Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

Luis Alemany y los puercos de Circe

Por: | 30 de marzo de 2012

Luis Alemany ganó hace una semana el premio Canarias de Literatura.

Su nombre propio está unido a una novela que marcó un hito en las islas, Los puercos de Circe; de ella se habló en voz baja cuando salió y se siguió hablando así a lo largo de los años que median de aquella edición (Taller de Ediciones JB, 1973) hasta ahora mismo, pues la obra se adentraba en la vida provinciana de una sociedad burguesa, y ya se sabe que lo más difícil es que las ciudades acepten su condición de puritanas, conservadoras y estrechas de mente.

Y Alemany retrataba en Los puercos de Circe aquel Santa Cruz en el que fue recriado (nació en Barcelona, en 1944, pero sus padres lo llevaron muy pronto a la isla) con la destreza de un paseante en las intimidades del lugar, y con la habilidad de un extraordinario narrador que ya había asombrado al jurado del premio Jauja de cuentos (que se daba en Valladolid) con un cuento que está (o debería estar) en las mejores antologías de relatos españoles.

Ese relato, El indulto, revelaba a un narrador que, como pedía Ernesto Guevara a los suyos para otras cosas, alcanzaba la mordacidad sin perder (sobre todo en el pasaje final del cuento) la ternura que atrapa y al mismo tiempo distancia.
Los puercos de Circe era mucho más mordaz, más atrevida, iba al tuétano de aquella ciudad burguesa y la exponía como si estuviera secando al sol sus vísceras. Después de ese libro, que tuvo ese éxito en baja voz al que están condenados los buenos relatos en las sociedades que retratan, hasta que alguien los destapa y se atreve a airearlos, Alemany hizo teatro, escribió otros cuentos, dirigió montajes ajenos o propios, fue profesor (y se aburrió de ello) en La Laguna, donde estudió, y en otras ciudades españolas o extranjeras, y finalmente decidió que, en medio de las ruinas de la vida, era mejor esperar a que escampara para regresar a la escritura para la que está tan dotado.

Este premio que ahora ha recibido en su tierra honra lo que ha hecho, y como aún está a tiempo (y que sea por muchos años) seguramente será un acicate para que continúe haciendo, pues hay pocos talentos narrativos tan promisorios y tan contundentes como ese que se alberga en Los puercos de Circe.

Decía Alfonso García-Ramos, narrador, periodista, que los canarios estaban dotados para la lírica, al menos hasta la década en que escribe Alemany su primera novela. Y de hecho los poetas insulares, desde Tomás Morales, Domingo Rivero o Domingo López Torres, entre otros muchos, le dieron  a la poesía en español mucha metáfora de la que vive el aliento insular también. Pero fue el propio García-Ramos, con Guad, el que reinaugura un periodo narrativo que sigue hasta hoy y del que Alemany es un adelantado. El premio que ahora ha recibido en su tierra llama la atención sobre su literatura. Tiene uno la confianza de que también le llame a él mismo la atención sobre las posibilidades que sigue teniendo de dar a la estampa aún muchos libros que subrayen aquel talento que asombró al jurado que le premió El indulto y a este jurado que le premió por toda su obra con el Canarias de Literatura.

Libros para huir de todo esto

Por: | 29 de marzo de 2012

Entrevisté ayer a Rosa Conde, que hasta ahora era la directora de la Fundación Carolina, obligación que la llevó durante años a viajar sin fin entre España y América, ida y vuelta, hasta completar una ruta de 120 viajes, más o menos. En esos trayectos leyó muchísimos libros, y en tierra, claro, siguió leyendo, pues esa es una de sus maneras de enfrentarse a la realidad, leyendo, y leyendo, sobre todo, ficción.

Me dijo que en el último viaje, de ida y vuelta, a Argentina, se había leído Madame Bovary. Y después de la novela de Flaubert, ya en tierra, y cesada en el cargo que la hizo viajar tanto, quiso comenzar "el primer día del resto de mi vida" leyendo otra vez El gran Gatsby, de Scott Fiztgerald, y La peste, de Albert Camus.

