Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

Contra la pájara

Por: | 30 de diciembre de 2010

Malos tiempos, ya se sabe. Y dicen los alopeoristas que los que vienen serán peores. En 2008 hubo agencias de comprensión del futuro que decían que el futuro iba a ser mejor que el pasado, y se equivocaron. Los mismos que se equivocaron, entidades de prospección económica mundialmente famosas, luego han remachado el clavo del pesimismo y nos han dicho que, en efecto, lo que ocurrirá será peor que lo que ha ocurrido. Los alopeoristas. Eran alomejoristas y han cambiado a alopeoperistas. Pero todavía no han emitido su fe de errores. ¿Y si se equivocaran otra vez? Mañana es el último día del año. Me niego a concederle al pesimismo (que es el realismo bien informado) su ración de razón, y propongo un instante de paro frente a la pájara que está dominando corazones, mentes y esperanzas. ¿Y si las cosas fueran distintas? ¿Y si una fuerza diferente torciera este destino grisáceo que ha caído sobre nosotros como un mal presagio? ¿Y si este mal sueño no deviniera en pesadilla, si se aclararan los días y las noches, si volvieran el empleo a muchas casas de las que ha sido violentamente arrebatado, si los jóvenes y los viejos tuvieran otra vez un horizonte menos duro o putrefacto, si las cosas fueran de otro modo, si las estadísticas saltaran por los aires, si las curvas que ahora bajan vertiginosamente subieran su montaña rusa de desazón y de espumas terribles? Este es un tiempo que tiene ribetes catastróficos, como si a la humanidad le hubiera entrado la pájara y estuviéramos a la espera aún de abismos mayores. Es probable, porque ya se ha ido comprobando, que los agoreros (los apeoristas) tengan razón, que este universo se muerda a sí mismo aún más, que tras estos muros vengan otros aún más oscuros. Pero, ¿y si allá por marzo nos nace una nueva esperanza, si escuchamos aletear de otro modo las palomas que ahora sólo provienen de los vientos de crisis, si se acaba este croar de gaviotas tremendas, si se acaban esos alerones que cubren el cielo como los pájaros inquietantes de Hitchcock? ¿Y si los grises se van volviendo de otros colores? Hasta ahora el arcoiris se ha ido hacia los tonos de la pesadilla. ¿Y si esto cambia? Contra la pájara viviremos mejor. Mi deseo, el que expreso estos días a los amigos que esperan que este corchete que ha impuesto la vida se acabe de una vez, es que el futuro sea una buena palabra, que el futuro se merezca esa palabra de seis letras sobre la que ironizaba Stefan Zweig... Decía, de Brasil: "Es el país del futuro..., y siempre lo será". ¿Estaremos siempre esperando el futuro, como el coronel esperaba la carta milagrosa en el relato agorero de García Márquez? Ahora futuro es una mala palabra, una sombra inquietante. ¿Y si no fuera así? ¿Y si fuera mejor? Ojalá. A veces regalo la palabra ojalá. Y ya que no quiero regalar la palabra futuro, por si acaso tienen razón los alopeoristas, regalo la palabra ojalá. pero no me voy a sentar a esperar que pase el temporal. Sentado es como te entra la pájara. Felices años futuros, en todo caso. A todos los habitantes de este blog y también a los que están fuera. A caminar, contra la pájara, esa palabra que tanto hacía reír al admirable y añorado Ángel González. Y ya que nombro a Ángel, un abrazo para el amigo que le puso la mejor música (y la amistad más sencilla), Pedro Ávila, de gira ahora por México lindo y querido..., la tierra de la admirable Ángeles Mastretta, una dama contra la pájara también. 

La vuelta al día en ochenta mundos

Por: | 30 de diciembre de 2010

Un amigo escritor ante cuya opinión siento un enorme respeto me dijo hace algunas semanas que había vuelto a leer Rayuela, la novela mítica de Julio Cortázar, y que se le había evaporado el gusto que le produjo hace más de cuarenta años, cuando la leyó por vez primera.

