Hace muchos años Manolo Rivas iba con pantalones de marinero y camisas blancas, y escribía poemas en los márgenes de los periódicos que él mismo escribía. Era un muchacho, todavía, y tenía en la mirada de marinero en tierra un fulgor especial, una atmósfera confiable. A lo largo de los años aquellos poemas que no podía aguantar en el pecho se convirtieron en historias, algunas de ellas tan conmovedoras como la que finalmente fue El lápiz del carpintero. Antes escribió un cuento que fue una joya, el resultado de una simple mirada: La lengua de las mariposas. Con un golpe de dados extraviados, que condujeron al odio de los primeros días (y los siguientes) de la guerra civil, Rivas construyó un relato que luego fue película (Cuerda, Azcona, Fernán-Gómez, Bovaira)y que finalmente resultó metáfora de aquella contienda de miradas terribles. A partir de esos éxitos literarios, que podrían haberle llenado la cabeza de oquedades y otros engreímientos, Rivas mantuvo una discreción sabia, laboriosa, y se hizo un escritor imprescindible en las nóminas de su generación. Manuel Longares suele decir que los escritores tienen que medirse, en un cierto momento, con Cervantes o con Valle. A Rivas le ha tocado ya ese momento, y en su novela última, que anoche presentó en un acto muy especial en el Círculo de Bellas Artes, se mide en efecto con don Ramón del Valle-Inclán, su ilustre paisano; no es explícito, claro, es lo que puede interpretarse leyendo ese hermoso lenguaje que tiene olor y sabores, aire y mares, que le sirve para contar una historia (real, o con base real) del narcotráfico que durante decenios ha marcado la vida de los pueblos gallegos que dan al Atlántico. Rivas habló de esa novela (de la que habla hoy también en El País con Elsa Fernández-Santos) con Marta González Novo, gallega como él; invitaron a Juan Diego a hacer de Mariscal, el capo que protagoniza Todo es silencio, y el actor bordó, con humor y hondura, el complejo personaje que el novelista ha creado como un prototipo. Un dúo (Lucía Pérez, Chema Purón) atrajo a Castelao y a Rosalía al escenario del Círculo; sus versos sonaron ahí como el contrapunto melancólico a la historia de la novela. Y cuando creímos que este día de otoño había sido embellecido por la poesía, la canción y el aire del Atlántico, entraron las gaitas del Centro Gallego de Madrid. Aquel fue un fin de fiesta que le dio a este día de otoño (en otoño los días pesan más) el calor misterioso que Rivas siempre le dio a sus libros y a los actos en los que se presentan. Era imposible, pero podía percibirse en algún rincón de la sala la cara de don Ramón guiñando un ojo, como Mariscal, por cierto. Quien sí estaba era Antonio Robles, legendario lector de Alfaguara, compañero mío de los tiempos que pasé en esa casa en la que publica Manuel Rivas. Estaba a mi lado, con su bastón; le dije: "Pareces Valle". Sonrió y nos fuimos.