Mientras ella hablaba, yo tomaba notas en un cuaderno de EL PAÍS, pero ahí, cuando pronunció el título de la novela de Fitzgerald, por dentro de mi memoria empezaron a saltar las escenas inolvidables de ese libro que yo leí al principio del primer verano que pasé creyendo que iban a venir muchos más veranos y que siempre sería el tiempo de la juventud. Era la época en que creíamos, aún, que la vida era inmortal, que los paisajes bellos nos iban a acompañar siempre, y ese libro que mezclaba ingenuidad y drama, belleza y credulidad, y también maldad, era, en su belleza literaria, la muestra de que incluso los dramas podían sobrellevarse gracias a la estética.

Había leído a Baroja, a Unamuno, a Camus, a Sartre, a Pavese..., pero hasta la lectura de Fitzgerald no me sentí tan atrapado personalmente por un libro, como si viviera en él; había pasado, claro, por Tres tristes tigres y por Rayuela, pero las novelas de Cabrera Infante y de Cortázar eran parte de nuestras vidas, entre caribeñas y sudamericanas, formaban parte de nuestros sonidos insulares e hispanos, como Cien años de soledad; El gran Gatsby venía de fuera, por así decirlo, te llevaba a una atmósfera muy especial, era un viaje al extranjero con todas las consecuencias, y en ese extranjero literario viví muchos años, volviendo de vez en cuando al libro como si ahí hubiera dejado a un amigo muy querido e inolvidable.

Me impresionó mucho que para cambiar de vida, para iniciar el primer día del resto de su vida, Rosa Conde fuera a la librería a comprar, para releer, en particular esa novela que tanto efecto tuvo sobre mi en tiempos en que, quizá, yo mismo estaba iniciando un día del resto de mi vida. He estado pensando en eso esta mañana: a veces la vida te impone cambios que tú no sabes que se están produciendo, repasas tu biblioteca y tu memoria, y sabes que algún libro anda por ahí esperando por ti para iniciar contigo esa huida hacia otros universos.

A veces es, como en este caso, un libro que ya leíste; suelo volver, ahora, a El extranjero, o a alguna de las obras de Albert Camus, y suelo volver a la poesía, o busco y rebusco en las librerías hasta que, al fin, encuentro algún libro para huir de todo esto. Ahora voy a buscarlo; quizá está a mi lado, o quizá no está escrito, alguien en algún lado está escribiendo el libro que es el espejo que espera por nosotros. 

La comedia musical y las ruinas de la edad

Por: | 27 de marzo de 2012

Parece raro que un tipo hable y en seguida pase a cantar; no ocurre en la realidad, sólo pasa en la ficción, sobre las tablas, en las grabaciones televisivas o cinematográficas. Tú no vas a la lavandería y pides que te laven la ropa y lo dices cantando. Por eso alguna gente (el cronista incluido) ha padecido reticencia ante la comedia musical, en teatro o en cine. Hasta el punto que dejan de verla, la rechazan. Y están (hemos estado) en un maldito error que nos ha impedido o nos impide contemplar obras maestras.

Un día, Rafael Azcona, que murió por este tiempo, el 24 de marzo de hace cuatro años, me sacó del error. El gran amigo, cuya ausencia es siempre un hueco hondo en el mundo del cine y sobre todo en el mundo de los que tuvimos el privilegio de conocerlo, estaba convencido de que el mejor de siempre, o gran parte del mejor cine, era el cine musical, y en concreto para él era una obra maestra, la mayor de todas, Cantando bajo la lluvia.

Con ese recuerdo, y esa persuasión que me hizo contemplar la comedia musical, en cine y en teatro, con ojos más ávidos y curiosos, fui el domingo al Teatro Español a ver Follies, calificada aquí de obra maestra por el crítico Marcos Ordóñez. Es un montaje formidable, y es el retrato, a partir de las ruinas de un teatro que en 1971 iban a convertir en un garaje, de la ruina que le espera a casi todo. Frente a eso cabe una defensa: que sepas en qué momento las cosas terminan. Así lo dice el protagonista, un productor teatral legendario que interpreta en la versión española el directora de la obra (y del teatro, todavía, Mario Gas... Casi cuando acaba la función exclama Wiesseman: "Si algo he aprendido en esta vida es a saber cuando las cosas terminan".

