Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

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Diez años de la muerte del pintor Eduardo Úrculo

Por: | 30 de marzo de 2013

Cuando murió Ignacio Aldecoa, a los 44 años, se produjo un estruendo nacional en el mundo de la literatura y también de la amistad, que entonces eran términos que aún conjugaban bien. Lo resumió Carmen Martín Gaite en el título del artículo en el que expresó su desolación: “Un aviso”. Era la señal, entonces, de que la muerte era una de las fronteras de la vida, y era definitiva; ella, Carmiña, lo avisaba escuetamente, sin otro vuelo que el que ofrece al alma que cuenta el drama que vive.

       Eso ocurrió en 1969, en Madrid, abruptamente; nadie esperaba que aquel ser humano que tanto había levantado la moral de su tropa y que tan bien había escrito sobre la fiesta y la tragedia fuera a ser el primero al que se lo llevara el barco final, el que no regresa.

       Por alguna razón que tiene que ver sin duda con la muerte pero también con ese carácter de aviso que tiene toda noticia tan aviesa como esa que Carmiña subrayó con dos palabras, cuando murió el pintor Eduardo Úrculo sentí también ese latigazo: las campanas empiezan a tañer por cada uno de nosotros, este es un aviso, toda muerte es, al fin, una muerte colectiva; cuando alguien tuyo, de tu entorno, de tu vida, se muere, tú también te estás muriendo.

       Eduardo Úrculo murió hace diez años, el 31 de marzo de 2003. Era un hombre pletórico; tenía 64 años, pero podría tener los años en que murió Aldecoa, era tan joven aún. Se conservaba en buena forma, seguía paseando, pintando, riendo sin fronteras, viajando como un chiquillo, de su corazón a sus asuntos, hasta que el corazón decidió jugarle esta mala pasada. Estuve el otro día con su mujer, Vicky Hidalgo, en la casa que dibujaron y vivieron juntos en el barrio donde vi a Eduardo por última vez. Ahora es un recuerdo, un millón de recuerdos; por ejemplo, el de ese último día, y era marzo, en que lo vi en la calle, mirando, siempre miraba Eduardo. O de cuando nos juntamos unos cuantos en su casa de Madrid, riendo, o cuando reíamos en su casa de Asturias. O cuando, aún sin conocerlo, me hablaban de él sus amigos canarios José Luis Fajardo, Eduardo Westerdahl y Jorge Perdomo…

       Todas esas etapas, todos esos recuerdos, son de un Úrculo único y diferente. El canario, por decirlo así, era el Úrculo que hurgaba en la tierra, en su tierra asturiana; dibujaba entonces, en su juventud, el alma doliente de un territorio que gritaba sordamente en medio de la dictadura. Era el Úrculo políticamente más comprometido, el que le dio alma a la encarnadura civil de su arte. Westerdahl, que era un surrealista a carta cabal, apreció en esas formas oscuras de Úrculo el germen de una luz, lo decía. Y, en efecto, años después surgió entre nosotros ese Úrculo iluminado por el sol de Ibiza, dibujante de formas iluminadas por una voluntad de alegría que ya llenó por completo las paredes de su estudio. El añil, el amarillo, el azul claro, el rojo…

       Y, dentro de esos colores cálidos, hundidos como en el aire de sus formas, mujeres, viajeros, gente asomándose al mar; el horizonte fue una obsesión para este viajero que fue de la oscuridad a la luz como si traspasara una frontera. En esos cuadros suyos, en sus esculturas, en lo que dibujó y en lo que pintó hubo siempre, y siempre hay, gente mirando, paseantes, soñadores; de espaldas o de frente, pero sobre todo de espaldas, los personas están aguardando algo, saben que en un momento determinado tendrán con ellos lo que esperan, y probablemente lo que esperan es aire. El aire que respiraba Úrculo, el que nos hacía respirar.

       No puedo remediar una visión de Úrculo que me persigue desde que lo oí nombrar por primera vez en Tenerife. Entonces su amigo Jorge Perdomo, que lo conoció allí a principios de los años 60 (justamente cuando Aldecoa viajaba por las islas, por cierto), lo describía como un deportista, un tipo que se encerraba en una especie de gimnasio artesanal a hacer pesas y a jugar al frontón, quizá para correr luego como un loco por aquellas playas entonces intransitables de Santa Cruz, pues eran playas de cantos rodados… Luego siempre vi a Úrculo, aunque lo viera vestido, corriendo así, en bañador (como en Ibiza, en los 80), bajo el sol, riendo… Como si entonces estuviera ensayando la salud que desprenden ahora esos cuadros de su etapa más feliz, más iluminada, el Úrculo que se iba desprendiendo de las formas oscuras parecía estar preparando desde entonces, en las orillas de los mares, el Atlántico, el Mediterráneo, ese Úrculo que ahora tenemos en la retina.

