Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

Marsillach y el poema If de Kipling

Por: | 26 de enero de 2013

Hace ahora once años de la muerte de Adolfo Marsillach. Y un grupo de sus amigos, además de su hija Cristina y su viuda Mercedes Lezcano, se reunieron en la fundación Progreso y Cultura de Madrid para conmemorar lo mucho que dejó este escritor estupendo, este extraordinario actor, este ciudadano singular y sobresaliente. Porque hubo entre nosotros una buena amistad (y, además, era una extraña amistad) me pidieron que estuviera en este agasajo retrospectivo, que coordinó con mucha gracia mi compañera Rosana Torres.

Allí, en los distintos parlamentos hechos en honor del “director de escena, actor, director, productor, escritor de artículos, de guiones de televisión, de novelas, dramaturgo, gestor/director de teatros públicos y director general de las Artes Escénicas y de la Música” (que fue como lo definió su viuda cuando a ella le tocó hablar), se puso de manifiesto la actualidad de su figura. En esta época, se dijo, se nota la ausencia, en el mundo que él cultivó, del carácter inconformista, testimonial, demócrata radical, de Adolfo. Y se echa de menos también su arrogancia, su capacidad para decir no a las autoridades y para irse de todos los sitios dando un portazo si no le gustaba a su manera de interpretar la honestidad los sacrificios que le pidieran.

         En el ámbito político, Marsillach dejó la raíz de su manera de interpretar la independencia civil; ayudó a los socialistas, estuvo en la frontera de todas las ideologías progresistas que le interesaron, pero nadie lo vio jamás perder la elegancia de sus ideas propias por el prurito de avanzar en la carrera que le ofrecieran. Por eso dimitió, por ejemplo, de la dirección general que le habían confiado: porque iba muy lentamente la legislación teatral, porque la cultura vivía el letargo en el que ahora está, por otra parte, irremisiblemente… Nadaba, dijo Mercedes Lezcano, “contra la corriente”, pero muchas veces supo conducir la corriente. En medio del franquismo más rancio, puso en escena aquel Tartufo que removió los cimientos del falangismo y del Opus y puso de manifiesto el ejercicio infamante de la hipocresía nacional. Fue un intelectual y un caricato, un pensador y un actor inconmensurable. Un escritor de una ironía rara y de una rara perfección. Un socrático, un polemista, un tipo fuera de lo común, de inteligencia justamente descomunal. Y un hombre elegante.

Cuando me tocó hablar me referí a un aspecto que siempre me llamó la atención, la ropa de Marsillach, su tejido, el tacto que se adivinaba en esos tejidos, la manera de caer que tenían su chaqueta, su foulard, su modo de llevar las camisas, el sombrero cuando lo usaba… Su tono de voz, su socrática manera (como la de Fernán-Gómez) de darte la razón mientras te la quitaba… Nuestra extraña amistad, por decirlo así, procede de una anécdota que conté allí esa noche, en el homenaje a Marsillach. Él la supo hace muchos años y mi impresión es que ese hecho que yo le conté había afianzado un cariño que fue mutuo y casi secreto. Cuando yo era un adolescente me aficioné a un poema en particular de Rudyard Kipling, If, en el que el escritor británico recorre las distintas imposturas de la vida para acabar advirtiendo contra el triunfo y contra la derrota, que son los grandes impostores.

Copié ese poema, con bolígrafo, en la mampostería de la puerta principal de mi casa; mi madre me obligó a borrarlo. A lo largo del tiempo esas huellas de mi uña sobre el poema siguieron frente a las inclemencias del tiempo y por encima de los sucesivos enjalbegados.

         Un día estaba yo en la antesala de la consulta del médico que trataba a mi madre, en el hospital de Tenerife. En una revista que había sobre la mesita hallé una entrevista con Marsillach, a quien yo no conocía personalmente todavía. En esa conversación el gran actor explicaba que uno de sus poemas preferidos era justamente ese de Kipling contra las imposturas. Me levanté, como impulsado por la sorpresa que te dan a veces los recuerdos y me puse a dar vueltas por la antesala solitaria. Hasta que me fijé en uno de los cuadros que tenía colgados el médico. En uno de ellos estaba la transcripción de If, de Rudyard Kipling.

         Algún tiempo después Marsillach fue a Tenerife, a representar su Sócrates en el teatro Guimerá de Santa Cruz. Después de aquella representación que recuerdo marcada por los ropas blancos y por la elegancia del estilo de Adolfo, le conté a éste lo que había sucedido. Algunos años después, ya en Madrid, me vino a ver un día, para pedirme consejo acerca de la publicación de sus memorias tan buenas y tan célebres Tan cerca, tan lejos (Tusquets). Y ya en el final de su vida y de su carrera, una y otra siempre fueron juntas, me llamó para contarme qué pasaba con su salud, me explicó la identidad de su enfermedad terrible y me pedía ayuda para buscarle un médico que le ayudara a plantarle cara a este impostor definitivo, la muerte. Le ayudé en lo que pude, le busqué un médico; creo que él y el médico, el legendario Rafael Lozano, se hicieron amigos.