Imagino que Gas no sabía, cuando se le ocurrió montar esta obra de tantos registros filosóficos y poéticos sobre la crueldad que guarda el sigiloso paso del tiempo, que el montaje iba a representar en cierto modo su despedida de un teatro que él ha llevado con mano muy inteligente durante los últimos ocho años. Pero así es la vida, como decía Fernando Arrabal, "el porvenir actúa en golpes de teatro", y ahora uno contempla esa magnífica interpretación colectiva (actores, cantantes, bailarines, libreto, vestuario, luces, director, músicos, allí en el foso) como si estuviera viendo un retrato de esta época en la que la crisis amenaza con convertir en garajes casi todo lo que está construido (Esta misma mañana escuché en la radio que el Café Gijón podría ser una tienda de ropa)...

Coyunturas aparte, lo cierto es que la obra te lleva, con la cadencia de la música, a contemplar a la vez lo que fuimos y lo que somos, en un ágil juego de simetrías y asimetrías en las que se mueven los actores (encabezados por los espléndidos Carlos Hipólito y Vicky Peña...)

Las obras son grandes, decía Azcona, cuando detrás tienen amor y tiempo; y Follies va sobre el amor y sobre la despiadada azada del tiempo, que cava y cava hasta destruir el equilibrio que en la juventud se sintió inmortal. En realidad, en la vida se desmorona todo, quedan láminas que se van superponiendo, sentimientos que dejan de existir y que ya son solo recuerdos o resquemores. Son tres horas de reflexión sobre el amor, el desamor y las burocracias del tiempo, y se va de allí uno con la conciencia de que sólo la música y la poesía, es decir la canción, son capaces de transmitir esa asimetría que se produce cuando ya sabe uno, como exclama Mario Gas en la obra, cuando las cosas terminan...

Un Bartleby ibérico

Por: | 25 de marzo de 2012

Antonio Tabucchi, que acaba de morir tempranamente, creó una figura singular e inolvidable en la narrativa de los personajes literarios, Pereira, el obsesivo necrólogo que convirtió su oficio en una especie de manifiesto de la resistencia contra la mediocridad de la sociedad ibérica representada por el Portugal dictatorial en el que desarrollaba su oficio.

Con la paciencia del orfebre que no quería el alimento del brillo, en contra del brillo precisamente, puliendo el periodismo hasta las últimas consecuencias de sabiduría y modestia, aquel Pereira se mezcló con los personajes de Saramago o Pessoa para retratar de un solo trazo a los que resistían en medio de los temblores mezquinos del mundo en que vivían.

La paciencia suicida de Pereira viene ahora a mi memoria, con la noticia triste de la muerte de Tabucchi, mezclada con la propia presencia del escritor, orgulloso y modesto al mismo tiempo, amarrado como un aliento a su cigarro emboquillado, mirando fieramente pero atentamente desde detrás de sus gafas sin montura.

Tabucchi tenía, en su apariencia, en el juego estricto de sus manos, en esa poderosa mirada, en su modo de cruzar las piernas como si defendiera su intimidad de los intrusos, cierto aire del propio Pereira, o del Bartlkeby de Melville, y seguramente tanto de Bartleby como de sí mismo tomó el aire que le dio a ese personaje ahora legendario que, de modo inevitable, se mezcla, en la hora de su propia muerte, también con la recreación fantástica que hizo de él el mejor Marcello Mastroiani.

Lo que tienen las grandes figuras de ficción es que pasan a la historia adheridas a sus autores, a la figura misma de sus autores (Cervantes y el Quijote, Bovary y Flaubert, Pereira y Tabucchi), y este Tabucchi que se nos va es este Pereira que se nos queda para siempre entre los personajes que nos ayudaron a entender la paciencia y la tragedia de un oficio que ahora parece estar, como aquel escribiente terco, en la más pura de sus agonías.

O doutor Rivas

Por: | 23 de marzo de 2012

Rivas es Manuel Rivas, el poeta de Vimianzo, A Coruña, y desde este viernes es doctor honoris causa de la universidad de su tierra.

Es novelista, periodista, es académico de la lengua gallega, en la que escribe, y es un tipo fuera de lo común: generoso hasta la timidez, se pasa las ferias del libro haciendo dedicatorias larguísimas para las que usa todo tipo de lápices de colores, de todos los colores, no dice no a casi nada, y eso lo tiene para un lado y otro del mundo, y tampoco dice no cuando lo llaman para que defienda causas perdidas o improbables.

Tiene 52 años, ya peina más canas que cuando aparecía por EL PAÍS con sus pantalones de pescador y era un adolescente extrañado de las solemnidades del oficio. Y siempre estuvo más pendiente de la vida que de las pendencias de la fama que, a veces, procura en exceso la pasión de escribir.

