Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

"Sobre el oficio de contar las cosas"

Por: | 27 de febrero de 2011

Decía Azorín que había que ir "derechamente a las cosas"; contar exige una enorme dosis de paciencia, del que cuenta y del que escucha. Paciencia, información, comunicación, comprensión. Pero paciencia: para ir de un sitio a otro, para ir de un hecho al que lo quiere conocer, lo mejor es contarlo con paciencia. Entenderlo primero, en todos sus detalles, y luego contarlo, no antes. A lo largo de los años muchos hemos vivido gracias a la paciencia de Iñaki Gabilondo, para contar, y para escuchar. Siempre me he preguntado de dónde le viene esa facultad, pues cuando no está delante de un micrófono Iñaki es verbal, extremadamente oral, habla como si tuviera prisa, como decía Julio Cortázar, por rellenar las almohadas de la conversación. No es raro, pues tiene un enorme bagaje cultural; es un gran lector, muy diverso, y jamás ha hecho una entrevista a un escritor sin haber leído antes el libro al que tendría que referirse. He asistido a algunas entrevistas suyas, para la televisión o para la radio, y siempre me sorprendió esa capacidad para seguir el hilo de una conversación en directo sin que le preocupara otra cosa (ni el tiempo, ni el espacio, ni el guión) que la mirada de su interlocutor. Ahí, en el estudio, es donde Gabilondo adquiere, como de pronto, como si le viniera del aire, la paciencia de escuchar. Y se transforma: deja de ser el interlocutor que se deja vencer por su propia personalidad de hombre que habla y se convierte en el hombre que escucha, el hombre que tiene como oficio el de escuchar para contar, un periodista. Esa es una experiencia riquísima, de la que muchos seguimos aprendiendo. Ahora esa experiencia sobre el oficio de contar ha sido compilada por Iñaki en un libro que es también una carta de batalla a favor de lo noble que tiene el oficio de periodista. El libro anuncia en su título un periodo en el que ya estamos instalados (El fin de una época), y se subtitula Sobre el oficio de contar las cosas. Está publicado por Barril & Barral y se presenta el 3 de marzo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Se lee de un tirón, pero hay que leerlo parándose, subrayando (aunque sea mentalmente; me han aconsejado que no subraye los libros, y ya no los subrayo) aquellos extremos en los que Gabilondo se para también para advertir: sobre el sentido que tienen ahora las discusiones sobre el futuro del oficio (que cada día más son discusiones sobre los instrumentos que usamos para comunicar lo que sabemos); sobre la ética, sobre la actitud del entrevistador (que debe mirar al interlocutor más que a las notas), sobre los criterios del gerente en contraposición con los criterios del periodista, etcétera. Son 174 páginas que Joan Barril, el excelente periodista, cuya prosa es una delicia, presenta con la admiración que todos le debemos al autor. Háganse con el libro, y úsenlo como eso, como una carta de batalla a favor de un oficio que sigue siendo el más hermoso, a pesar de las negruras que ciernen contra él los que han confundido la libertad de expresión con la libertad de insulto.