Él era un amigo, tenía esa contextura moral, la esencia de la amistad en su manera de ser, aunque te diera un desplante, aunque no soportara la pequeña vanidad de los estúpidos. Cuando acabó el acto de este homenaje se me acercó su hija Cristina; me saludó recitándome If, como si ese poema nos hubiera juntado no solo a él y a mi sino, en aquel momento y quizá antes, a todos aquellos que alguna vez lo escucharon advertir contra los impostores que se revisten con el señuelo del triunfo y con el ropaje de la derrota para hacer la vida menos honda y más corta. La suya fue una vida de luces largas que llegan hasta hoy.  

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Fernando Guillén, vida y muerte del actor

Por: | 19 de enero de 2013

Nadie se muere nunca, sigue viviendo en el recuerdo del que sigue, y así sucesivamente. La memoria es la facultad más grande, la parte del alma que conecta con los sentimientos, la que abraza el pasado y lo convierte en un elemento vivo que nos permite, además, seguir viviendo aquello que ya es historia. La historia revive así, nos va haciendo, nos va permitiendo que el olvido no sea la goma de borrar lo que hemos sido y, en cierto modo, lo que seremos.

         Esta semana ha muerto un actor, Fernando Guillén. Él mismo era memoria, y dejó memoria; memoria filmada, que es la que perdura más, seguramente, memoria en el escenario del teatro, que es la memoria que persiste a pesar de su fugacidad, memoria de su paso físico por la vida. Memoria de sus actuaciones, de lo que dijo, de su forma de decir los diálogos, de referirse a los otros; la memoria de su manera de andar. Cuando ya se había retirado, a los 75 años, lo vi pasear por Sitges, donde vivía entonces; ligero de ropa, elegantísimo, parecía ir descalzo sobre la arena y sobre el asfalto, como si volara con su foulard rosáceo, agarrado a un bastón que quizá utilizaba por coquetería o por coherencia con la estética de su vestimenta ese mediodía. No le dije nada, me permití verlo andar, contemplé su risa desde lejos, su alegría de vivir, su manera lenta de saborear el sol ya lánguido de la tarde en Sitges.

         Algunos años después, ahora mismo, pocos meses antes de su muerte este último jueves, lo vi caminar por la calle Caracas de Madrid; herido ya de muerte, andaba presto, enflaquecido hasta los huesos, Fernando Guillén era un hombre de 80 años que le negaba a la enfermedad su salvaje deconstrucción y andaba con el ánimo febril con el que siempre se enfrentó a la calle y a las inclemencias. José Sacristán, su amigo de tantos escenarios de la ficción y de la vida, recordaba, en la hora de la muerte de su compañero que Fernando Guillén fue a una manifestación en mangas de camisa, “con un frío que pelaba”. E iba ya con todos los apliques temibles con los que la medicina adorna el cuerpo cuando éste ya produce síntomas de curación improbable. “Era un actor de raza, como su señora esposa y como sus hijos”, comentaba Sacristán.

         Aquella vez, subiendo la calle Caracas, nadie hubiera dicho que aquel actor que en aquel instante era un ciudadano común ascendiendo ágilmente una cuesta estaba exactamente diciéndole adiós a todo esto. Esa vez yo iba en un taxi y tampoco le dije nada; unos metros más allá, como si el porvenir actuara, en efecto, como dijo una vez Fernando Arrabal, “en golpes de teatro”, me llamó su mujer, la actriz Gemma Cuervo, para cualquier cosa, quizá para hablarme de periodismo o de literatura. O quizá para hablarme de una ocasión verdaderamente memorable, la que nos había juntado con Fernando y con su hija Cayetana en La Dos de Televisión Española, para hablar con él de esa excepcional obra de arte raro que es Don Juan en los infiernos, la película de Gonzalo Suárez. La hija le rendía homenaje al padre; fue muy emocionante. Pero él no se estaba despidiendo.

         Ahí, en esa ocasión, ante su hija y ante nosotros, Fernando Guillén apareció en el plató moreno y vital, pletórico de memoria y de ganas; habló sin perder el hilo jamás, como si el escenario, aquel escenario virtual, le despertara la pasión de la memoria, que era la sustancia misma de su oficio, el teatro y, subsidiariamente, el cine. Habló de su interpretación en la película, pero también, por decirlo así, de su interpretación en la vida, de su relación con los nombres propios de su generación de hombres de teatro, de escritores, de guionistas; parecía un ser en ebullición, un hombre al que la memoria rejuvenecía, como si ese cordón umbilical imprescindible para actuar fuera también la raíz de palabras que lo ataba a la tierra y le permitía luchar contra el monstruo que lo iba devorando, tratando aún sin éxito de tirarlo al suelo.

         Y ese día subiendo por la calle Caracas, como aquel día viéndolo caminar por las arenas de Sitges, ese ser vivo me pareció tan vivo como su historia. Cuando Fernando murió, la gente recordó en los diarios y en los telediarios su despedida, aquel Vals del adiós de Louis Aragon que interpretó en el teatro para despedirse de su avasalladora vocación. Viéndole aquel día en la televisión, andando por las arenas y por las calles, sabiendo de él sobre todo por su hija Cayetana, parecía que esas noticias fatales que él mismo predijo no se iban a cumplir nunca, o se iban a cumplir muy tarde… Pero se cumplieron. Estuve en el tanatorio, con sus hijos, con Fernando Guillén y con Cayetana Guillén, los actores de raza de los que hablaba Sacristán, y con Gemma Cuervo, su mujer emocionada, la actriz que da origen, con Fernando, a esa saga que persiste. Cayetana me habló de la memoria de su padre; jamás, ni en el último instante, ese filamento esencial de su oficio dejó a Fernando Guillén; en ningún instante dejó de tener a mano ese instrumento sin el cual un actor no es nada. Hasta el último instante, en el escenario y fuera de él, Fernando Guillén fue su memoria, la que ahora nos deja para seguir viviendo en los que siguen.