Que ahora le hagan (con el hispanista John Rutherford, traductor al inglés del Quijote) doctor honoris causa de la universidad donde se hizo es una noticia que permite subrayar su nombre, o doutor Rivas, con la justa emoción que deben sentir, también, los muchos que lo quieren porque lo conocen, lo han leído, lo han visto abrir el pan gallego en las tribunas de sus recitales o lo han contemplado en silencio en la última fila de los homenajes más humildes.

Un día volvía de un entierro que para él y para muchos gallegos de la posguerra era como el entierro de un héroe, el entierro del comandante Comesaña, éste sí médico y exiliado del primer exilio, y se le veía como si a su generación se le hubiera muerto, otra vez, el padre.

De la historia del comandante, que fue amigo suyo hasta el final, Rivas escribió el conmovedor relato El lápiz del carpintero, que relata la extravagancia civil de aquel republicano que desafío las leyes de la lógica carcelaria e hizo detener el tren de leprosos en el que oficio de médico y de preso para oficiar, en un hotel de León, el rito del casamiento o del ayuntamiento con Conchiña, la mujer que le esperaba a que saliera de la prisión.

Este Rivas que ahora es doctor honoris causa y que sigue pareciendo el adolescente que corregía textos en los diarios de su pueblo antes de que ya le dejaran escribir cuando no tenía más de catorce años es también el autor del cuento más simbólico de la historia de la República, cómo acabó ésta, cómo la acabaron. Me refiero a La lengua de las mariposas, en la que un niño que se adiestra en la vida y en el conocimiento imita a sus maestros, apresados por el odio que se generó contra los rojos, y grita como insultos las palabras que aprendió del maestro al que todos apedrean...

Rafael Azcona y José Luis Cuerda llevaron luego al cine ese relato, y volvió la emoción que suscita su lectura ser impactante visión de otros tantos. Así que O Rivas (como él se firma) es doutor, doctor honoris causa en A Coruña. Hace algún tiempo lo hicieron académico de la Lengua, en una sesión solemne que él adornó con algunas flores de su tierra, y luego comió con toda su familia, que es larga y muy unida, en una taberna, hasta que dieron las diez de la noche. Cantaron, bailaron, en ese entorno que él ha creado y del que ahora es patriarca a su pesar, pues él no quisiera tener los 52 años que no aparenta, hay mucha felicidad, la que él ha procurado con una manera de ser que ha desdeñado siempre el torpe aliño de la afectación.

Que sea doctor es, pues, un accidente, sigue siendo este muchacho aquel que con la palabra pataca, que había en un texto ilegible que mandó un corresponsal de pueblo, fabricó una crónica que contaba el mundo. Después ha hecho lo mismo; con palabras ilegibles ha construido un universo. Y ahora es doutor. O Doutor Rivas.

El irlandés Gibson se abraza con el español Ian

Por: | 21 de marzo de 2012

Ian Gibson llegó a España, para quedarse, a mediados de los años setenta, obligado por su amor a Lorca, que ya era, también, su amor a España. Dejaba atrás, como Galdós dejó a Canarias, el aire disociador de su patria, la que había dado a gente como Joyce, Beckett y Bacon, y se asentaba aquí, provisto entonces de unas cuantas mantas que eran todo su tesoro. Dejó las mantas en casa de un amigo y se puso a buscarse la vida, escribiendo.

Hizo de todo; jamás vendió la piel de Irlanda, pero aquí estaba, el irlandés Gibson era el español Ian, o Juan, como le llaman sus amigos de Granada, donde rebuscó, con un afán patriótico y sentimental (sentimental por patriótico) lo que queda en la memoria (y en la vida) de su adorado Federico García Lorca.

A Lorca, y a otros amigos de la generación del 27 (Buñuel, Dalí), ha dedicado lo más importante de sus esfuerzos intelectuales. Como un hispanista responsable y hondo, metido, además, en todos los conflictos civiles que sacan a la calle a sus compatriotas de acá.

Ahora sus parientes de allá, los irlandeses, lo acaban de nombrar miembro de la Royal Academy. Para Gibson esto es un regalo muy especial. Lo explica: "Que hayan reconocido mi obra de hispanista me llena de satisfacción y me proporciona un estímulo para seguir al pie del cañón".

