Hace ahora once años de la muerte de Adolfo Marsillach. Y un grupo de sus amigos, además de su hija Cristina y su viuda Mercedes Lezcano, se reunieron en la fundación Progreso y Cultura de Madrid para conmemorar lo mucho que dejó este escritor estupendo, este extraordinario actor, este ciudadano singular y sobresaliente. Porque hubo entre nosotros una buena amistad (y, además, era una extraña amistad) me pidieron que estuviera en este agasajo retrospectivo, que coordinó con mucha gracia mi compañera Rosana Torres.
Allí, en los distintos parlamentos hechos en honor del “director de escena, actor, director, productor, escritor de artículos, de guiones de televisión, de novelas, dramaturgo, gestor/director de teatros públicos y director general de las Artes Escénicas y de la Música” (que fue como lo definió su viuda cuando a ella le tocó hablar), se puso de manifiesto la actualidad de su figura. En esta época, se dijo, se nota la ausencia, en el mundo que él cultivó, del carácter inconformista, testimonial, demócrata radical, de Adolfo. Y se echa de menos también su arrogancia, su capacidad para decir no a las autoridades y para irse de todos los sitios dando un portazo si no le gustaba a su manera de interpretar la honestidad los sacrificios que le pidieran.
En el ámbito político, Marsillach dejó la raíz de su manera de interpretar la independencia civil; ayudó a los socialistas, estuvo en la frontera de todas las ideologías progresistas que le interesaron, pero nadie lo vio jamás perder la elegancia de sus ideas propias por el prurito de avanzar en la carrera que le ofrecieran. Por eso dimitió, por ejemplo, de la dirección general que le habían confiado: porque iba muy lentamente la legislación teatral, porque la cultura vivía el letargo en el que ahora está, por otra parte, irremisiblemente… Nadaba, dijo Mercedes Lezcano, “contra la corriente”, pero muchas veces supo conducir la corriente. En medio del franquismo más rancio, puso en escena aquel Tartufo que removió los cimientos del falangismo y del Opus y puso de manifiesto el ejercicio infamante de la hipocresía nacional. Fue un intelectual y un caricato, un pensador y un actor inconmensurable. Un escritor de una ironía rara y de una rara perfección. Un socrático, un polemista, un tipo fuera de lo común, de inteligencia justamente descomunal. Y un hombre elegante.
Cuando me tocó hablar me referí a un aspecto que siempre me llamó la atención, la ropa de Marsillach, su tejido, el tacto que se adivinaba en esos tejidos, la manera de caer que tenían su chaqueta, su foulard, su modo de llevar las camisas, el sombrero cuando lo usaba… Su tono de voz, su socrática manera (como la de Fernán-Gómez) de darte la razón mientras te la quitaba… Nuestra extraña amistad, por decirlo así, procede de una anécdota que conté allí esa noche, en el homenaje a Marsillach. Él la supo hace muchos años y mi impresión es que ese hecho que yo le conté había afianzado un cariño que fue mutuo y casi secreto. Cuando yo era un adolescente me aficioné a un poema en particular de Rudyard Kipling, If, en el que el escritor británico recorre las distintas imposturas de la vida para acabar advirtiendo contra el triunfo y contra la derrota, que son los grandes impostores.
Copié ese poema, con bolígrafo, en la mampostería de la puerta principal de mi casa; mi madre me obligó a borrarlo. A lo largo del tiempo esas huellas de mi uña sobre el poema siguieron frente a las inclemencias del tiempo y por encima de los sucesivos enjalbegados.
Un día estaba yo en la antesala de la consulta del médico que trataba a mi madre, en el hospital de Tenerife. En una revista que había sobre la mesita hallé una entrevista con Marsillach, a quien yo no conocía personalmente todavía. En esa conversación el gran actor explicaba que uno de sus poemas preferidos era justamente ese de Kipling contra las imposturas. Me levanté, como impulsado por la sorpresa que te dan a veces los recuerdos y me puse a dar vueltas por la antesala solitaria. Hasta que me fijé en uno de los cuadros que tenía colgados el médico. En uno de ellos estaba la transcripción de If, de Rudyard Kipling.
Algún tiempo después Marsillach fue a Tenerife, a representar su Sócrates en el teatro Guimerá de Santa Cruz. Después de aquella representación que recuerdo marcada por los ropas blancos y por la elegancia del estilo de Adolfo, le conté a éste lo que había sucedido. Algunos años después, ya en Madrid, me vino a ver un día, para pedirme consejo acerca de la publicación de sus memorias tan buenas y tan célebres Tan cerca, tan lejos (Tusquets). Y ya en el final de su vida y de su carrera, una y otra siempre fueron juntas, me llamó para contarme qué pasaba con su salud, me explicó la identidad de su enfermedad terrible y me pedía ayuda para buscarle un médico que le ayudara a plantarle cara a este impostor definitivo, la muerte. Le ayudé en lo que pude, le busqué un médico; creo que él y el médico, el legendario Rafael Lozano, se hicieron amigos.
Él era un amigo, tenía esa contextura moral, la esencia de la amistad en su manera de ser, aunque te diera un desplante, aunque no soportara la pequeña vanidad de los estúpidos. Cuando acabó el acto de este homenaje se me acercó su hija Cristina; me saludó recitándome If, como si ese poema nos hubiera juntado no solo a él y a mi sino, en aquel momento y quizá antes, a todos aquellos que alguna vez lo escucharon advertir contra los impostores que se revisten con el señuelo del triunfo y con el ropaje de la derrota para hacer la vida menos honda y más corta. La suya fue una vida de luces largas que llegan hasta hoy.
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