Ángel Viñas, que ha dedicado gran parte de su vida a la historia y al servicio público, y que ha puesto la historia que hace al servicio del entendimiento de la época más difícil de la España del siglo pasado, me abrió ayer su casa en Bruselas, para una entrevista. Entramos por la cocina, junto al jardín, y allí preparó café, perseguido por su perro Oscar, que no nos dejó ni un segundo. Hablamos largo rato de Juan Negrín, el político canario que, en la guerra, se constituyó en el arquitecto republicano de la resistencia contra Franco, luego estuvimos almorzando con nuestro compañero Ricardo M. de Rituerto en un restaurante belga muy cercano a la casa del historiador, y luego volvimos a hablar. Al final de la conversación, pausada, llena de detalles que parecen edificar la figura de Negrín sobre las arenas movedizas en la que la instalaron los tópicos, certeros o irracionales a los que ha estado sometida, Ángel Viñas me llevó a conocer su cuarto de estudio, el lugar donde trabaja. Siempre me han gustado esos lugares en los que el sosiego es el marco en el que surgen los descubrimientos tranquilos de los escritores o de los investigadores, y me apasiona verlos ahí, en su sitio, deseando que la visita se vaya (quizá) para seguir averiguando entre legajos y libros. En realidad, el cuarto de Viñas se ha esparcido por toda la casa: desde la cocina al sótano, al cuarto de dormir, a la buhardilla, al sitio donde trabaja, ahí ha ido el historiador esparciendo los materiales de su ciencia. En algún rincón me mostró los documentos que serán objeto de su próximo libro, o de sus próximos libros. Detrás de nosotros, siempre, Oscar, husmeando nuestros movimientos y nuestros zapatos. Por la tarde Viñas me devolvió al aeropuerto, siempre con Oscar a nuestro lado. Al llegar a la terminal abrí la puerta de atrás, para recoger mi maletín, y entonces Oscar saltó a la calzada ante el espanto del historiador, y ante mi espanto. Por fortuna, Ángel fue muy ágil y lo rescató en su huida juguetona que a nosotros nos dejó pálidas las caras. No me he recuperado aún del susto. Por la noche, al llegar a casa, llegó Rita, con su dueña, Eva; se les había ido la luz, se quedarían en casa, en el cuarto de trabajar, precisamente. Cuando vi a Rita me acordé, otra vez, era inevitable, de Oscar, y la estuve acariciando como si así me aliviara del susto que nos dio el perro inquieto que pisa por donde va Ángel Viñas.