La Royal Academy fue fundada en el siglo XVII, y por eso sigue siendo Royal en la República, y tiene el prestigio que sostiene la literatura irlandesa, que ha dado a la historia figuras inolvidables de la mente y de la escritura. Ahora tiene aquí el reconocimiento (y la reticencia, este es un país muy esquivo, ya lo saben, y lo sabe él) y tiene allí el honor.

"Siempre he considerado", dice Gibson desde su ático en Lavapiés ("mi patria es Lavapiés"), "que España e Irlanda tienen algo así como una relación umbilical, quizá por el sustrato celta (al fin y al cano los celtas no solo estuvieron en Galicia sino desparramados por la Península Ibérica). ¡Este nombramiento casi me lo confirma! Y recuerdo que decía Eamon de Valera, presidente de Irlanda de origen murciano, que ambos idiomas, el celta y el castellano, comparten los verbos ser y estar (´is`y ´tá`, en celta, si no me equivoco), lo que no se puede decir de las otras lenguas procedentes del latín".

O sea, añade Juan, o Ian, "que Irlanda es España sin sol y por ello los irlandeses añoran tanto el sur". Así que ahí está, irlandés de Dublín y español de Lavapiés, "contentísimo y lleno de gratitud hacia quienes, en España, han hecho posible esta obra que ahora premian mis hermanos irlandeses". 

La tentación de vaciar la cultura es grave; sucede en diversos periodos de la historia y responde a pulsiones del poder que éste debe vigilar para que no contribuya a su propio vacío. Responde, a veces también, a reacciones en cadena contra "lo que hubo antes", lo que también se llama "la herencia recibida". Tú hiciste aquello, pues yo hago lo contrario.

Ayer publicaba aquí Borja Hermoso un interesante balance del futuro; es decir, contaba qué puede pasar a partir de los presupuestos inmediatos: un vaciamiento progresivo de la cultura española en sus distintos extremos. El poder (el poder estatal, el poder autonómico, el poder municipal) puede dejar este país, en lo que a apoyo a la creación cultural se refiere, como un solar.

Esa tentación está ahí y cada vez que se produce un cambio político en determinada dirección conservadora, los medios que sustentan esta tesitura proclaman, simbólicamente, que la cultura subvencionada debe dejar de existir, y claro, remiten al cine como la metáfora de todas las malandanzas.

En el cine suelen estar los rostros más famosos y también, como decía mi madre, los más desinquietos. Y a ellos apuntan como hijos naturales del poder que ha perdido su silla. Entonces, desde las alturas y también desde las bajuras de las nuevas autoridades, se señala el cine como el arcén de todos los males, o de todas las malas administraciones.

Por esa vía se lleva a la música, al teatro, a la cultura del libro, y así sucesivamente. Muerte a la cultura subvencionada, qué se crearán éstos que viven de la teta del Estado, por qué hemos de alimentar con nuestro dinero a estos de la ceja y el títere... Como si en todos los órdenes de la vida "que no da réditos" el Estado no estuviera subvencionando, o instruyendo para que subvencionen, o, simplemente, apoyando para que no desaparezcan renglones que hacen más vivible la vida de los ciudadanos a los que la Pepa quería (como al Estado), "justos y benéficos".

Se está montando una enorme algarabía de recortes, con el beneplácito de los que quieren los recortes allí donde más le duela "a los otros", y el Estado (las autoridades del Estado) tienen que pararse un momento a pensar si quieren de veras vaciar la cultura para seguir adelante o quieren vaciar la cultura para que ésta no siga adelante manejada por estos desinquietos que una y otra vez les niegan ellos mismos el beneplácito cuando gobiernan o cuando dejan de gobernar. ¿Mi modesta proposición? Prudencia a la hora de tachar la cultura desinquieta; la cultura desinquieta es también el Estado, y contribuye en muy alto grado a la armonía civil que supone vivir juntos cuando les gustan a quienes mandan o cuando no les gustan a los que les mandan.  

Incendiar libros

Por: | 19 de marzo de 2012

Hacía muchos años que aquella maldita costumbre de los bárbaros (en el franquismo postrero, en los principios de la Transición) no volvía a asombrar a los que creemos que los libros son materia sagrada de lectura, de conocimiento y de concordia. Y ha vuelto a pasar.

Muy temprano esta mañana un ciudadano trató de incendiar la Librería Antonio Machado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Lanzó objetos contundentes (sillas que robó del bar de al lado) contra la potente cristalera, y luego intentó incendiar el interior lanzando contra las vidrieras deterioradas por él pastillas incendiarias propias de los asados y las barbacoas.