       Cuando murió, el crítico de El País Francisco Calvo Serraller habló de su vitalidad: cuesta creer que haya muerto Eduardo Úrculo, “de vitalidad tan pletórica (…) en plena madurez creadora”. Y señalaba Calvo Serraller, para culminar su recuerdo: “Es, por tanto, ´la alegría de vivir` la que está de luto con la dolorosa pérdida de Eduardo Úrculo, que literalmente se ha muerto, como quien dice, ´con los pinceles puestos` y en plena brega”. Su colega y amigo José Luis Fajardo dejó dicho entonces: “A Úrculo nunca le gustó viajar solo”. Solo nunca estuvo; la muerte misma lo halló con amigos. Ese recuerdo mío, Eduardo ante un escaparate, mirando, unos días antes de su muerte, era también la de un hombre acompañado, presto a encontrarse con otros, buscando quizá en ese silencio circunstancial las palabras que iba a regalar en otro lado. “Encarnaba la vida y la pintura”, explicó Mario Vargas Llosa, su amigo también, cuando la noticia (aquel aviso) se supo.

       Cuando estuve con Vicky en su casa el otro día juro que sentí que en cualquier momento esas figuras que él pintó iban a cobrar cuerpo y que en algún momento iban a aparecer de la mano de Úrculo, riendo todos ante el horizonte.

Escuchando hablar en Barcelona

Por: | 23 de marzo de 2013

Imposible imaginar cómo acabará el debate político (falso o verdadero) que ahora ocupa a muchos catalanes y también a muchos españoles sobre el porvenir de Cataluña como estado independiente o como país integrado en España. La realidad irá diciendo lo que la vida cotidiana permite intuir; las aguas hallarán su cauce y por supuesto no habrá sangre en los ríos. Exageran todos: aquellos militares viejunos que confunden patria con su concepto de la patria y exageran aquellos que estiman que todo aquel que se mueve en contra de la independencia, o que le pone razonables reparos, forma parte de la peor carcundia española.

       En todo caso, toda esta discusión es falsa, o por lo menos exagerada. Aparte de las manifestaciones, magnificadas por los convocantes tanto como por aquellos que no las quieren, la ciudadanía está a lo que está, y está mal. La crisis en Cataluña es apabullante, como en el resto de España; afecta a la sanidad, a la escuela, a la cultura, al empleo, al ánimo; conduce al desánimo y también al desistimiento; ha afectado de manera brutal a la confianza en la política y en los políticos, ha dañado también a los medios de comunicación, que han ganado en descrédito y han perdido en fiabilidad, y ha fulminado a la carrera judicial, afectada por los recortes y por los retrasos.

       En Cataluña pasa lo que pasa en cualquier parte; el poder político actuante ha dilatado el efecto de la miseria arbitrando para el momento una realidad paralela, la ansiedad por la independencia. Pero ese lodo que está instalado en los intersticios de la sociedad (la catalana, la española, la europea) desprecia por completo la voluntad de ocultamiento, está aflorando en toda su decrépita plenitud y ahora mismo el discurso, en las tertulias, en las reuniones, en las preocupaciones periodísticas, culturales o sociales, ya no es el sí o el no, el derecho a decidir o el derecho al diguem no, nosaltres no som de eixe mon; el discurso es cómo llegar a la supervivencia en un momento caótico del mundo que afecta uno por uno a todos nosotros, tengamos la idea que tengamos de la vida y de por dónde ésta debe discurrir.

       He pasado una jornada en Barcelona; he hablado, sobre todo, con escritores, con editores, con hoteleros, con libreros, con gente que circula por la calle, que habla y pregunta, y de todo lo que he escuchado he tomado aquellas notas. Decía alguien que el nacionalismo se cura viajando; se cura preguntando, también, el lugar común, la especie que circula sin que nadie la detenga: por lo que se escucha, se ve o se lee en los medios nacionales, los de derechas, los de izquierda y los de-no-se-sabe-de-qué, parece que los catalanes estuvieran hablando todo el día de los sucesos que aparecen en las primeras páginas o en las más prominentes de las páginas interiores. La gente habla de lo que habla todo el mundo, y ese asunto de la independencia, la cuestión de los espías, las rencillas políticas, los tiras y aflojas de las coaliciones viejas o de las coaliciones nuevas, forman parte de una nebulosa que importa poco, que importa al cogollo de los políticos, ni siquiera al cogollo de la política.