Hice el mismo ejercicio hace unos años, para entrevistar a la que algunos consideran que fue la Maga, la mujer que inspiró el famoso personaje de Cortázar. Leer por gusto no es lo mismo que leer para algo, pero aún así obtuve de esa relectura sabores muy parecidos a los que me produjo la primera lectura, cuando yo era un muchacho que estudiaba, o no, en la Universidad de La Laguna.

Ahora no he vuelto a agarrar Rayuela, para rebatir o acompañar en sus opiniones al amigo al que el sabor se le fue diluyendo en la última relectura.

Ayer me encontré a un joven periodista en Santa Cruz de Tenerife; me dijo que ya ha leído esa novela cuatro veces, y la leyó por primera vez cuando tenía diecisiete años.

No he vuelto a releer Rayuela esta vez, digo, pero estas dos semanas de villancicos y campanillas involuntarias he releído el último tomo de las cartas de Julio Cortázar, las que corresponden a los últimos años, agitados e inquietantes, de su vida, y me he regalado el facsímil de su célebre La vuelta al día en ochenta mundos.

Sobre las cartas volveré, y quizá escriba algo más largo, pues me han dejado ahora bastante tocado, como si hubiera entrado en un universo que veo por vez primera, la angustia y el dolor, pero el respeto también por quienes le leían, pero ahora voy a decir algo sobre La vuelta al día en ochenta mundos.

Apareció en 1967, lo escribió Cortázar como un collage mientras se sedimentaba el éxito mundial (o mundial entre nosotros, diría él) de la impar Rayuela; daba la sensación (o él tenía la sensación: él lo dice) que el libro se le había derramado, y que sobre la mesa habían quedado migas de pan e incluso panes enteros que pugnaban por entrar en algún recipiente. Y entonces su amigo el pintor Julio Silva y él mismo crearon este libro que es también un artefacto, un recipiente en el que depositó lo que no le cupo en Rayuela y lo que de alguna manera no le cabía ya en ningún sitio.

Construyó, por decirlo así, una casa, y en esa casa puso a vivir a algunos de sus fantasmas. Entre ellos, sus fantasmas literarios: la memoria, la desconfianza hacia los críticos, el desdén por los que le consideraban un escritor en las nubes; en La vuelta al día en ochenta mundos, cuya edición facsímil conserva todos los sabores del primer encuentro, y que yo encontré el 20 de diciembre en el Centro de Arte Moderno (Galileo, 62, Madrid), está el Cortázar de las cartas, aunque mucho más informal y más alegre, y está el Cortázar que considera que la literatura también puede ser un juego que no puede existir sin memoria, es decir, sin asociación de ideas, sin la broma que subyace debajo de toda solemnidad. Va, por cierto, contra la solemnidad.

La vida le fue quitando luego esa apuesta por el humor, y sus últimos años, tan latinoamericanos, tan rabiosamente latinoamericanos, le fueron arrancando como a lascas la alegría: se dio a los otros, muy generosamente; les dio el tiempo, la escritura, a las causas que él consideró pertinentes entonces. Y creía que aún le quedaría tiempo para más libros, para más novelas, para más viajes interiores. La vida le desmintió, le levantó un muro y ahora el muro dice Julio Cortázar 1914-1984.

Con mucha nitidez recuerdo el domingo en que llegó la noticia al periódico: murió Cortázar. Increíble, el gran cronopio. En este libro tan querido él está de cuerpo entero, incluso con algunos de sus entusiasmos diluyéndose. Vuelvan a leer incluso aquellos que creen que se les diluyó el entusiasmo por leerlo. Hay que leer a Cortázar. Queremos tanto a Julio.