Previamente, según me cuenta Miguel Visor, el librero, este incendiario se había sentado a leer un libro, precisamente, según registran las cámaras que grabaron el incidente. Y después se dedicó a cumplir con su oscura misión. Ahora la policía busca sospechosos y se encarga del caso. Es posible que haya sido cualquier cosa, un incendiario sin más, o un individuo que quería dañar para avisar.

Quién sabe. Lo que queda del incidente ahora es su carácter simbólico, pues en este país por desgracia se supo en los aledaños de la democracia, antes y después, cuántos entienden la existencia de los libros como un signo evidente de cultura sospechosa.

Miguel Visor me dijo que se sintió, al hacer la denuncia, como un chaval de los años 60 cuya librería principal, la Antonio Machado de la calle Fernando VI recibió la indeseable visita de los ultras. La Machado, la Alberti..., tantas librerías de Madrid, de Barcelona, de Sevilla, de tantos sitios, recibieron la maldita visita del fuego que ahora en seguida viene a nuestra memoria el dramático simbolismo de esos humos. Y se queda uno helado. 

El sol que reinó sobre mi infancia

Por: | 18 de marzo de 2012

Solía viajar con dos libros, Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg (Acantilado), sobre todo por el texto que le dedica a Cesare Pavese, que acababa de suicidarse cuando ella lo escribió, y El revés y el derecho, de Albert Camus (Alianza Editorial), sobre todo por una frase que me ha dado vueltas en la cabeza en los últimos veinte años, desde que descubrí el librito.

Ahora que ha aparecido ese texto periodístico inédito de Camus, quise leer de nuevo El revés y el derecho, buscar esa frase, escribir sobre ella, sentir próxima esa voz cálida del autor de El extranjero, o tan próxima como siempre estuvo entre mis obsesiones de lector de sus pensamientos. El libro, una vieja edición que se había roto entre tanto viaje, se ha extraviado, así que he tenido que volver a la librería a comprar un nuevo ejemplar. Ahí he estado buscando esa frase, que tantas implicaciones tiene en la historia de Camus, en el origen de su escritura y en su propio origen.

En la edición que yo tuve este era el texto que yo recuerdo. "El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento". Sin embargo, en esta que he conseguido ahora hay algunos cambios ligeros que no sé si afectan al fondo de lo que yo recuerdo. Dice: "En cualquier caso, aquel calor hermoso que imperó en mi infancia me vedó cualquier resentimiento".

Escribió Camus esa confesión en el prólogo a sus ensayos primerizos (lo primero que escribió en su vida, cuando tenía 22 años, está en este libro) en 1958, un año después de la concesión del Nobel de Literatura que alcanzó por el conjunto de su obra, y dos años antes de morir en accidente de tráfico. Eran tiempos en que recibió ataques de todo tipo, literarios, políticos, era la época en que se discutía sobre si era Sartre o era Camus el faro de la intelectualidad europea, y él vivía, por lo que se lee en ese prefacio, momentos de desdén hacia el mundo del arte y la cultura literaria en aquel París que él sentía esquivo a pesar de sus éxitos.

Así que esos textos incluyen con mucha frecuencia, como en esa frase que me da vueltas, referencias al resentimiento o a la envidia. Como aquí: "(...) Tras haberme sondeado, puedo asegurar que entre mis numerosas debilidades nunca estuvo el defecto más extendido entre nosotros, me estoy refiriendo a la envidia, auténtico cáncer de las sociedades y las doctrinas".

Afectado sin duda por un mundo en el que hallaba reticencias, se inventó una máxima para seguir andando: "Los principios debemos colocarlos en las cosas grandes; para las pequeñas basta con la misericordia". La raíz de sus reflexiones está en el clima de pobreza en que transcurrió su vida durante los mejores años de su juventud. Esa pobreza "no implica forzosamente envidia"; y la enfermedad, que le afectó gravemente también en ese periodo, tampoco le llevó al temor y al desánimo, nunca lo sumió "en la amargura". "Aquella enfermedad añadía trabas sin duda, y durísimas, a las que ya me aquejaban. Pero a fin de cuentas favorecía esa libertad del corazón, ese leve distanciamiento de los intereses humanos que siempre me protegió del resentimiento".