         Un mes antes de esta noticia triste, Cayetana Guillén me anunció que ella preparaba El malentendido de Albert Camus para rendir homenaje a su padre, que hace años lo puso en escena. Se representará en el Centro Dramático Nacional, él no estará, pero vaya que sí estará. Porque viene de su memoria.  

Joaquín Díez Canedo deja el Fondo de Cultura

Por: | 16 de enero de 2013

Ruido en el mundo editorial, desconcierto, evidencia de que estamos en el último periodo de un mundo en extinción. ¿O no? Pero hay especies que sobreviven, con ideas propias, que provienen de una experiencia que comparten con sus maestros.

Hay muchos nombres propios en la nómina de la resistencia editorial. Y entre ellos hay uno que concita sobre sí la experiencia de un maestro en particular, su padre, y una pasión muy propia, la de editar lo mejor posible en un universo que se resiste a perder la brújula de la calidad. Es Joaquín Díez Canedo y lo acaban de despedir del Fondo de Cultura Económica, una de las principales editoriales del mundo y sin duda el faro editorial y cultural de México. Le sucederá un periodista, José Carreño Carlón, ex portavoz de Carlos Salinas de Gortari (que fue presidente de México), periodista y académico... Parece, pues, que el viento de la política mexicana, que ahora vuelve a ser conducida por el PRI que en su día (¿o todavía?) encarnó Salinas, regresa para marcar con su impronta también la política de la industria cultural en el país de Rulfo, Paz, Fuentes, Elena Poniatowska y Monsiváis...

    Díez Canedo es físico, porque no quiso dedicarse a las letras, como su padre, el legendario Joaquín Diez Canedo, exiliado español que encarnó durante décadas la editorial Joaquín Mortiz, que fue la que primero publicó en lengua española desde México a autores como Günter Grass; él fue quien impulsó desde que empezaron a publicar a escritores como Jorge de Ibargüengoitia, los citados Paz y Fuentes, José Agustín o Rosario Castellanos... La presencia del padre fue poderosa para el hijo, de modo que un día éste guardó los bártulos de su carrera y se introdujo igualmente en este universo de ruidos sintácticos, de egos y de ambiciones defraudadas o no. El mundo de la edición.

    Le dejaron poco tiempo para completar su ciclo en la potente editorial. El Fondo de Cultura Económica es, como la UNAM o como en este momento la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, un codiciadísimo puesto cultural en México, y le han hecho sitio en ese lugar tan preciado a alguien directamente relacionado con la política, la del pasado y la del presente. Díez Canedo fue nombrado para este cargo en 2009, después de haber trabajado como editor en el grupo Patria, en la UNAM y en la Editorial Clío. Estuvo un tiempo en la gerencia del Fondo y regresó a la dirección general de la que ahora es apeado. Nació en 1955.

    Entrevisté a Díez Canedo para mi libro Un oficio de locos. Conversaciones con editores fundamentales, que publicó recientemente Ivory Press. Decía en la introducción que Diez Canedo es ecléctico, ante el futuro que se anuncia tan complicado en el mundo de la edición, posición que quizá hubiera compartido su padre. "Alguien decía", comentaba entonces, en la introducción a la entrevista, "que cuando hay temporal hay que juntarse para que el viento no nos derribe". Se ve que el temporal mexicano ha sido tan potente al menos como la capacidad de aquel histórico Diez Canedo para convencer a su hijo de que editar es un oficio tan bello como conocer bien las leyes de la física. Las leyes de la física política parece que en este caso han podido sobre la pasión que este joven Díez Canedo terminó heredando del fundador de Joaquín Mortiz.

    En aquella ocasión le pregunté al Díez Canedo de la actualidad si la figura del editor (su padre, él, la gente como él) debería ser ahora considerada de otra manera. Me respondió: 

    --De otra manera, sí. Lo que veo en la Red es un enorme ruido. Es decir, ¿quién escoge, quién determina? Una obra es algo que una persona tarda muchos años en concebir, y, en este punto, el editor tal vez está siendo víctima de (o está siendo castigado por) un pecado de soberbia al intervenir demasiado en la obra personal de ciertos autores en representación de lo que él cree que es su mercado. (...) Creo que el editor siempre peca un poco de entrometerse en la obra del autor, a veces en exceso. Ahora lo está pagando. La labor del editor consiste sencillamente en encontrar obras más o menos terminadas y en ponerlas al alcance del público.

    Eso es el editor, sencillamente, gente que le comunica a la gente lo que puede la imaginación de otro, y lo asume como suyo, se convierte en portavoz del genio; ese concepto, y uno de sus representantes, es lo que ahora corre el riesgo de diluirse al frente del Fondo de Cultural Económica, y parece interesante avisarlo.

 

Palabra sobre palabra, de Ángel González

Por: | 14 de enero de 2013

Cuando fui editor, hace de ello siglo y medio, más o menos, pues fue a principios de los 90 del siglo XX, me fijé en algunos lugares donde ensayar las presentaciones de los libros, para percibir cómo serían recibidos éstos en los distintos lugares de España adonde fuéramos luego con los autores. Me fijé en Oviedo, especialmente, porque allí había un periodista que ejercía también de agitador cultural, Miguel Munárriz, cuyo entusiasmo por la literatura se cifra en uno de los acontecimientos que propició allí y que alguna vez le imitamos fuera de allí: Viva la literatura viva!