El primer día sin CNN+

Por: | 29 de diciembre de 2010

A lo mejor ya lo conté aquí; lo cierto es que lo conté en el último programa de Antonio San José y Leticia Iglesias al que acudí. Me hice periodista oyendo la radio; en realidad, me hice persona, ansié el viaje por el mundo, me acostumbré a la conversación con otros aunque estuviera en soledad, gracias a la radio. Y siempre he tenido una admiración enorme por esos profesionales que trabajan desde detrás de la estantería para que gente a la que ellos no pueden ni ver ni contar estén informados o distraídos. CNN+ cumplió estos últimos once años esa función: informar, ilustrar, entretener, con una profesionalidad que ahora se honra desde múltiples lados (e incluso desde los lados que le negaron el pan y la sal). Para mi, en tiempos de soledad o en tiempos de melancolía, y también en tiempos de agitación, cuando este país o el mundo estaban sometidos a tensiones imprevistas o catastróficas, CNN+ ejerció aquella función que tenía la radio de nuestras adolescencias. Así que no es una pérdida profesional tan solo, es una compañía que se me vacía, un ente cercano, una voz que, con sus repeticiones y con su reiteraciones, con sus buenos programas y con sus programas menos buenos, consiguió hacerse un hueco imprescindible en mi mente, en mi manera de estar, en mi modo de ser. Le Clezio, el escritor francés, me dijo el otro día en México que su modo de ser se constituía de las cosas que le habían afectado en sus viajes por el mundo; CNN+ me hizo (nos hizo) viajar por el mundo, a veces con unos ojos apasionados, otras veces con unos ojos ingenuos, y a veces con ojos que no reconocía, pero siempre me hizo viajar; últimamente, además, le puso orden al mundo, y sobre todo a nuestro mundo; los debates de Concha Boo, los debates de Calleja, los debates de Antonio y Leticia y los debates de Gabilondo constituyen en la experiencia de nuestra memoria reciente una excursión impagable por la construcción de una opinión nacional inquisitiva pero respetuosa, inmensamente respetuosa, en la que podían coexistir unos y otros sin que nadie se sintiera menoscabado por pensar diferente. Ni insultos ni gritos, ni insinuaciones, ni rencores, ni ajustes de cuentas: una emisora a la escala de la conversación, un ejemplo de pacífica coexistencia en un país en el que es tan difícil discrepar. En una de sus despedidas Iñaki Gabilondo dijo que en este país no se sabe discrepar. Aquí se dice "Lo que pasa es que tú estás en mi contra" en cuanto alguien levanta el dedo para oponerse. En CNN+ se mantuvo esa distancia que la BBC propuso siempre entre el gesto con que se cuenta un suceso y el suceso mismo: distancia y calor al mismo tiempo, interés e indagación, pero equilibrio a la hora de buscar responsables. Era una actitud con cuya ausencia ahora debemos convivir. Y no es una actitud excepcional, lo que pasa es que el resto de la televisión (con algunas admirables excepciones, como la del 24 horas de TVE o algunas emisiones de TV3 o de la televisión vasca, entre las cosas que he visto por ahí) está deglutiendo una pasta que este país no se merece; la pasta tiene los colores de la envidia, el resquemor, la altisonancia, el desdén por el que discrepa, y, en definitiva, el desdén por compartir. Es el primer día de CNN+, la emisora que puso en marcha el compañero Francisco G. Basterra, de quien me he acordado muchos estos días; es rabia que desaparezca, y es un horizonte que ahora queda atrás pero siempre estará delante, como ejemplo informativo, como metáfora del ejercicio de una discrepancia noble. 

Objetos perdidos, memoria telefónica

Por: | 27 de diciembre de 2010

Alguna vez he dicho aquí que con todas las cosas que he perdido en mi vida podría hacer un museo mayor que el Museo de la Inocencia que dibuja, con todos los detalles, Orhan Pamuk en su excelente novela. La última vez que perdí algo fue el 5 de diciembre, yendo a Estocolmo. Ahí perdí una bolsa de mano en la que había un libro sobre Kapucinski, enchufes, gafas de cerca y de lejos y un pendrive, entre otros objetos que no recordé entonces ni recuerdo ahora. Estos días de Navidad Iberia me extravió dos maletas, que al fin aparecieron, tres días después de la pérdida, lo que me obligó, sin querer, a hacer recuento de la cantidad de libros o documentos que había en esos equipajes. Ahora ya ambas maletas están a buen recaudo, esperando por mi, mudas, cerradas, maletas al fin, en mi habitación de Tenerife. Entre las cosas que están allá adentro, muertas de risa, como decía mi madre, está el enchufe de este ordenador en el que escribo, al que ya le salió su pilotito rojo diciéndome que deje de escribir, que ya se agotó la batería. Estos días he estado racionando ese alimento que tiene el ordenador, y hasta ahora he podido vadear sus urgencias, y ya no se puede más. En algún momento he añorado aquellos tiempos en que escribíamos a mano, pero cómo enviar al mail o al typad donde se alojan los post de estos blogs que lleno cada día.

