Hoy hubiera cumplido años José Saramago. Las celebraciones de José, aquel junco que arraigó en Tías, Lanzarote, un año después de la desaparición desgraciada de César Manrique, eran extremadamente sencillas, lo inverso de las solemnidades; alrededor podía haber el ruido ensordecedor, gritado, de la amistad y de la alegría, y a él se le veía ensimismado, jugando con sus perros, para los que partía plátanos maduros con una precisión minuciosa: cada trozo era igual a otro, y a cada trozo los perros saltaban como si los impulsara la monotonía de esa mano tan precisa. Siempre era así Saramago, en las grandes ocasiones y en las ocasiones más cotidianas, hasta el final de su vida. Él dijo que lo salvó, cuando tuvo la peor crisis de salud de su vida, la fuerza de Pilar del Río, su mujer, su traductora. Ella sigue animando el rescoldo vivo de la sombra benéfica de la escritura y el ejemplo de este escritor formidable que adivinó el malestar del mundo porque ya lo había sufrido. Ahora, en la soledad esquinada de este tiempo, recordarlo no es tan solo un deber, es un consuelo.
Estuve anoche en la entrega de los premios de los libreros madrileños. A José Luis Sampedro le entregaron el premio Leyenda. Y el maestro, un junco también, de 94 años desde febrero, habló de pie en el Círculo de Lectores, ante un grupo numerosísimo de libreros, a los que dedicó las piedras bien pulimentadas de su entusiasmo. Habló de su primera librería, la España, de Tánger, donde entró cuando tenía cuatro años y recibió del dueño un ejemplar de aquella revista infantil, Pinocho. Hasta su librería de cabecera ahora, la librería que le nutre en Madrid cada vez que viene de su estancia en el sur, donde vive con su mujer, la escritora Olga Lucas. Esa es la librería Alberti, a la que me refiero aquí con cierta frecuencia. Ante ese auditorio, ahora tan concernido por el porvenir del libro (su formato, cómo ha de ser al final), Sampedro se ocupó de las tabletas, "que tienen nombre de chocolate". No es partidario, él seguirá leyendo en libros de papel, seguirá pasando las hojas, "apretar un botón y encontrar una nueva página, eso no es humano". La gente rió con él, se preocupó con él, lo premió con un enorme aplauso, mientras se iba, con Olga Lucas, a descansar, que el acto fue muy tarde.
Y luego entregaron los libreros el premio al mejor libro del año, Las cuatro esquinas, de Manuel Longares, editado por Galaxia Gutenberg, y del que escribí aquí alguna vez. Lo presentó Lola Larumbe, destacó un hecho cierto, Longares es un escritor de grandes lecturas, sus libros (sobre todo La novela del corsé) nos llevan a otros libros, y él mismo se mide con los grandes escritores clásicos cada vez que se pone a la máquina, cuando aún no ha amanecido (como Sampedro, por cierto, que escribe desde muy temprano, o como Millás, que también es tempranero). Es, además, un hombre que ayuda a los jóvenes, que les corrige sus manuscritos, que los promueve ante los editores, con lo difícil que es hoy eso en un mundo tan difícil y tan mezquino como el de los escritores de ahora, tan preocupados de su propio ensimismamiento egocéntrico. Y es un hombre de librerías. Él mismo citó sus dos librerías, la Rubiños, que ya no existe, y la Pérgamo, de su amiga de estudios Lourdes Serrano, una gran librera de izquierdas en el barrio de Salamanca de Madrid.
Fue una jornada especial, cuando la noche le hace garabatos a los pasos de peatones, cuando los coches de la ciudad empiezan a parecer gatos.
Lean Las cuatro esquinas inmediatamente, dijo Lola Larumbe. Pues eso. En cuanto abran las librerías.