El escritor

Por: | 26 de febrero de 2011

Ezequiel Pérez Plasencia se había ido a Cartagena, desde Tenerife y desde Madrid, buscando tiempo, sosiego, escritura; era un apasionado de las letras, en todas sus formas: como lector, como escritor, como periodista. En medio de esa aventura conoció las locuras de la vida, el alcohol, el apresuramiento, y tuvo la fuerza (que también le dio su madre, a la que adoraba) de resistir los distintos abismos hasta conseguir ahora ese sosiego que fue arañando como un niño araña las paredes fronterizas de su cuna. Escribía, escribía mucho ahora; lo contaba a veces, por mail, por llamadas telefónicas que eran siempre como bálsamos, cuando en otro tiempo habían sido aguijones que nacían de la frustración con la que vivió los silencios. Le apasionaban autores que a mi me apasionan también, y compartíamos esa experiencia de querer leer lo que acaso estuvo alguna vez en nuestro concepto de lo que era la literatura, y no sólo eso, de lo que era la lectura, que es la esencia de un autor, lo que se le lee. Le gustaba la poesía, y aunque su universo era la narrativa lo que había en el sustrato de lo que escribía era su capacidad lírica, su autocontemplación desgarrada. Dice hoy Alfonso González Jerez en el Diario de Avisos de Tenerife que en los últimos años se había dulcificado; había dejado de ser aquel Ezequiel que se indignaba según amanecía, que odiaba las sombras y las esquinas, como un Onetti que no quisiera despertarse sino del lado de las palabras secretas. En esos últimos tiempos, sin embargo, había recuperado en Cartagena el ánimo colectivo, se reunía con amigos, escribía y llamaba, estaba reconciliado con las sombras, como si se le hubiera rejuvenecido el ánimo, cuyos aires positivos regalaba con la generosidad que hoy destacan también, en El Día, periódico en el que trabajó (y trabajé) sus amigos Eduardo García Rojas y Víctor Álamo. Su pasión era Albert Camus, me decía ayer Eduardo. De Camus aprendió que el ritmo de las palabras se basa en lo que se dice, y no tan solo en la música que lo dice. De ahí viene su austeridad en el lenguaje, que fue también reflejo de su austeridad en la vida; como Onetti, escribía hacia adentro, y no necesitaba muchos muebles para hacer que esa casa de las palabras fuera habitable o desolada, pero siempre extraña, sorprendente, en medio de un resplandor que a veces era el infierno y a veces se aproximaba a una gloria humilde, como invisible. Cuando todo ese universo se estaba poniendo en orden, cuando tenía claro el pasado y cuando escuchaba los rumores del futuro con la intuición que había en sus ojos preocupados, inquisitivos, Ezequiel se murió en Cartagena, víctima de un accidente desgraciado que hoy narro en mi obituario de El País. Me llamó para advertirme su hermana, Paquita, y lo primero que vi mientras ella hablaba de la desgracia de la muerte de su hermano era a Ezequiel con otros. Aquel solitario siempre con otros, oyendo, con esos ojos que se alimentaban de una curiosidad que no cesaba nunca. La curiosidad es el arma contra la ignorancia, y en un escritor la curiosidad es la antesala de la generosidad; a ese espacio había llegado Ezequiel Pérez Plasencia. Este es mi homenaje a un escritor tan radical, de mirada tan diáfana.

Periodistas

Por: | 25 de febrero de 2011

Ante los jóvenes que quieren ser periodistas y que ayer se reunieron para celebrar el principio del curso número 25 de la Escuela de Periodismo de EL PAÍS, en la Autónoma de Madrid, Joaquín Estefanía, director de la Escuela, leyó esta frase de Romain Gary que me apetece reproducir porque sirve para el periodismo y para la vida:

"Estoy en contra a priori de todos los que creen tener razón de forma absoluta (...) Estoy en contra de todos los sistemas políticos que creen poseer el monopolio de la verdad. Estoy en contra de todos los monopolios ideológicos (...). Abomino de todas las verdades absolutas y de sus aplicaciones universales. Tenemos una verdad, alcémosla con prudencia a la altura del ser humano, veamos a quién golpea, a quién mata, qué ahorra, qué rechaza, olfatéemosla durante un tiempo, veamos si no huele a cadáver, saboreémosla reteniéndola un buen rato sobre la lengua, pero dispuestos siempre a escupirla de nuevo. Eso es la democracia. El derecho a escupir".

El día anterior, el miércoles 23 de febrero, escuché el diálogo que coordinó el director de EL PAÍS, Javier Moreno, por cierto alumno de la Escuela en la promoción de 1992, con cuatro colegas suyos (New York Times, Le Monde, The Guardian, Der Spiegel). Fue estimulante escucharles poner en primer plano el papel que el periodismo tiene para jerarquizar la información, para ofrecer al lector las claves que le permitan acceder a los documentos poniéndolos en contexto, situándolos bajo las luces que da la experiencia del oficio.

El oficio está cambiando, pero no está lejos de lo que siempre fue; al contrario, como decía Bill Keller, el director del New York Times, en cualquier formato, en cualquier soporte, precisará siempre de periodistas que sean fieles a lo que les exige este trabajo: que sea útil para entender lo que pasa. Y lo que pasa hay mirarlo bajo la luz de lo que decía Gary, para que lo que se dice no sea oscurecido por la luz opaca de las verdades que se arrojan como piedras ciegas. 