Durante años conservé la costumbre de almacenar en mi memoria números de teléfonos de amigos muy queridos, que luego se fueron haciendo familiares entre los números de mi vida; ahora los blogs son maneras de conservar esa relación que entonces tuve con los amigos, los de mi edad y los mayores, y a lo largo de la vida he echado mucho de menos aquellas conversaciones telefónicas como ahora echo de menos las cartas que llegaban por correo. Decía Alfredo Bryce Echenique (en La amigdalitis de Tarzán) que éramos mejores por carta. Los blogs son las cartas de nuestro tiempo; y los mails son las llamadas telefónicas de otros tiempos. En aquellos tiempos en que hablar por teléfono era una manera de abrazar me aprendí de memoria muchos números de muchos amigos. Aún hoy los repito tan solo para sentirme más cerca de ellos, algunos de los cuales lamentablemente ya no están con nosotros. Una vez, en La Habana, donde un amigo y yo fuimos detenidos por fotografiar un puerto que luego resultó que era territorio militar, recordé uno por uno los teléfonos de los amigos habaneros que podrían haber venido en nuestro auxilio. Aquella costumbre de memorizar números (de teléfonos, de matrículas) servía para algo. Ahora los teléfonos móviles, memorizados automáticamente en los aparatos, nos han eliminado la costumbre. Aún así, me sigo acordando de los viejos números, y algunos nuevos mantengo también en mi recuerdo, por no perder del todo el hábito.

Perder objetos es como perder la memoria. Estos días en que creí haber perdido, otra vez, una maleta, y en este caso dos, volví a sentir la sensación tremenda del ser despojado, un hombre a la intemperie. Perdido como los objetos. 

Memoria y remordimiento

Por: | 26 de diciembre de 2010

Estoy en la isla de La Gomera, donde todo recuerdo tiene su sedimento; una isla llena de la ambición que tiene la tierra de ser humedad o roca o tiempo. Estos días rememoro aquí sucesos, pensamientos, resuelvo el crucigrama más tremendo de la vida: de dónde viene todo, dónde todo se acaba. No hay espacio mejor que una isla para tratar averiguar los límites que tienen las personas, las ideas y las cosas, para vislumbrar en la  soledad el tiempo inquietante que nos mira. Aquí recuerdo estos días, alumbrado por las cartas de Julio Cortázar que releo, asustado por el pavor que produce la realidad cuando ésta aún no se ha resuelto (la crisis que nos conmueve, el temblor de la hojalata en que se han convertido las ilusiones de jóvenes y mayores que ahora no saben a dónde mirar para seguir). Recuerdo y el recuerdo se convierte a veces en memoria y remordimiento. Un amigo me dijo hace unos días que hace años le respondí a otro amigo, cuando me dejó unos poemas para que los leyera y le diera mi parecer, le respondí: "Muy bonitos tus poemas". En medio del tráfago, de la prisa sobrevenida, no tuve tiempo de profundizar, de decirle algo más sustancioso; el resultado de mi mirada por aquellos versos no pudo ser más estúpido ni más mezquino. Ahora ya no podré remediar la estupidez, no puedo llamarle, reclamarle de nuevo los versos, leerlos a fondo como quien lee una mirada. No puedo, el amigo ya no está, murió hace años, poco tiempo después de aquella desconsiderada respuesta ante sus ojos ilusionados y cansados al mismo tiempo. ¿Qué hace uno de las palabras, en qué convierte su ansiedad? La vida es un traspié permanente y amargo, a veces estamos en el lado del que pide, y a veces estamos en el lado del que da, y a veces no sabemos estar en ninguno de los dos lados. Un día Julio Cortázar le dijo a José María Arguedas que no tenía tiempo para sus cuitas andinas, que él dirigía una orquesta en París. Luego se pasó los años lamentando la grosería. No sé de qué lugar de la inconsciencia o de la prisa le dije aquello ("Muy bonitos tus poemas")a aquel amigo cuya juventud requería entonces la lentitud de una respuesta generosa. Ahora, en la lentitud concéntrica de La Gomera, en el mismo ordenador de otros veranos y de otros inviernos, sentado en medio del ruido del bar Ambigú, donde tienen internet y bebidas, y donde hay extranjeros y locales celebrando que aquí las horas duran más, declaro ese momento que ahora viene a mi memoria atolondrado como uno de los más desafortunados de mi vida. Y lo cuento tan solo para decirle a mi espejo que así no se puede proceder. Pero ya no se lo puedo decir sino a mi espejo.    