Es un texto extraño, repleto de una enorme melancolía, quizá la atmósfera moral (de recolección de sus desánimos) en la que habitó en los tiempos en que se le podría imaginar más feliz, más identificado consigo mismo. Fue, sin embargo, el tiempo en que subrayó esta creencia: "A veces veo al hombre como una injusticia en marcha: estoy pensando en mí". 

La comida de Feliciano

Por: | 16 de marzo de 2012

Uno de los compañeros más extraordinarios que he tenido en estos cincuenta años de oficio, que se cumplen, ay, este año, fue Feliciano Fidalgo, que desarrolló sus últimos decenios de trabajo en EL PAÍS, primero como corresponsal en Francia y luego recorriendo España como si quisiera abrazarla. Llamaba desde los sitios más bellos o desde los lugares más inhóspitos, bajo la nieve más inclemente o bajo el sol menos piadoso, y siempre estaba feliz.

Era un hombre feliz con el oficio. Su ventura era estar con otros, preguntar; hizo de la pregunta (veloz, surrealista) su caballo de batalla profesional al regresar a España, cumplida su misión en París. Cuando dejó París se fue con su estilo: no organizó su despedida (él no sabía organizarse), sino que organizó la bienvenida de su sustituta, que era Soledad Gallego-Díaz. Cerró un restaurante, la Tour d´Argent, me parece, invitó a todo aquel que pudiera serle de utilidad a Sol en la tarea de la corresponsalía parisina, y luego se vino a España, a caminar, como un Quijote enhiesto y a veces derribado.

Una vez me llamó desde Osorno, en el centro mismo de la canícula, otra vez me llamaba para decirme cómo de bien sabía un gin tonic al borde de una piscina en Tordesillas. Y, ya asentado en Madrid, dejaba cualquier cosa por auxiliarte o por procurar la felicidad que se hurta tanto en los entresijos del oficio.

Tuvo amigos (y discípulos) muy jóvenes para los que su figura es inolvidable, pero él mismo, su figura, su ejemplo profesional, se ha ido diluyendo porque el tiempo no perdona sobre todo a los que ya no están. Me acuerdo de él cada día, porque era un personaje cuya melancolía le sirvió, siempre, para hacer más humano el ejercicio del trabajo que cumplió como un forzado, en la tempestad y en la alegría, sin otra queja que la habitual en gente como él: los días eran más chicos que su ambición de poblarlos.

Ahora lo he recordado con mucha intensidad, como si lo estuviera viendo. Y lo he recordado por lo que comía (o no comía). Feliciano y los restaurantes eran una relación constante; a los restaurantes iba (con mucha frecuencia) a encontrarse con otros; pedía, y degustaba, los mejores vinos, era hombre de champán y de rosas, hacía regalos estrafalarios, pero prefería las flores, y veía a los grandes como si él no lo fuera, pero sobre todo era con la humildad con la que departía más a gusto.

Aún así conoció a famosos, los trató (muy bien), pero no ignoraba lo que aprendió de chico: que los que son de Tremor, como él, nacidos entre peñascos, saben más que los que creen vivir siempre en Oxford aunque nunca pisaran en Inglaterra...

Así que con esos personajes comía suflés y olía jacarandas, pero él era otro, el que se quedaba solo con sus apuntes atropellados, perdidos en los bolsillos de sus chaquetas desgastadas, pedía un bocadillo de salchichón o de cecina de su pueblo, se abría una botella de vino como el Carvalho de Vázquez Montalbán, y se dedicaba a escribir crónicas como si con ellas fuera a parar el mundo.

En esa soledad Feliciano no comía, o comía apenas, su alimento era el periodismo, la fortuna de poderlo practicar, su alegría de sentir que, haciéndolo, no sentía ni que tenía hambre ni frío ni calor ni nada, era un periodista a cualquier hora, y nunca en la vida se le hubiera ocurrido ser otra cosa.

Su sucesora en París, Sol Gallego, habló ayer del oficio ante los chicos que quieren ser periodistas, y que para ello se han inscrito en la Escuela de Periodismo de EL PAÍS. Estoy seguro de que ella entenderá muy bien que, cuando acabó su manifiesto a favor de este trabajo imperecedero que no morirá si no se suicidan los que lo ejercen, yo me acordara de Feliciano comiendo solo en un rincón desorganizado de la casa en la que él fue tan solitario.

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