www.72migrantes.com

Por: | 23 de febrero de 2011

Alma Guillermoprieto es una de las grandes periodistas del mundo; es profesora también. Escribe sus reportajes, sobre todo, para el New Yorker, y es una maestra del oficio. Ahora está en España porque aquí la editorial Debate le ha publicado su libro de crónicas Desde el país de nunca jamás, un compendio de esa sabiduría con la que mira. Hay algo aún más importante que ha hecho últimamente, acaso lo más conmovedor, lo que indica la fuerza de sus convicciones periodísticas, entre las cuales está la solidaridad de la mirada. Es el portal www.72migrantes.com que ella impulsó para rendir homenaje a los emigrantes centro y suramericanos que fueron salvajemente asesinados en agosto del año pasado en Tamaulipas (México) "por un grupo de psicópatas que hoy rondan el país". A raíz de esa salvajada, Alma, que es mexicana, pero profundamente latinoamericana, se propuso crear una especie de altar cibernético, siguiendo una tradición que ella misma describe en la presentación de la web. Según esa tradíción, en el altar de los muertos "se les devuelve el rostro y el nombre a los difuntos al evocarlos y colocar sus fotos. Se comparte el alimento con ellos, y luego se les acompaña y se les canta". Aquí han evocado la identidad de todos aquellos asesinados escritores como Elena Poniatowska, Jorge Volpi, Juan Villoro, Sergio Aguayo, Lolita Bosch..., y la propia Alma Guillermoprieto, que escribe sobre un migrante aún no identificado entre los que padecieron aquella masacre, símbolo de la barbarie de nuestro tiempo, en México y en el mundo, la desastrosa brutalidad con la que se desprecia la vida. El portal (el altar) es una denuncia conmovedora, que revela el valor de la impulsora como periodista y como ser humano. Escucharle hablar de este proyecto, de sus consecuencias mediáticas, de la trascendencia humana que tiene, es prolongar la enseñanza de Alma Guillermoprieto, cuyos reportajes ya eran una expresión poderosa de su nobleza.

"El progreso fue un fracaso"

Por: | 22 de febrero de 2011

Juan Cueto acaba de publicar su libro Cuando Madrid hizo pop (Ediciones TREA), y estuve anoche en la presentación en Gijón. He escrito una crónica que aparecerá, si no ha aparecido ya, en la edición digital de EL PAÍS. Fue una gran satisfacción estar allí. Independientemente de la crónica que he escrito, quiero subrayar aquí lo que dije en la oportunidad que me dieron de intervenir en el acto. Mi generación, y las generaciones siguientes, le debe mucha gratitud a Juan Cueto. Introdujo en España la discusión sobre la modernidad, ha iluminado con una prosa inteligente y vivaz asuntos que parecían oscuros e incluso tenebrosos, y nos abrió paso (en el libro están esos asuntos) para que entendiéramos cuál es el vocabulario fundamental de nuestra época: la moda, la violencia, las patrias, Internet, las otras pantallas. No se ha dejado amilanar ante ningún asunto, creó emisoras de televisión, ha sido leal siempre a sus conocimientos, que ha esparcido con una enorme capacidad de seducción literaria, y ha sido capaz, desde antes de que se hablara de las nuevas tecnologías, de combinar la enciclopedia con las nuevas tecnologías. En mi crónica para elpais.com recojo esta frase que le dijo al compilador del libro, Miguel Barrero, y que a mi se me antoja como un motivo de importante reflexión en este momento del futuro, en el que hemos entrado sin saber muy bien de qué color es el abismo que enfrentamos. Cueto dice: "El progreso fue un fracaso porque el progreso no es solo lo que está delante; el progreso es bueno porque acumula memoria, pero el problema viene cuando salta por encima de la memoria y lo liquida todo, y yo ahora mismo me encuentro en un estado de perplejidad tremendo porque creo que se ha tratado el progreso muy aceleradamente".  

"A ver cómo lo hundo"

Por: | 20 de febrero de 2011

Anoche vi un espectáculo insólito en la televisión (La Noria, Telecinco). Insólito es un adjetivo un poco tonto, la verdad, porque ahora lo que parece insólito se queda en el olvido en seguida: después viene otra cosa aún más insólita que a su vez se diluye como la sal en los lagos.

    En este caso lo insólito fue ver a una periodista enfrentada en un Cara a Cara con el presidente de una Comunidad Autónoma, Miguel Ángel Revilla, invitado allí (con la periodista) a discutir sobre asuntos de actualidad.

    El primer asunto, propuesto por el programa, tenía que ver con la situación judicial de Francisco Camps, presidente de Valencia. Expuesto el tema, le tocaba a la periodista, y ésta comenzó a leer una retahíla parafalangista que no comprendíamos bien, hasta que el señor Revilla le preguntó a qué venía aquello, pues obviamente no se correspondía con lo que La Noria quería como botón de arranque del debate.