Sonido del periodismo

Por: | 23 de diciembre de 2010

Se acaba CNN+. Una despedida indeseada. En el programa de Antonio San José y Leticia Iglesias lo dije ayer por la tarde: una despedida que llena de emoción y de melancolía a los que hemos visto ahí, a lo largo de más de una década, el sonido del periodismo, el latido de una profesión que en mi caso me llegó gracias a la radio y que ha representado en este último decenio una manera de concebir la información cercana e inmediata, mezclada cada vez más con el reportaje, la entrevista, la conversación. Con un sonido que huía del griterío y de las admoniciones editorializantes, CNN+ ha generado una audiencia comprometida con la información, la que ahora lamenta de veras esta desaparición. Iñaki Gabilondo ha comentado en un chat con los lectores de EL PAÍS este momento. Él es radio, se hizo en la radio, y la televisión ha sido, por ahora, el último tramo de su vida de periodista; pero seguirá siendo periodista. Este es un universo que jamás se abandona, ni en su caso ni en el de los compañeros que ahora quedan en la historia en espera, ojalá, de otra historia. Gabilondo es una leyenda del periodismo español; pero usamos la palabra leyenda sólo en sentido admirativo, es una metáfora de admiración por lo que ha hecho, en la SER, en TVE, en Cuatro, ahora en CNN+, y todo lo que ha hecho es verdad, se puede tocar, se puede escuchar y ver, y leer, no es leyenda... Ha ejercido un periodismo directo y también didáctico, gracias a él los radioyentes y luego los televidentes hemos ido sabiendo más, y más a fondo, acerca de lo que ocurre. Lo que han hecho él y sus compañeros es prolongar el conocimiento de sus oyentes, y lo han hecho con ellos: ese tono que Gabilondo entronizó en la SER y que ha podido seguirse en este canal en su propio programa, en los de Antonio San José y José María Calleja, entre otros muchos que ahora van a negro, es una manera de entender el sonido de un periodismo respetuoso y solvente que en este momento, en el instrumento televisivo, se queda gravemente huérfano. Gabilondo dice en su chat que "nos buscaremos y nos encontraremos"; que regrese ese modo de hacer periodismo no es sólo un deseo, es una necesidad del oficio y de la sociedad española, esta sociedad tan electrizada que ha hecho del insulto y del chantaje que genera el insulto una manera de ser, una esencia malsana de la vida pública.

Descargas y tópicos

Por: | 21 de diciembre de 2010

Los tópicos que caían sobre Teddy Bautista y la SGAE caen ahora sobre Ángeles González Sinde, la ministra española de Cultura, y su ley sobre las descargas en Internet. Late en ambas cruzadas, envueltas muchas veces en insultos o desconsideraciones basadas en suposiciones injuriosas sobre todo acerca del presidente de la SGAE, la idea de que no se debe legislar para que los derechos de los creadores sean de dominio público y gratuito, y también la convicción de que recaudar los derechos que generan autores y actores es una práctica falaz de esa sociedad a la que tanta porquería se le arroja. Es libre la creencia de que todo ha de ser gratuito, pero también es libre no compartirla, y sobre todo son libres de no compartirla aquellos que viven de lo que hacen. Lo que está sucediendo, cada vez que se propone regular lo que la red distribuye para que los creadores disfruten de los derechos de los que son titulares, tiene el aspecto del chantaje, sustanciado en el insulto en el lugar común. Debería haber un ámbito de sosiego en esta sociedad que permita que la discusión acerca del porvenir de lo que la red ofrece se base más en la discusión sobre las legislaciones que en el prejuicio y en el rechazo del argumento de los que opinan distinto. Durante años fui editor, y comprobé cuál es la realidad de los derechos de autor, en qué condiciones vive la mayor parte de los creadores literarios, hasta qué punto ese oro que se le supone a los beneficiarios de la industria es, simplemente, un factor subsistencia, una inquietud perenne sobre qué va a suceder con el libro siguiente, o con el libro que se acaba de publicar. Si se acaban esos derechos, si los autores no pueden reclamarlos, si se diluyen en la red, otros se beneficiarán de ello. Este no es un cuento de hadas: los que quieren que no haya derechos quieren disfrutar de esos derechos ajenos. La creencia de que ha de ser gratuito lo que otro hace, que el libro, la música o la película que otro hace, con su genio, con su esfuerzo y con su dinero, deba ser gratuito para nuestro disfrute, es un lugar común que desde hace mucho tiempo domina en sectores de la sociedad a la que seguramente no le gustaría que le hurtaran lo que tienen como propio. Puede haber quienes estimen que lo suyo es de todos, pero esta es una opción que debe ejercerse en privado: si quiero hacer regalos, los hago. Pero lo que regalo cuesta, he de comprarlo, ha sido fabricado por otros, me cobrarán por ello. ¿Que esté en la red es distinto a que esté en las tiendas?  La discusión será abrupta, ya lo es; lo que sería interesante es que no fuera para arrojar piedras siempre contra los mismos.  