La sensibilidad de Munárriz, para la literatura, para la poesía y para la gente lo convirtió entonces en un cómplice necesario para nuestro trabajo editorial, que entonces empezaba y era tan incierto como el reinado de Witiza. Su entusiasmo, unido a su olfato, fue esencial para ir viendo cómo conducir aquel barco de palabras en el que estaban, en distintos camarotes, Amaya Elezcano, Lola Díaz, Ramón Buenaventura, Manuel de Lope, Rodolfo González Villahoz, Marta Donada, Rosa Junquera, Nuria Barrios..., nombres propios con los que yo sigo relacionando mi aventura editorial, truncada al fin para regresar al periodismo, en cuyos recintos sigo transitando.

A esos amigos se unió, en cierto modo como delegado absoluto de la sensibilidad de Alfaguara en el Atlántico norte, Miguel Munárriz. Al cabo del tiempo él se vino a Madrid, hizo un trabajo excelente en El Mundo, coordinando y dirigiendo su suplemento literario, luego (cuando yo había dejado ya aquel barco) trabajó en Alfaguara y finalmente montó con Palmira Márquez una activísima agencia de comunicación y literatura de la que se desgajó para seguir haciendo otros trabajos, el último de los cuales, el de dirigir el espacio cultural Fernando Fernán Gómez en la plaza de Colón de Madrid, parece un anillo para su dedo. Ha levantado ese centro, que depende del Ayuntamiento de Madrid, a cotas importantes de percepción del público, organizando espectáculos, conferencias y coloquios, y ahora acaba de poner en circulación una serie de escenificaciones que ponen voz a poetas con los que él (y tantos) tiene tanto que ver. Al ciclo lo ha llamado Los martes, milagro, y empieza mañana martes en el citado centro. 

Como empieza el ciclo con Ángel González, empieza este Los martes, milagro con el legendario título que recoge la obra del gran poeta, Palabra sobre palabra. La escenificación correrá a cargo de dos actrices, Iria Márquez (que dirige la dramaturgia también) y Ana Alonso. La música la pondrá la chelista Cary Rosa Varona. Miguel me cuenta que habrá imágenes con la voz de Ángel González recitando; esas imágenes corresponden a una entrevista en video realizada por el propio Munárriz para la televisión asturiana en los años 80, hace siglo y medio también. El coordinador del ciclo es Carlos Jiménez. Las próximas entregas serán el 12 de marzo (Que están respirando amor, a partir de la poesía de Zorrilla) y 5 de marzo (Amor oscuro, en torno a los Sonetos del amor oscuro, de Lorca).

Munárriz, como su tocayo de apellido, el editor Jesús Munárriz, con quien solo tiene esa concomitancia, es un gran lector de poesía, imagino, además, que será poeta secreto; su colección de poesía es enorme, y bien utilizada, muy fatigada, como decía Borges que tenían que ser los libros. Pues esa colección, un tesoro que ha ido construyendo con paciencia y devoción, está ahora en el Aula de las Metáforas, una biblioteca pública de Grado (Asturias). A esa biblioteca ha donado Munárriz lo mejor de su biblioteca, la poesía, lo más querido de sus libros. Es una manera de aventar, y de alentar, la pasión que lo conmueve.

Mientras me hablaba, este sábado, de este hecho y de aquel proyecto, y apareció en su memoria y en su palabra el nombre de Ángel González, supe algo que ocurre a veces sobre las personas que uno ha admirado y ya no están. A él, como a muchos amigos, aún se le rayan los ojos cuando dicen el nombre del poeta que hizo de la palabra una posibilidad abierta y honda de comunicación. Mañana aventará Munárriz esos versos, una vez más. Martes y milagro. Con M de Munárriz, por cierto.

Palabra sobre palabra, de Ángel González

Por: | 14 de enero de 2013

Cuando fui editor, hace de ello siglo y medio, más o menos, pues fue a principios de los 90 del siglo XX, me fijé en algunos lugares donde ensayar las presentaciones de los libros, para percibir cómo serían recibidos éstos en los distintos lugares de España adonde fuéramos luego con los autores. Me fijé en Oviedo, especialmente, porque allí había un periodista que ejercía también de agitador cultural, Miguel Munárriz, cuyo entusiasmo por la literatura se cifra en uno de los acontecimientos que propició allí y que alguna vez le imitamos fuera de allí: Viva la literatura viva!

La sensibilidad de Munárriz, para la literatura, para la poesía y para la gente lo convirtió entonces en un cómplice necesario para nuestro trabajo editorial, que entonces empezaba y era tan incierto como el reinado de Witiza. Su entusiasmo, unido a su olfato, fue esencial para ir viendo cómo conducir aquel barco de palabras en el que estaban, en distintos camarotes, Amaya Elezcano, Lola Díaz, Ramón Buenaventura, Manuel de Lope, Rodolfo González Villahoz, Marta Donada, Rosa Junquera, Nuria Barrios..., nombres propios con los que yo sigo relacionando mi aventura editorial, truncada al fin para regresar al periodismo, en cuyos recintos sigo transitando.

