Tal día como hoy, 5 de febrero, Jaime Salinas fechaba el epílogo que escribió para el libro de conversaciones que hicimos con él para que nos explicara el origen y el desarrollo de su fecunda relación con el oficio de editar. Conté aquí cuando murió Jaime, el 25 de enero, en Islandia, que ese libro, todavía en la forma de galeradas, corregidas en segundas pruebas, había desaparecido; no se publicó, ahora me lo ha recordado Mario Muchnik, que me lo encargó para Anaya-Mario Muchnik, porque Salinas estaba escribiendo sus propias memorias, que luego recibieron el premio Comillas de la editorial Tusquets. En el transcurso de esa espera, cerró la editorial y el libro se perdió para su publicación, y se distrajo, por unas razones o por otras, de nuestras propias estanterías, las mías y las de Ruth Toledano, la joven poeta que me prestó su amistosa ayuda en aquellas interesantes conversaciones que sosteníamos sobre todo en la cocina del editor, en el barrio de Las Vistillas de Madrid. En su artículo en EL PAÍS, Ruth evocaba ayer esos días tan hermosos, de charla y de aprendizaje; ella misma estuvo buscando entre sus archivos aquellas conversaciones que ella transcribió, y yo busqué, en mis cajones sin orden, rastros de aquellos papeles, que Jaime tampoco guardó. Lo cierto es que unos días después de la muerte de Jaime, una buena amiga, Mariangeles Fernández, escritora, periodista, editora y profesora, me escribió una nota de la que deduje que ella, que había trabajado en Anaya-Mario Muchnik, podía tener esos papeles. Los tenía. Ella ya sabe la emoción que me produjo el hallazgo, cuyo encuentro ha sido uno de los momentos de melancolía feliz más grato que he tenido en mucho tiempo. Ahora he estado releyendo lo que entonces hicimos; Jaime era un hombre tímido y frágil, inseguro, como él mismo decía, pero sus juicios sobre la importancia cultural del editor en la sociedad, como centro de una estrategia que implica muchos valores, eran claros, certeros y valientes; vislumbraba ahí la catastrófica situación que permite que ahora la cantidad sea más importante, para valorar la importancia de un libro, que la calidad de lo que contiene; vale más lo que más se vende. Son muy interesantes, también, sus reflexiones sobre la actitud del escritor ante el editor. Le pregunté, luego de que me contara algunos sucesos que le produjeron tristeza o melancolía, en su relación con autores, cuándo acaba la gratitud de éstos hacia sus editores, y me dijo: "Cuando ya no te necesitan". La conversación termina con un diálogo sobre la memoria ("es recordar y olvidar") y sobre la propia palabra adiós ("no me gusta decir adiós"). Luego, en el libro, venía su epílogo, que firmaba, como era él, exacto y minucioso, el "5 de febrero de 1997", tal día como hoy hace catorce años. Como soy tan apasionado de las coincidencias (como Mariángeles, por cierto, que es tan cortazariana por ello mismo quizá) quiero dedicarle a ella, a Muchnik y a Ruth este recuerdo de unas conversaciones que hoy mantienen, en lo que se refiere sobre todo a la reflexión acerca de la importancia del editor en la sociedad, la vigencia que tuvieron cuando nosotros escuchábamos a Jaime ante los ventanales de su cocina en la calle Don Pedro.