Auriculares de silencio

Por: | 20 de diciembre de 2010

Un día, hace algunos años, me desperté en un avión después de una pesadilla; me despertó un villancico; un villancico en particular, reiterativo, una melodía obsesiva que aún hoy me despierta de las pesadillas pero dentro aún de las pesadillas. Desde entonces siento un irreprimible rechazo del sonido de estos días, esa especie de melodía edulcorada que el tiempo le prepara a la vida para que ésta parezca de pronto feliz, luminosa y solidaria. Lejos de mi la funesta manía de aguar la fiesta, que esta es una fiesta que a mucha gente hace tan feliz; de lo que hablo es del sonido de la fiesta, de esa penosa repetición de los villancicos en las tiendas, en las estaciones, en los aviones. En los aviones es la música de fondo mientras la tripulación ultima los interminables preparativos para el despegue, en las estaciones es la música que te acompaña hasta los trenes, pero luego te insiste desde los altavoces perezosos de los trenes, y en las tiendas es el acompañamiento obsesivo de los perfumes con los que, ignoro por qué, te reciben en las tiendas y sobre todo en las grandes tiendas o almacenes. Haría un paréntesis en la vida, pondría un corchete a los almanaques, para que lo que nos espera ahora, los villancicos a todas horas y en todas partes, fuera borrado del mapa de los sonidos. Es imposible parar la música, porque la vida es música, pero tendrían que guardar esa música para los auriculares: aquellos que quieran villancicos, con su auricular de villancicos, y los que quisieran silencio, como es mi caso, auriculares de silencio. Este jueves tomaré un avión: todo lo que me espera me gusta. Me gusta la familia, la arena, el sol, la comida en mi bar favorito, el viaje en barco, los libros, los papeles, el ordenador que me acompaña, el reencuentro con semblantes que me apetece ver de nuevo... Pero, los villancicos. Si no hubiera villancicos la vida de diciembre sería más feliz, más armónica, menos expuesta a esa rabia contenida con la que empiezo en esta época los viajes en los aviones y las visitas a las tiendas. Alguna gente me pregunta por qué no voy nunca a las tiendas; siempre digo que por miedo a los perfumes. No es cierto: es por si ponen villancicos también fuera de temporada. 