A esos amigos se unió, en cierto modo como delegado absoluto de la sensibilidad de Alfaguara en el Atlántico norte, Miguel Munárriz. Al cabo del tiempo él se vino a Madrid, hizo un trabajo excelente en El Mundo, coordinando y dirigiendo su suplemento literario, luego (cuando yo había dejado ya aquel barco) trabajó en Alfaguara y finalmente montó con Palmira Márquez una activísima agencia de comunicación y literatura de la que se desgajó para seguir haciendo otros trabajos, el último de los cuales, el de dirigir el espacio cultural Fernando Fernán Gómez en la plaza de Colón de Madrid, parece un anillo para su dedo. Ha levantado ese centro, que depende del Ayuntamiento de Madrid, a cotas importantes de percepción del público, organizando espectáculos, conferencias y coloquios, y ahora acaba de poner en circulación una serie de escenificaciones que ponen voz a poetas con los que él (y tantos) tiene tanto que ver. Al ciclo lo ha llamado Los martes, milagro, y empieza mañana martes en el citado centro. 

Como empieza el ciclo con Ángel González, empieza este Los martes, milagro con el legendario título que recoge la obra del gran poeta, Palabra sobre palabra. La escenificación correrá a cargo de dos actrices, Iria Márquez (que dirige la dramaturgia también) y Ana Alonso. La música la pondrá la chelista Cary Rosa Varona. Miguel me cuenta que habrá imágenes con la voz de Ángel González recitando; esas imágenes corresponden a una entrevista en video realizada por el propio Munárriz para la televisión asturiana en los años 80, hace siglo y medio también. El coordinador del ciclo es Carlos Jiménez. Las próximas entregas serán el 12 de marzo (Que están respirando amor, a partir de la poesía de Zorrilla) y 5 de marzo (Amor oscuro, en torno a los Sonetos del amor oscuro, de Lorca).

Munárriz, como su tocayo de apellido, el editor Jesús Munárriz, con quien solo tiene esa concomitancia, es un gran lector de poesía, imagino, además, que será poeta secreto; su colección de poesía es enorme, y bien utilizada, muy fatigada, como decía Borges que tenían que ser los libros. Pues esa colección, un tesoro que ha ido construyendo con paciencia y devoción, está ahora en el Aula de las Metáforas, una biblioteca pública de Grado (Asturias). A esa biblioteca ha donado Munárriz lo mejor de su biblioteca, la poesía, lo más querido de sus libros. Es una manera de aventar, y de alentar, la pasión que lo conmueve.

Mientras me hablaba, este sábado, de este hecho y de aquel proyecto, y apareció en su memoria y en su palabra el nombre de Ángel González, supe algo que ocurre a veces sobre las personas que uno ha admirado y ya no están. A él, como a muchos amigos, aún se le rayan los ojos cuando dicen el nombre del poeta que hizo de la palabra una posibilidad abierta y honda de comunicación. Mañana aventará Munárriz esos versos, una vez más. Martes y milagro. Con M de Munárriz, por cierto.

Palabra sobre palabra, de Ángel González

Por: | 14 de enero de 2013

Cuando fui editor, hace de ello siglo y medio, más o menos, pues fue a principios de los 90 del siglo XX, me fijé en algunos lugares donde ensayar las presentaciones de los libros, para percibir cómo serían recibidos éstos en los distintos lugares de España adonde fuéramos luego con los autores. Me fijé en Oviedo, especialmente, porque allí había un periodista que ejercía también de agitador cultural, Miguel Munárriz, cuyo entusiasmo por la literatura se cifra en uno de los acontecimientos que propició allí y que alguna vez le imitamos fuera de allí: Viva la literatura viva!

La sensibilidad de Munárriz, para la literatura, para la poesía y para la gente lo convirtió entonces en un cómplice necesario para nuestro trabajo editorial, que entonces empezaba y era tan incierto como el reinado de Witiza. Su entusiasmo, unido a su olfato, fue esencial para ir viendo cómo conducir aquel barco de palabras en el que estaban, en distintos camarotes, Amaya Elezcano, Lola Díaz, Ramón Buenaventura, Manuel de Lope, Rodolfo González Villahoz, Marta Donada, Rosa Junquera, Nuria Barrios..., nombres propios con los que yo sigo relacionando mi aventura editorial, truncada al fin para regresar al periodismo, en cuyos recintos sigo transitando.

A esos amigos se unió, en cierto modo como delegado absoluto de la sensibilidad de Alfaguara en el Atlántico norte, Miguel Munárriz. Al cabo del tiempo él se vino a Madrid, hizo un trabajo excelente en El Mundo, coordinando y dirigiendo su suplemento literario, luego (cuando yo había dejado ya aquel barco) trabajó en Alfaguara y finalmente montó con Palmira Márquez una activísima agencia de comunicación y literatura de la que se desgajó para seguir haciendo otros trabajos, el último de los cuales, el de dirigir el espacio cultural Fernando Fernán Gómez en la plaza de Colón de Madrid, parece un anillo para su dedo. Ha levantado ese centro, que depende del Ayuntamiento de Madrid, a cotas importantes de percepción del público, organizando espectáculos, conferencias y coloquios, y ahora acaba de poner en circulación una serie de escenificaciones que ponen voz a poetas con los que él (y tantos) tiene tanto que ver. Al ciclo lo ha llamado Los martes, milagro, y empieza mañana martes en el citado centro. 

