Ahí está Ricardo Piglia, en el centro del escenario, solo, con un traje beis; sus gafas redondas están sobre la mesa, y él se mueve como un muchacho en clase, rebuscando en sus apuntes una historia que le sirve de centro del alma de su discurso, Gombrowicz, aquel polaco que les dijo a los poetas bonaerenses que mataran a Borges. Piglia está hablando ante una nutridísima audiencia en la Casa del Lago, Xalapa, en una de las sesiones solitarias que organiza aquí el Hay; su asunto es el autor como lector, y Gombrowicz, que aprendió español en Argentina y allí se tradujo a esta lengua su intrincado Ferdydurke, le viene como anillo al dedo. Mientras hace esa excursión por Gombrowicz y Ferdydurke, y por el asunto que le trae ante el auditorio, centenares de jóvenes le escuchan en medio de un silencio que ennoblece el aire ahora oscuro de la tarde xalapeña; alrededor del escenario, unos muchachos, ajenos a todo esto, usan un rústico funicular que de vez en cuando desvía mi propia atención, pero estoy encantado de escuchar a Piglia, en el centro del escenario. Pienso que eso justamente, que Piglia esté en el centro del escenario, define su propia posición en la literatura en español de hoy; es, sin duda, uno de los grandes escritores de este tiempo, podría decirlo desde ese escenario, podría hacer algún guiño propio, decir de donde procede su obra, concederse, como se suele hacer, los créditos que merece, explicar cuáles fueron sus influencias, de dónde viene su lectura. Pero hace algo mucho más noble: comparte lo que sabe, y sabe muchísimo, con los jóvenes que le escuchan, que al final le premian con preguntas muy inteligentes sobre la relación del autor con la literatura. Los chicos no le preguntan banalidades sobre la hora en que empieza a escribir (o no sólo eso, pues ahora que recuerdo uno le preguntó precisamente eso, y él contesto con una ironía también a la consabida pregunta: ¿qué libro se llevaría a una isla desierta?, después de la ironía dijo Moby Dick), sino que quieren saber, en efecto, qué influencia tienen en el autor sus lecturas, y recorren el discurso que acaban de oír mostrando que no estaban pendientes del funicular ni de otra cosa que de lo que este sabio les iba diciendo. Y él había terminado su discurso con dos preciosas anécdotas personales, pero no referidas a su propia escritura, sino, otra vez, a su propia lectura, a su iniciación como lector. Su abuelo tenía una buena biblioteca, y leyó hasta su muerte, que se produjo cuándo él tenía cuatro años. Un año antes, supone, agarró un libro azul de la estantería y se puso en la puerta de la calle, a simular que leía, para que le vieran leer los viandantes; hasta que uno de ellos le señaló que estaba leyendo el libro al revés. En cierto modo, dijo Piglia, todos leemos al revés. ¿Escribimos al revés? Probablemente, pero ayer se trataba de leer. Y la segunda anécdota que contó Piglia tiene que ver también con el exhibicionismo de leer, esta vez relacionado con el amor, o con la búsqueda del amor: era un estudiante de Preparatoria, de unos 16 años, y se había interesado mucho por una muchacha que era una buena lectora; él se dedicaba al fútbol y a la nada. Un día ella le preguntó qué estaba leyendo. Él había visto La peste, de Camus, en un escaparate, acababa de ser publicada en Argentina. Y él dijo que estaba leyendo La peste. Ella le pidió que se la prestara. La tuvo que comprar, la leyó durante la noche, al día siguiente se la entregó arrugada por el (verdadero) uso, y desde ahí no ha parado de leer. ¿Qué pasaría con la chica?, me preguntó luego Martín Caparrós, el escritor argentino. No sé, no lo dijo. Me encantó escuchar a Piglia, lo encontré muy apropiado, ahí, en el centro del escenario, escuchado por jóvenes que le leen acaso también como él leyó La peste.