José María Aznar ha dicho en una reunión de su partido, el Partido Popular que preside, que España está intervenida, que el Estado de las autonomías debería ser revocado o corregido y que estamos en malas manos. Lo lleva diciendo desde hace tiempo, de una manera o de otra; él cree que desde que no está este país se ha ido deteriorando hasta los niveles insostenibles de la actualidad. Es su opinión. Creo que lo que molesta de Aznar no es que emita opiniones, está en su derecho; está en su derecho incluso a no hacer autocrítica, a omitir que en su administración se consolidó la burbuja inmobiliaria cuyo pinchazo ha desembocado en la dramática situación que vive el mundo de la construcción, que era la base del esplendor económico que él añora. No es eso lo que molesta del ex presidente; ni siquiera molesta que ahora hable, además, como consejero de una multinacional de los medios y de una empresa española de capital extranjero, y como ex presidente que sigue cobrando del erario público, igual que su colega Felipe González, que también ha abrazado semejantes consejerías. No, yo creo que lo que molesta de Aznar es el tono arrogante con el que expresa sus opiniones. No es su culpa: es su manera de ser. Él es un hombre arrogante que se cree en posesión de la verdad, y la lanza con descaro en medio de un estanque en el que él nadó como le dio la gana cuando fue presidente. No está dotado para la modestia ni para la humildad, igual que muchos seres que son incapaces de entender que para emitir una opinión uno tiene que mirarse antes a su propio espejo. Pero no todos son ex presidentes. Él tiene unos privilegios, los tuvo y los tiene, que deberían obligarlo a tentarse la ropa antes de enviar por el mundo el mensaje de que, faltando él, el desastre es total. En las filtraciones de WikiLeaks aparece que les dijo a los norteamericanos que si él percibía que España le necesitaba volvería. Pues la verdad es que, escuchándole, no sé a qué espera.