Como empieza el ciclo con Ángel González, empieza este Los martes, milagro con el legendario título que recoge la obra del gran poeta, Palabra sobre palabra. La escenificación correrá a cargo de dos actrices, Iria Márquez (que dirige la dramaturgia también) y Ana Alonso. La música la pondrá la chelista Cary Rosa Varona. Miguel me cuenta que habrá imágenes con la voz de Ángel González recitando; esas imágenes corresponden a una entrevista en video realizada por el propio Munárriz para la televisión asturiana en los años 80, hace siglo y medio también. El coordinador del ciclo es Carlos Jiménez. Las próximas entregas serán el 12 de marzo (Que están respirando amor, a partir de la poesía de Zorrilla) y 5 de marzo (Amor oscuro, en torno a los Sonetos del amor oscuro, de Lorca).

Munárriz, como su tocayo de apellido, el editor Jesús Munárriz, con quien solo tiene esa concomitancia, es un gran lector de poesía, imagino, además, que será poeta secreto; su colección de poesía es enorme, y bien utilizada, muy fatigada, como decía Borges que tenían que ser los libros. Pues esa colección, un tesoro que ha ido construyendo con paciencia y devoción, está ahora en el Aula de las Metáforas, una biblioteca pública de Grado (Asturias). A esa biblioteca ha donado Munárriz lo mejor de su biblioteca, la poesía, lo más querido de sus libros. Es una manera de aventar, y de alentar, la pasión que lo conmueve.

Mientras me hablaba, este sábado, de este hecho y de aquel proyecto, y apareció en su memoria y en su palabra el nombre de Ángel González, supe algo que ocurre a veces sobre las personas que uno ha admirado y ya no están. A él, como a muchos amigos, aún se le rayan los ojos cuando dicen el nombre del poeta que hizo de la palabra una posibilidad abierta y honda de comunicación. Mañana aventará Munárriz esos versos, una vez más. Martes y milagro. Con M de Munárriz, por cierto.

Palabra sobre palabra, de Ángel González

Por: | 14 de enero de 2013

Cuando fui editor, hace de ello siglo y medio, más o menos, pues fue a principios de los 90 del siglo XX, me fijé en algunos lugares donde ensayar las presentaciones de los libros, para percibir cómo serían recibidos éstos en los distintos lugares de España adonde fuéramos luego con los autores. Me fijé en Oviedo, especialmente, porque allí había un periodista que ejercía también de agitador cultural, Miguel Munárriz, cuyo entusiasmo por la literatura se cifra en uno de los acontecimientos que propició allí y que alguna vez le imitamos fuera de allí: Viva la literatura viva!

La sensibilidad de Munárriz, para la literatura, para la poesía y para la gente lo convirtió entonces en un cómplice necesario para nuestro trabajo editorial, que entonces empezaba y era tan incierto como el reinado de Witiza. Su entusiasmo, unido a su olfato, fue esencial para ir viendo cómo conducir aquel barco de palabras en el que estaban, en distintos camarotes, Amaya Elezcano, Lola Díaz, Ramón Buenaventura, Manuel de Lope, Rodolfo González Villahoz, Marta Donada, Rosa Junquera, Nuria Barrios..., nombres propios con los que yo sigo relacionando mi aventura editorial, truncada al fin para regresar al periodismo, en cuyos recintos sigo transitando.

A esos amigos se unió, en cierto modo como delegado absoluto de la sensibilidad de Alfaguara en el Atlántico norte, Miguel Munárriz. Al cabo del tiempo él se vino a Madrid, hizo un trabajo excelente en El Mundo, coordinando y dirigiendo su suplemento literario, luego (cuando yo había dejado ya aquel barco) trabajó en Alfaguara y finalmente montó con Palmira Márquez una activísima agencia de comunicación y literatura de la que se desgajó para seguir haciendo otros trabajos, el último de los cuales, el de dirigir el espacio cultural Fernando Fernán Gómez en la plaza de Colón de Madrid, parece un anillo para su dedo. Ha levantado ese centro, que depende del Ayuntamiento de Madrid, a cotas importantes de percepción del público, organizando espectáculos, conferencias y coloquios, y ahora acaba de poner en circulación una serie de escenificaciones que ponen voz a poetas con los que él (y tantos) tiene tanto que ver. Al ciclo lo ha llamado Los martes, milagro, y empieza mañana martes en el citado centro. 

Como empieza el ciclo con Ángel González, empieza este Los martes, milagro con el legendario título que recoge la obra del gran poeta, Palabra sobre palabra. La escenificación correrá a cargo de dos actrices, Iria Márquez (que dirige la dramaturgia también) y Ana Alonso. La música la pondrá la chelista Cary Rosa Varona. Miguel me cuenta que habrá imágenes con la voz de Ángel González recitando; esas imágenes corresponden a una entrevista en video realizada por el propio Munárriz para la televisión asturiana en los años 80, hace siglo y medio también. El coordinador del ciclo es Carlos Jiménez. Las próximas entregas serán el 12 de marzo (Que están respirando amor, a partir de la poesía de Zorrilla) y 5 de marzo (Amor oscuro, en torno a los Sonetos del amor oscuro, de Lorca).