    Resultaba que ese texto parafalangista, o falangista a secas, lo había escrito en su juventud azul el propio señor Revilla, y la periodista lo producía, dijo, para desenmascararlo. Caramba. Nos quedamos un poco perplejos, o al menos se quedó perplejo este telespectador, pues el asunto no era hablar de Revilla, ni de su pasado, sino de Camps, de su pasado inmediato, y de su futuro inmediato también.

    Me quedé con la impresión, después del abrupto rifirrafe que se produjo entre la periodista y el asombrado Revilla que lo que quería la primera era que no se debatiera nada de lo de Camps y sí todo lo de Revilla. Me dio la impresión, también, de que Jordi González, el presentador del programa, y conductor de los debates, no acertó a sintonizar el propósito con el resultado. Y el resultado fue consecuencia de esa expresión que tantas veces escuchamos a la gente decir cuando se va a enfrentar con su adversario más encarnizado: "A ver cómo lo hundo".

    La periodista de este caso parecía querer hundir a Revilla; él se resarció como pudo, y la verdad es que se quedó bastante aturdido y respondió con más educación que la que uno espera cuando a alguien le dan una ahogadura de semejante magnitud. Antes del Cara a Cara Revilla dijo que tenía fiebre. Ella no le perdonó ni la fiebre. Quiso hundirlo en el primer asalto.

    Nunca me gustó personalmente esa actitud que reclama el hundimiento del otro para sentir la satisfacción de una victoria sarcástica, pero se ve mucho de eso. "A este lo hundo". Ahí comienza la maniobra de chantaje, y luego no se sabe cómo acaba. Pero el primer propósito es que el chantajeado se calle, y mejor que se calle para siempre.

    Lo que he visto, lo que hemos visto, en este espacio concreto de La Noria me parece que es el colmo, pero no se crean ustedes que el colmo es algo definitivo, pues mañana podremos ver más colmos, y así sucesivamente. ¿Desvergüenza? Más bien costumbre de la desvergüenza. 

P.S. Muchos mensajes registrados por La Noria explicaban que la periodista atacó de esa manera al presidente cántabro porque ella trabaja en la cadena que controla el señor Camps. De eso no hablaron; hubiera sido interesante que ella misma se desmarcara de esa acusación. Pero acaso no había recopilado los datos de su propia colaboración en dicha emisora.

A Primout no vuelve nadie

Por: | 19 de febrero de 2011

Muchos dedicamos muchos homenajes a Ángel González cuando murió el poeta, hace dos años, y parece que fue ayer por la tarde cuando aún escuchábamos su voz carraspeando su timidez inolvidable. Hubo artículos, libros, poemas, recitales, discos; para rellenar su ausencia hubo también silencio, emocionado silencio necesario para respetar la esencia de su propia despedida. Entre los testimonios estuvo el suyo propio, que rescató Televisión Española de los archivos en los que estaba Ángel. El programa en el que él revisitaba su tierra volvió a la pantalla y ahí pudimos volver a verle caminar por Oviedo, por Madrid, por Albuquerque en Estados Unidos, y le vimos volver a Primout, el pueblo del monte leonés, cerca de Villablino, en El Bierzo, en el que pasó algunos meses dando clase en la inmediata posguerra mientras se recuperaba de una tuberculosis. Muchos años después, casi medio siglo, Ángel González regresó a ese lugar emocionante de su memoria y rebuscó allí rescoldos de lo que nunca había dejado de ser suyo. Fue un instante del reportaje, como si ahí él detuviera una metáfora de la vida. Ahora ese espacio de tiempo, ese segundo que dura la emoción del reencuentro con un sitio que fue raro o decisivo, ha sido rescatado por Julio Llamazares en su libro de cuentos Tanta pasión para nada. El cuento se llama A Primout no vuelve nadie; eso fue lo que le dijo Roque, su acompañante años atrás y su acompañante ahora, cuando el poeta se despidió otra vez indicándole que ya volvería a Primout, algún día, esas cosas que se dicen cuando uno se va de un páramo al que resulta difícil encontrarle la vuelta. Así cuenta Julio aquella respuesta heladora:

--No, don Ángel, usted no va a volver --me respondió él, parado en la carretera. Y, luego, tirando de la caballería para iniciar el regreso al pueblo, añadió--: A Primout no vuelve nadie.

