenas de temor, contaba con los dedos las cosas buenas que me habían ocurrido, o aquellas que habrían de ocurrirme si amanecía después de la noche cerrada en la que se adentraba mi sueño. Pasó el tiempo y las noches y los días se hicieron igual de apresurados o de perezosos, hasta que un día el exceso de cafés y de noches convirtieron la vida en una noche cada vez más continuada. Entonces fui a ver a Lozano, y me dio esa receta que calmó los tiempos y que creó, miren por donde, esa fijación en los desayunos, que desde entonces se convirtieron en una costumbre a la que él le atribuía efectos curativos que yo mismo he comprobado a lo largo del tiempo. Así que cuando aquella amiga me preguntó eso, para qué seguir, pensé en los desayunos, en el agua fresca, en las nueces, en la fruta recién cortada o recién sacada de la nevera. Pensé, además, en la risa de los niños en las orillas del mar, y pensé que era mejor decirle esto último. Merece la pena seguir en esta sociedad difícil y mezquina por ver al día siguiente la risa de los niños en las orillas del mar. Ojalá le haya convencido y hoy me escriba o me llame para decirme que ya está en pie, que ha visto la risa de sus nietos en las orillas del mar.