Siempre he hablado de usted a las personas mayores; algunos me pidieron que les tratara de tú y nunca me salió, seguí tratándolos de usted. Me pasó con don Ernesto Sábato; viví con él muchas anécdotas, algunas vivencias que conté en alguno de mis libros; algunas no han salido nunca de mi memoria, y quizá no saldrán jamás. Pero una voy a contar ahora, por la íntima emoción que me produjo cuando tuvo efecto. Fue en Buenos Aires, el último otoño (de España). Después de un acto literario me vino a ver Elvira González Fraga con un sobre que me pidió que abriera cuando ya estuviera solo. Lo guardé hasta que llegué al hotel. En el sobre había una lupa; en la carta Elvira, la compañera de Sábato durante muchos años, me explicaba que esa lupa había estado durante años sobre la mesa de don Ernesto, con ella leía; ya no la usaba, y me pedía que me la quedara. Ahora está aquí, en casa, como un símbolo de aquella dificultad para mirar que jamás le quitó la lucidez para averiguar, para saber, para imaginar el difícil futuro de los hombres que atravesaban el túnel que a él mismo lo había cegado. He escrito sobre don Ernesto para EL PAÍS (está en la edición digital), pero me sentí convocado aquí a contar esa íntima historia, que acaso no cabe en la narración de las primeras impresiones que me ha producido su muerte.