Munárriz, como su tocayo de apellido, el editor Jesús Munárriz, con quien solo tiene esa concomitancia, es un gran lector de poesía, imagino, además, que será poeta secreto; su colección de poesía es enorme, y bien utilizada, muy fatigada, como decía Borges que tenían que ser los libros. Pues esa colección, un tesoro que ha ido construyendo con paciencia y devoción, está ahora en el Aula de las Metáforas, una biblioteca pública de Grado (Asturias). A esa biblioteca ha donado Munárriz lo mejor de su biblioteca, la poesía, lo más querido de sus libros. Es una manera de aventar, y de alentar, la pasión que lo conmueve.

Mientras me hablaba, este sábado, de este hecho y de aquel proyecto, y apareció en su memoria y en su palabra el nombre de Ángel González, supe algo que ocurre a veces sobre las personas que uno ha admirado y ya no están. A él, como a muchos amigos, aún se le rayan los ojos cuando dicen el nombre del poeta que hizo de la palabra una posibilidad abierta y honda de comunicación. Mañana aventará Munárriz esos versos, una vez más. Martes y milagro. Con M de Munárriz, por cierto.

La lengua madre y la lengua perpleja

Por: | 11 de enero de 2013

Hablamos, decimos, creemos estar diciendo lo que sabemos y en realidad estamos diciendo lo que desconocemos creyendo que los otros entienden nuestro galimatías. Si descompusiéramos nuestro discurso cotidiano, si nos explicáramos cada vez que decimos, entraríamos en el pantanoso territorio de la locura o de la risa.

La lengua madre, la obra de teatro que escribió Juan José Millás y que anoche estrenó Juan Diego en el Teatro Bellas Artes de Madrid, pone de manifiesto, con la ya conocida inteligencia del autor para crear paradojas, situaciones que parecen reales siendo estrictamente ficticias, la capacidad que tiene el lenguaje para llevarnos adonde le da la gana, incluso a paraísos supuestos y a sobreentendidos gloriosos o estúpidos.

La dedicación que Millás ha prestado al orden alfabético, para descomponerlo, para indisponerlo o para ponerlo en el paredón, viene de hace muchos años, cuando escribió, por ejemplo, Tonto, muerto, bastardo e invisible; después escribió El desorden alfabético; y a partir de esas dos obras fundamentales de su manera surrealista y kafkiana, millasiana ya, de ver la realidad, ahondó en el lenguaje, en la lengua madre, como escenario de su propia batalla literaria.

La lengua madre, la obra a la que le puso encarnadura teatral Emilio Hernández y que interpreta Juan Diego, responde a esa ambición de Juan José Millás de adentrarse en el diccionario para sacarlo de sus casillas. Juan Diego ejerce de Millás en el escenario, en cierto sentido, pues la conferencia entrecortada que pronuncia, y que es el eje absoluto de la obra, es una interpretación ampliada y dramatizada de una legendaria conferencia de Millás sobre las paradojas y perplejidades a las que nos conduce el uso del diccionario, de la RAE y el de María Moliner. Por qué las palabras significan lo que han terminado significando, por qué están donde están en las páginas de esos diccionarios, ¿no contamina aborto la palabra abotargado?, qué hace celos junto a celosía...

Millás ha dado una conferencia que en sustancia planteaba lo mismo por universidades, institutos y ferias, lo hacía mostrando cara al público ese rostro estólido de Buster Keaton que lo distingue; a partir de ese texto, que él ha enriquecido y modificado, ha construido esta Lengua madre que al final se convierte, en la interpretación de Juan Diego, en un alegato sobre una de las sustancias que encierra el lenguaje, el engaño, la suplantación de la palabra aclaratoria por la palabra que produce distorsión y manipulación.

El encuentro con esa sustancia engañosa del lenguaje marca ese crescendo final de la indignación del personaje que se siente engañado por la superposición de diccionarios fraudulentos. Al término de ese alegato, que alcanza la voz del drama, hubo un aplauso del público, como si el texto hubiera sintonizado, después de la risa, con la víscera perpleja que ahora se hace las mismas preguntas que ese profesor de clase media que ha estado desde el escenario recontando sus perplejidades hasta llegar a la zona cero del cabreo. La obra prosiguió unos minutos más, con el personaje recogiendo, compungido, los papeles de su conferencia dramática y paradójica, y entonces se produjo una ovación muy merecida. El teatro estaba lleno de actores y de dramaturgos; escuché risas, muchas risas; al final salieron a saludar los protagonistas. Me alegré mucho del éxito. 

El premio Jerusalén a Antonio Muñoz Molina

Por: | 10 de enero de 2013

El premio que le acaba de otorgar la Feria Internacional del Libro de Jerusalén a Antonio Muñoz Molina, el autor de Sefarad, es un reconocimiento tan merecido como emocionante es ese libro, en el que Muñoz Molina refleja la lucha contra la pérdida, el destierro y el exilio. Ese recorrido, que constituye uno de los libros humanamente más hondos y más bellos de su escritura, se menciona entre los merecimientos que hay para que el jurado sitúe al autor de Úbeda entre los nombres propios que ya honran esa lista a la que él honra ahora.

Estuve allí, en Jerusalén, acompañando a Jorge Semprún cuando al autor de La escritura o la vida le entregaron el mismo premio; pude observar entonces la importancia que en aquella ciudad inolvidable se le da a la visión que los españoles tienen sobre todas las metáforas que ha creado en la literatura contemporánea la amarga diáspora de la que ese país, Israel, es símbolo en el mundo.