Lezama

Por: | 18 de diciembre de 2010

Ignoro si fue un sueño, pero creo que estuve en la casa de José Lezama Lima en el otoño habanero de 1990. Era mediodía, y había en la calle una luz lechosa, muy propia de aquella ciudad y muy propia del sonido de las páginas de Paradiso, esa novela que parece el eco insistente de un asmático del Caribe, una voz llena de frutos abiertos recientemente, como algunos poemas de Severo Sarduy, como algunas de las páginas más melancólicas de Guillermo Cabrera Infante. O como algunos versos de Eliseo Diego o algunas metáforas desesperadas de su hijo Eliseo Alberto. Estaba allí, en esa casa, el espíritu despojado del gran hombre atado al humo de sus puros; las paredes estaban limpias, en efecto despojadas, acaso salvajemente despojadas; pero es imposible destruir del todo las paredes blancas de los poetas, así que por allí se podían ver sus huellas, las suelas de sus zapatos grandes, el rumor de los pies silenciosos que vienen portando un ataúd imposible para aquel gordo insuperable. Poco a poco ese sueño se va tiñendo de muebles, de sillas de rejillas en las que él se balancea, lanza una mano al aire para disipar el humo, éste le entra por sus ojos blancos y asombrados, cansados, el asma es el compañero cruel de sus noches, y el tabaco es el testigo que ve subir y bajar el pecho en una sucesión de angustias verticales. O está de pie o se ahoga, así que se sienta en esa silla de rejilla que ya tampoco está en la casa. La han vaciado, han vaciado la casa, quién se llevó la casa, quién quiso llevársela; nadie responde en La habana, te ponen una mano en el hombro y siguen caminado por la sombra del silencio risueño de los cómplices; han querido vaciar de memoria hasta la pared del fondo, donde tenía algunos de sus cuadros más queridos, pero aquí está también la melancolía de ese cuadro. Este rincón está lleno de Lezama, como si fuera una huerta que él hubiera señalado desde que nació para ser, eternamente, un siglo y otro, una huerta poblada de palabras. Góngora y él, de charla perpetua en un mar sombrío. 

Felix Francisco en el Hotel Kafka

Por: | 17 de diciembre de 2010

Es muy extraordinario lo que David Villanueva, el editor de Demipage, está haciendo por la obra lamentablemente inconclusa del poeta canario Félix Francisco Casanova, fallecido de manera repentina y dramática a principios de 1976 cuando tenía 19 años. Félix Francisco era un joven cooperativo y alegre; le gustaba la música tanto como la poesía, y hacía poesía hasta respirando. Tenía unas dotes extraordinarias para la metáfora, que usó con una facilidad increíble, en la realidad de la vida cotidiana y en todos sus textos, desde su novela El don de Vorace hasta sus diarios y sus poemas. Villanueva descubrió, gracias a algunos escritores amigos suyos, la obra de Félix Francisco, publicó primero El don de Vorace, luego sacó sus diarios y ahora ha publicado su antología poética, Cuarenta contra el agua. Anoche hizo una presentación de este último libro en el Hotel Kafka, la escuela de letras montada en el mismo sitio donde el también canario Pérez Galdós escribió algunos de sus libros, en la calle Hortaleza, 104 de Madrid. Villanueva  tuvo la gentileza de invitarme a participar en la presentación de este libro último, que hoy mismo presentará también en Tenerife, en la librería Agapea, en la Avenida 3 de Mayo (por si quieren ir), a la hora de la tarde en que se presentan los libros, en torno a las ocho, imagino. Tras la presentación que hicimos Villanueva y quien esto escribe el editor invitó a participar a la joven poeta Luna Miguel, que se hizo acompañar por otro joven artista, el guitarrista Julio Fuertes. Luna leyó versos de Félix Francisco, sobre la música que iba interpretando Julio, y el conjunto resultó extremadamente emocionante, de una emoción adecuada, propia de los poemas del malogrado escritor canario, y propia también de las imágenes que en esa antología florecen con la frescura y la vitalidad con que Félix Francisco dotó su manera de ser literaria. En mi intervención yo había subrayado algunos versos de Félix ("Dichoso mi yo soñoliento...", "Un día en que estaba muy triste vi un blues pequeñito paseando solo por la carretera"..., "Los sueños son circunferencias perfectas..."Un adolescente aburrido es, ciertamente, un paisaje muy triste...") que constituyen ejemplos de aquella vitalidad melancólica, a veces sarcástica, otras veces burlona, con la que nos asombraba a todas horas este heredero nítido del surrealismo que inundó las islas en la época republicana y convirtió la creatividad literaria en una aventura radical que él acogió como quien abraza el viento. Escuchar a Luna y a Julio me parece que era la mejor manera de resumir la emoción que produce la historia de este joven que se quedó allá, en su edad, que es la edad de la poeta y el guitarrista, mientras nosotros hemos venido envejeciendo.

El País

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