Ese preciso instante del documental en el que Ángel contó su vida crece en el relato con la fuerza que debió tener cuando se produjo la frase, al final del documental que, visto ahora, parecía también el final de la vida del poeta. Ahora que ha pasado el tiempo Julio rescata así ese episodio, con la sensibilidad que le convierte en uno de los poetas más hondos de esta época. Puede decirse que en lo que Roque afirma ("A Primout no vuelve nadie") está lo que en definitiva quiso decir Ángel sobre la tierra misma, este lugar de visita que al fin se desvanece. No es tan solo (el relato, la propia frase de Roque, la reconstrucción de Julio Llamazares) un retazo de lo que en efecto se dijo en ese documental ahora histórico; es mucho más, es (como fue La lluvia amarilla) una carta, un poema sobre la vida y la muerte, y por tanto sobre el tiempo; Llamazares dice que la literatura sirve para parar el tiempo, es en realidad un suspiro, un verso, que trata de detener en un fogonazo el recuerdo que queremos apresar de la vida. Esa manera de intuir la literatura le ha hecho a él un poeta que hace del tiempo siempre una metáfora que sobrevuela sus libros con la eficacia sentimental de una elegía, elegía de las personas y de los sitios, y aquí reconstruye aquel espacio helado de Primout como si le diera vida a lo congelado e hiciera andar otra vez a Ángel, cuando era joven y ya viejo, simultáneamente, por una geografía y por un tiempo que le representan en toda la desnudez con la que se veía en un espejo que jamás le gustó del todo pues era un verdadero poeta. Como Llamazares, un poeta de los sitios a los que sólo se vuelve con los sueños de la memoria, cuando ésta está herida o solitaria. A Ángel aquella frase le señaló para siempre su frente melancólica; Julio la ha congelado aquí, como quien hace una escultura de piedra que se queda en el libro pero que vuela como una metáfora de la patria y de todos nosotros. A dónde vuelve uno. Uno jamás vuelve, y sin embargo, como decía Samuel Beckett, cómo le da vueltas siempre a aquel sitio del que fue.

     

La ciudad de la playa

Por: | 18 de febrero de 2011

Estoy en Las Palmas, la ciudad de la playa de Las Canteras. La ciudad de los poetas (Padorno, Agustín Millares, Lezcano, Alonso Quesada, tantos), la ciudad de los artistas (Manolo Millares, Chirino, Hidalgo, Mariátegui, Gil, tantos), y la ciudad de la alegría en la calle, del carnaval y de la vida cotidiana; la ciudad de las mil culturas y del mar ancho y diverso, la suculenta ciudad de la noche, la ciudad de Utopía y del Gas, de la terraza de Farray y de la mil terrazas, porque es la ciudad de la calle; la ciudad del muelle en el que viven nuevas y viejas memorias del mundo; la ciudad que aspira a ser capital de la cultura europea en 2016, arañando en medio del Atlántico lo que éste tiene de cruce de caminos entre África., América y la Europa que sigue viajando y dejando su sedimento en las casonas del hermosísimo barrio de Vegueta, donde está aquel museo de arte moderno (CAAM) que inventó Martín Chirino... En esta ciudad estoy, ahora cerca de esta playa milagrosa a cuyo final se ven la casa del mar de Padorno y el auditorio que diseñó Óscar Tusquets para albergar la ahora invencible tradición musical que consolidó el Festival de Música de Canarias, una de las principales iniciativas culturales (y globales) de la región. Y en esta ciudad está gran parte de mi memoria de la alegría. De eso hablo aquí estos días con los amigos que me preguntan por mi vinculación con esta playa y con las noches y con los días que la rodean. Nací en otro pueblo de mar, el Puerto de la Cruz, allí está mi raíz; pero las raíces se completan con todas las raíces, y en esta hermosa ciudad de playa está también el aire insular que tanto amo. La raíz de un isleño, que es lo que uno es, isleño pero no aislado, pues el mar es lo que más comunica.