Que Muñoz Molina, escritor comprometido con su país, con su tiempo y con el mundo, siga, en la estela española, al nombre de Semprún en el premio Jerusalén no solo es justo sino que es coherente. Pocos escritores de nuestra lengua, y en general pocos escritores, se han ocupado tanto como él y como Semprún de lo que le sucede a las almas cuando la violencia o el extravío del odio las dispersan o las desprecian. Ese sentimiento está en toda su literatura de Muñoz Molina, en su ficción, en sus ensayos y en sus artículos, y es una consistente apuesta literaria que proviene también de su manera de ocuparse de la vida, cuando escribe de la realidad, y de los sueños, cuando es la ficción la que lo mueve.De modo que pudo haber sido por Sefarad, pero en realidad podía haber sido por el conjunto de su obra.

Antonio Muñoz Molina es un intelectual cuya consistencia proviene de dos factores: la capacidad de introspección y de ensimismamiento y la capacidad de escritura; como si lo impulsara una música muy determinada y a partir de ese ritmo fuera encadenando la intuición metafórica que, como en otros grandes autores, marca ya como ineludibles sus propios hallazgos. Leerlo produce lo que él dice desde el título de uno de sus libros más entusiastas, Pura alegría, donde recoge algunas de sus lecturas, las que hay detrás de esa manera suya de afrontar el hecho mismo de escribir. Leer ha sido para él, y lo es, naturalmente, su modo de adquirir el ritmo que convierte en música propia su literatura; esa literatura es la consecuencia del ritmo que da leer. Y Sefarad, también en ese sentido, es un ejemplo de su mejor escritura.

 

A favor de Jesús Hermida

Por: | 07 de enero de 2013

Como la actualidad tiene las pavorosas patas cortas de la urgencia, y por tanto cualquier juicio inmediato puede llevarnos al error y quizá a la maledicencia, digamos algunas palabras para situar en la historia al periodista que conversó con el rey Juan Carlos para Televisión Española. Porque puede ocurrir, y así de vano es este oficio, que lo que le quede en la memoria a quienes se fijan más en lo que acaba de pasar que en lo que ha pasado sea que Hermida no le hizo dos preguntas a su entrevistado, y que por esas dos preguntas ya su larga experiencia merece enlatarse dentro de un cajón que por fuera ponga Nada.

Desde que el periodismo se configuró para algunos de nosotros como el mejor oficio del mundo ya estaba ahí Jesús Hermida, combatiendo en el diario Pueblo a favor de lo que Juan Cueto llama ´la mirada divertida`; sus páginas eran antologías de las ideas que un periodista quiere tener en su cajón para salir de los atolladeros: siempre había en esa caja de sorpresas un personaje insólito, una frase a la que él le torcía el cuello. Era estimulante y era evidente que él escribía estimulado por una curiosidad que luego lo llevó a inventar formatos informativos que lo convirtieron en el más famoso (y en el más popular) de los personajes que hacían información en la pequeña pantalla.

Su presencia en la pantalla era espectacular pero, mientras estuvo en Nueva York, informando desde el puente de Brooklyn, siempre fue imaginativo y no banal. Asistió a episodios que luego fueron históricos, aunque alguno fue instantáneamente histórico, con la impavidez de un profesional y con el entusiasmo de un crío. Y así se comportó siempre, hasta ahora mismo, con el entusiasmo de un crío. Educado, elegante, tranquilo, y también atrabiliario, veloz, voraz... En una sola figura, todas las figuras de un personaje que quiere vivir más allá del aliento que tiene.

Hizo algunas entrevistas memorables, como las que hizo en De cerca, pero nunca fue un preguntón más allá de su escudo áureo de hombre que no quiere meter el dedo en el ojo para que el ojo llore; para eso no se hizo Hermida, y nunca fue eso. Así que es lícito imaginar que ahora no quería tampoco ensañarse con el ojo malo (o con los ojos malos) del rey, sino que quería llevarse a casa una conversación con alguien sobre el que él tiene curiosidades que no todos los periodistas tendrían de igual manera: otro hubiera querido saber dónde le duele al rey, pero Hermida no es de los que preguntaron nunca por los dolores que no se quieren decir. Si los hay, si aparecen, escucha; siendo tan educado como es resulta imposible pedirle que le meta el dedo en los ojos, o en la boca ni a Jesucristo que se lo encontrara. Ahora bien, si el personaje le deja un resquicio, por ahí entra; pero me temo que ahí él no vio, o no le dejaron que viera, ningún resquicio. 

El formato, por otra parte, no era hermidiano, a él le gusta hablar al oído, simular además que está oyendo por un solo oído, sin mirar directamente al que le escucha en el otro lado, sino tratando de parecer el cómplice del otro. Y el rey estaba muy lejos; así no puede hacer una entrevista Hermida; así Hermida tan solo puede mirar, y mirar de lejos; la suya es una conversación de cerca, y en este caso no se daban las circunstancias.

He escuchado de todo estos días; con muchas críticas al resultado de la entrevista estoy de acuerdo, y con otras críticas no me siento tan confortable. Todos tienen derecho a echar en falta esas preguntas u otras, pero me parece que a Hermida no se le puede despachar como si estuviera presentándose a la Reválida de periodismo, pues en este oficio ya tiene aprobados todos los cursos. Dejen que hable la viodeteca, y la lejana hemeroteca, para saber quién es Hermida; no nos conformemos con lo que la urgencia nos lleva diciendo desde el viernes por la noche.

 

 

El País

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