Pedro Costa, el adaptador de Babel, la obra de Andrew Bovell que se representa ahora en el Marquina de Madrid, me presentó anoche, a la entrada del teatro, al productor de la obra, Ignacio Salazar, que agarraba el cochito de su hijo. En el programa de mano de Babel, Costa cuenta cómo consiguió los derechos de la obra, cómo convenció al productor, y cómo sedujeron entre todos al plantel que la representa.
Cuando leí lo que escribe Costa ya estaba sentado en mi butaca, ante un escenario que tenía el impacto de lo más cotidiano, dos camas vestidas de rojo, iguales, contiguas, en las que luego se iba a desarrollar el drama paralelo (o los dramas paralelos) de los que se nutre Babel. Así que tuve que imaginarme esa conversación entre Costa y Salazar, y entre Salazar y los actores (Aitana Sánchez-Gijón, Pedro Casablanc, Jorge Bosch y Pilar Castro), y de todos con la directora, Tamzin Townsend. El efecto de ese encuentro (con el texto, con el productor, con los actores..., y finalmente con el público) es un milagro que se lleva produciendo durante siglos, y que se seguirá produciendo: la extraña materialidad que tiene el teatro, que de un sueño (es decir, de unas palabras) es capaz de construir un entramado mental en el que ya vamos a vivir los espectadores hasta que la obra concluye.
Cuando empieza a desarrollarse la trama (las tramas, o como llamen a esa secuencia los guionistas), ya no pienso ni en Costa, ni en Salazar, ni en cada uno de los actores (conocía personalmente a las mujeres, Aitana y Pilar, tan solo), sino que ya soy un espectador metido en la obra, asistiendo a la babel en que consiste este enorme malentendido (o sobreentendido) que ha escrito Bovell y que ha adaptado Pedro Costa Musté. A veces perturbado, a veces risueño, durante hora y media viví vidas dichas o actuadas por seres de carne y hueso que de pronto me parecieron milagrosamente ficticias. La verdad de las mentiras, como escribió Mario Vargas Llosa, y por cierto la obra va de la verdad de las mentiras.
Al final, en la calle, mientras mis amigos fumaban o debatían, apareció Aitana, apareció Jorge, estaba también Pedro... A los demás no los vi, pero sé que, como hacían función doble, iban a buscarse un bocadillo, fumaban también, o --como Aitana-- se resguardaban la garganta para poder seguir diciendo luego un papel que la transforma a ella muchas veces en otros tantos personajes que por un rato (y después) conviven con nosotros.
Dice Fernando Savater, hablando de este hurto al que someten al arte escrito o musical o cinematográfico en la red, que el teatro jamás va a morir porque nadie se lo podrá descargar de internet, hay que ir a verlo, a compartirlo y a sentirlo como parte de la ficción que es imprescindible para entender la vida. Viva el teatro, y viva la vida, que es lo mismo.