La intuición de los perros

Por: | 17 de febrero de 2011

Los perros huelen en seguida la amistad o el desastre; en ambos casos, ladran. Pero se sabe pronto, aunque no se les vea aún, cuál es el estado de ánimo con el que recibe los ruidos intrusos. La insistencia del ladrido es uno de los elementos que permite juzgar ese estado de ánimo; en el caso de la perra que conozco más, Rita, cesa de ladrar cuando ya considera que el cúmulo de caricias que cree merecer ha sido satisfecho. Entonces regresa a su rincón, que en este caso es un sillón que han forrado con sus telas favoritas. Ahí tiene su territorio, desde el que despliega su olfato para verificar si los pasos siguientes vienen a su puerta o a la puerta de los vecinos. En esto también es notable la intuición de la perra: ella no interfiere los pasos de los desconocidos; se prepara tan solo para ladrarle a los pasos que ya se sabe, y éstos los intuye mucho antes de que empiece a sonar el ruido del ascensor. Cuando ya ha pasado un rato desde el primer encuentro ruidoso Rita parece decir, como escribió Jorge Guillén después de su famosa siesta, que el mundo está bien hecho, que todos están en casa ya, que no falta nadie, o al menos que ella no echa en falta a nadie. De chico me pasaba exactamente lo que en mi imaginación creo que le pasa a Rita: yo contaba uno por uno, mentalmente, los amigos, los familiares, los parientes lejanos, los cercanos, los enumeraba y los nombraba, como si así quisiera conjurar la vida a su favor. Sigo haciéndolo, hacia atrás y hacia adelante, y en esa tarea en la que trato de intuir, como los perros, cómo estarán las personas a las que conozco y quiero, distraigo momentos que de otro modo, en la soledad más absoluta, en el desierto más total, sería insoportable. Pues uno se levanta de la silla en la que está solo porque en otro sitio alguien te espera, o alguien avanza hacia ti sin que tú lo sepas, y cuando llegue te va a hacer muy feliz. Supongo que eso es lo que mantiene inquieta a Rita, hasta que al fin alguien llega y ella ladra porque aún no sabe abrazar ni decir otra cosa que lo que ladra. Pero se la entiende, yo creo que se la entiende. Los ojos de los perros no engañan a nadie.

Las personas diapasón

Por: | 16 de febrero de 2011

Estuve anoche en el homenaje que un grupo de amigos, capitaneados por Rosa León, Concha García Campo y Luis Alegre (Luis Alegre, "el amigo de todo el mundo", como Kim de la India), le dedicó a María Dolores Pradera, la extraordinaria voz, en el Instituto Cervantes, en Madrid. Fue un acto hermoso que ella realzó con su sensatez y su buen humor imbatibles. Su vida ya es larga, y su memoria está intacta, como si estuviera viviendo los acontecimientos y las anécdotas que cuenta. Me tocó hablar, junto con Javier Rioyo, acerca de su personalidad. Y la verdad es que en medio de aquel gentío (que hoy enumera en gran parte Rosana Torres en su crónica en EL PAÍS) no se me ocurría mucho que pudiera decir, pues sólo sé de música lo que oigo, y sólo sé de ella que admiro su voz, su elegancia, el modo de decir lo más grande o lo más chico con un enorme respeto por el que está escuchando; y sé también, pero esta es una cuestión que viene de experiencias privadas, de la enorme generosidad con la que trata a sus colegas y a sus amigos. Pensando en esto, en lo que podría decir para hallar una palabra que la definiera, me vino a la cabeza una expresión, las personas diapasón, aquellas que son capaces siempre de dar el tono adecuado a las conversaciones, e incluso a las discusiones, las que son capaces de informarse antes de emitir una opinión, y de aceptar la opinión contraria como si esa opinión fuera a formar parte de su actitud o de su estilo. Y María Dolores Pradera es así, es una persona diapasón allá donde está. Se me ocurrió también que así es Iñaki Gabilondo, que estaba allí anoche también, él nos ha dado (y nos seguirá dando) el apunte del que puede partir una reflexión siempre sosegada, una interpretación posible, por lo sensata, de lo que nos pasa; y lo era, era persona diapasón, nuestro amigo Rafael Azcona, que tan amigo fue de María Dolores Pradera. Y lo fue, en el pasado, gente como Bertrand Russell. Cuando vivía Bertrand Russell la gente esperaba a escuchar qué decía Bertrand Russell antes de formarse una opinión sobre las cosas. Y cuando se murió la gente se preguntaba qué hubiera dicho Bertrand Russell ante determinado acontecimiento. Gente diapasón. Diapasón es también Juan Cueto, que ahora, por cierto, publica un libro diapasón, Cuando Madrid hizo pop ((Editorial Trea); a Cueto lo llamo de vez en cuando para sentir qué pasa por el acento de su diapasón, de qué manera se va desenvolviendo este mundo gritón al que él le dio siempre el subrayado de la modernidad que no rompe las costuras a base de la demagogia de lo modelno. Lo mismo me pasa con Emilio Lledó, o con Carmen Balcells. Hay muchas personas diapasón, por fortuna, alrededor, y de ellos nos es dado obtener elementos de sensatez que sirven para ir tirando en busca de un sosiego que tantas veces nos resulta inalcanzable.

El País

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