Andreu Buenafuente es uno de los mejores entrevistadores de la televisión. Y es un presentador de enorme agudeza, capaz de transformar las atmósferas más complejas (los Goya, por ejemplo) en energías televisivas muy positivas. Sus entrevistas en La Sexta siempre son interesantes, diversas y divertidas, profundas o ligeras, siempre honestas; no hurga donde no tiene que hurgar, no averigua lo que sería indigno tratar de averiguar, pregunta como alguien que se encuentra con un desconocido en un tren, con curiosidad, para saber, no para entrometerse. Ahora ha entrevistado a Ángeles González Sinde, la ministra de Cultura, y lo ha hecho con su estilo; pero como a González Sinde la persigue la maraña administrativa de las descargas, que es a la vez una realidad y un tópico, pues sirve para zaherirla a ella y zaherir a todo el que se le acerque, la han emprendido por ahí contra Buenafuente, hasta el punto de que él, que es un hombre correoso, pero un sentimental, y eso le honra, se ha sentido obligado a decir que no se esperaba ese trato insultante que su entrevista ha generado. El problema es muy amplio, y no se refiere sólo a Andreu y a este caso. En general, cuando la gente está en desacuerdo debe decirlo, y es bueno que se diga, pues igual derecho tiene alguien a decir una cosa que otro a decir la contraria. Pero, ¿en qué sitio está escrito que el insulto no sea muestra de mala educación? ¿En qué lugar se dice que el insulto, como las descargas, tenga que ser también gratuito? ¿Dónde se dice que el insulto sea un argumento? A mi, como ciudadano, y como periodista, pero sobre todo como ser humano, la levedad alevosa del insulto, que prospera en las redes sociales casi en paralelo a la importancia que éstas van tomando, me parece un demérito de esta saludable invención democrática en cuya virtud todo el mundo puede responder instantáneamente a lo que se le propone. Todo el mundo, naturalmente, tiene ese derecho, pero ¿por qué ese derecho ha de ser un derecho malencarado? ¿Por qué ha de insultarse a un entrevistador porque no haga las preguntas como las hubiera hecho el que insulta? En los blogs, en los twuitters, en la calle, en las televisiones, en los periódicos, en las radios, se ha instalado la creencia, ejercida a machamartillo, de que un insulto es un argumento, que decir del otro lo peor, e incluso decirlo desde el anonimato, es saludable para las neuronas democráticas. Y eso es una falacia intolerable. Somos hechos de dudas y de preguntas, somos seres falibles y no infalibles, pero sobre todo somos seres dignos cuya dignidad debemos defender sobre todo defendiendo la dignidad de los otros. El insulto es una catástrofe social. Ayer lo ponía de manifiesto, en una excelente crónica, Javier Rodríguez Marcos en la sección de Cultura de EL PAÍS, hablando de lo peor que pasó en los tiempos de la República. La República fue una extraordinaria idea, brillante ejercicio de democracia en virtud del cual acabó la Monarquía y se instaló un régimen en el que ya no había dinastías. Pero, como ponía de manifiesto Santos Juliá en ese reportaje, no todo ahí fue tan brillante como el primer día, y el insulto y la descalificación de unos y de otros fueron mellando la medalla popular hasta que el empuje rabioso de los militares dio al traste con el proyecto. Pero el insulto estuvo en medio, y el insulto nunca es inocente. Como se decía antes, venga de donde venga. Buenafuente ha sido ahora el insultado. No es el único, claro, la rabia es que tampoco será el último. El insulto está ahí, parece un cesto de basura al que la gente acude cuando no tiene argumentos. Para ser Andreu éste ha tenido que batallar mucho, ha hecho de todo en la radio y en la televisión; ha bastado que hiciera una entrevistado a la ministra de Cultura para que le arrojaran insultos a la cara. Impunemente. Y eso, la impunidad es lo que tendría que empezar a acabarse para que empezaran a acabarse los insultos.