A los que no vivíamos en Asturias, y por tanto no podíamos leerlo en la prensa de allí, lo que nos sorprendió de la literatura de Juan Cueto fue el sentido del humor y el amor a la sintaxis total. Sus artículos, publicados en El País y en Triunfo, principalmente, fueron, en aquel alumbramiento periodístico de la democracia, un golpe en la barriga de la solemnidad nacional, en la refutación de la recopilación macilenta de lugares comunes que entonces funcionaba entre nosotros como indeseada herencia del pasado. España no era moderna, Cueto vino a sacarle los colores. El lugar común como capital de España ha regurgitado muchas veces, y ahora estamos en una de esas glaciaciones, pero en aquel momento fue Cueto el que le metió las manos en la boca a la sintaxis nacional y la empezó a privar de sus detritus.
Su vehículo para deshacer los nudos gordos de aquella sintaxis funesta fue aproximarse al invento con el que él mismo había nacido al mundo: la infamia de la televisión. La despojó, como escritor, de los lugares comunes que la ensombrecían como invento, es decir, le quitó los ámbitos de infamia en la que la había reducido una lectura ensombrecida del porvenir del invento. Y, luego, como programador, como experto en trasladar el invento al ciudadano, inventó para España y para Italia una manera distinta, dinámica y arriesgada de concebir el invento como cripta, la televisión de pago.
En ambas demarcaciones, la analítica y la práctica, Juan Cueto decidió utilizar las mismas armas, o más bien un arma sola, el sentido del humor, que es el grado más alto del sentido común. Sin perder la raíz que lo hizo el periférico más informado de Europa (en su casa de Gijón combinaba el Corominas con las parabólicas, los libros con las ondas hertzianas: fue un adelantado a este tiempo, pero sabiendo más que lo se sabe en este tiempo), viajó por el mundo para descubrírnoslo. Aunque tiene en su curriculum la filosofía, y podría presumir de saber de Platón casi tanto como Lledó, no se detuvo en sistemas filosóficos, sino que fue derecho a las cosas, para explicarlas andando; se hizo peripatético, y en ese trayecto perdió, o extravió, el ego. En aquel universo que hizo pop en algún ocasión, y ya para siempre, eso era extraordinario, porque lo que pasó en la época en que Cueto nos descubría el mundo fue que el ego se agrandó y se agrandó, en los artistas, en los comunicadores, en los empresarios… Él lo mantuvo a raya, así que en un momento determinado, cuando creyó oportuno apartarse el ruido y la furia y quedarse tan solo con los sonidos del silencio, dejó todo lo que hubo detrás y desde hace algunos años medita y ríe a la orilla del Atlántico norte, donde sigue teniendo su casa, sus libros, sus parabólicas.
Ahora acaba de publicar Herralde en Anagrama un libro en el que se puede delinear ese trayecto, desde el silencio al silencio, desde la inteligencia a la inteligencia. Es el libro Yo nací con la infamia, que Cueto nunca quiso hacer, hasta que un día dijo sí y aceptó que un servidor recopilara para su amigo Jordi aquellas columnas que, de un modo u otro, pudieran dar de sí una especie de autobiografía del hombre que desafió el country en el que vivíamos para meternos de lleno en el rock que él tenía dentro de la cabeza.
Yo nací con la infamia es el título de uno de los ensayos que constituyen ese volumen, presentado este último lunes en Barcelona. Hace alusión, cómo no, al establecimiento intelectual y popular en el que se hizo el primer Cueto, aquel ser platónico y socrático que nos trajo a todos un aire fresco que nunca jamás ha tenido parangón en este país de aires encerrados. Él abrió las ventanas (entre otras, la ventana de la televisión) y nos hizo reír y sonreír con su interpretación variada de la vida, con su mirada distraída o, como puso en el subtítulo del libro su editor, con su mirada vagabunda. He sido editor en otra reencarnación personal, y estoy orgulloso de muchos de los libros que hice publicar. Pero por este tengo una especial predilección. Por eso quería compartir con ustedes la noticia de su aparición.