       El poder político actuante ha sido capaz, hasta ahora, y al menos de septiembre de 2012, de crear una realidad paralela, una figuración, que poco a poco se ha ido desvaneciendo hasta que surge, en toda su magnitud, la verdad de la vida: estem fotuts. La realidad es como aquellas piedras de Chumy Chúmez o como las actuales piedras de El Roto: enormes preocupaciones en forma de nube negra que diluyen por completo la ilusión de que un milagro acabe con la sensación atosigante que produce la crisis. El otro día decía el crítico y escritor José María Pozuelo Yvancos en el fallo del premio Alfaguara (que fue para José Ovejero) que el jurado había estado mucho tiempo buscando una palabra que sustituyera la tan traída palabra crisis. Y hallaron zozobra. En otros términos, en Cataluña quisieron (los políticos actuantes, y los que los acompañan, además de los medios a los que les convino) tapar la palabra crisis (recortes, desistimiento, desconfianza) con las palabras que les vinieron bien para airear su atmósfera, y al final los ha venido a visitar la palabra zozobra.

       Así que aquí pasa lo que pasa en todas partes y se habla de lo que en todas partes se habla. Es un momento malo, y lo es para todos; decía James Joyce (y se lo copio una vez más a Juan Antonio Masoliver Ródenas, que me dio la cita) que ya que uno no puede cambiar de país debe cambiar de conversación. Es una tarea imposible: la conversación en Cataluña, en España, el discurso que se ha instalado, viene como un tsunami y tiene en sus titulares la palabra crisis. Cambien de país, pero no cambiarán de conversación. Ahora ya esa palabra es incontenible, aunque como sinónimo no está mal la que halló Pozuelo. Sí, zozobra. Todavía no es ahogo, es zozobra. Navegar importa. Decir que delante no hay nubarrones sino banderas lo que hace es distraer a los pasajeros, pero éstos ya empiezan a saber para qué sirven los señuelos.

 

El fotógrafo invencible

Por: | 20 de marzo de 2013

Hay un clamor en el mundo de la literatura, y en el mundo de la fotografía, por la desaparición de una historia invencible de la fotografía de nuestro tiempo, la que lleva la firma de Daniel Mordzinski.

    Ya se saben algunas de las circunstancias de esta desgracia, así que me toca contar desde mi punto de vista de espectador del fotógrafo lo que creo que no se ha perdido ni se podrá perder jamás. En primer lugar, esas mismas fotografías cuyos negativos ahora no existen, o parece que no existen, son la retina de un tiempo, las hemos visto, hemos visto a Daniel tomarlas, o él mismo las ha contado como si las estuviera haciendo.

    Están, pues, en la retina de nuestro tiempo, son la historia de una parte imprescindible de las caras que hicieron la literatura latinoamericana y universal de los últimos cuarenta años. Mordzinski es el fotógrafo de esa gente; los conoció, los saludó, intimó con ellos, los hizo posar en las posturas menos convencionales, los acompañó al lavabo y a los cuartos, les hizo hablar en silencio para su cámara, fueron, o son, sus amigos.

    Para ir construyendo ese tesoro analógico que ahora está en el limbo de las desapariciones inexplicadas o inexplicables, lo que hizo Mordzinski ha sido por lo menos heroico. Vestido siempre de negro, saltando de un país al otro, cargando como si llevara un bebé en brazo su cámara inseparable, esperó a que los rostros estuvieran a tiro, los dejó estar y finalmente los fotografió en sazón, no de cualquier manera, en ningún caso huyendo de su cámara, sino mirándola para quererla.

    Esa manera de hacer persiste, no ha sentido nunca Daniel ningún arrebato de cansancio ni de melancolía; eso no puede desaparecer, está ahí, en ese dedo como músculo mayor de su vista, dispuesto siempre a crear historia de los rostros que se posan ante el objetivo. Como esto es así, como persiste la mirada, uno confía en que de pronto ese tesoro desprendido ahora de la historia surja de nuevo de algún archivo secreto que el propio Mordzinski active algún día del éter en el que se pierden las imágenes que uno recuerda.

    Daniel es un fotógrafo invencible, por eso es lícito confiar en la fe que tiene para seguir haciendo historia, para seguir creyendo que lo que le sucede es una pesadilla, un fogonazo inútil, una foto fallida; la foto grande la lleva dentro, y esa no se ha quemado, nunca podrá ser quemada.

Todo lo que era sólido, de Muñoz Molina

Por: | 17 de marzo de 2013

Antonio Muñoz Molina ha escrito ya sobre su barrio, sobre sus padres, sobre su pueblo, sobre algunos de sus amigos; ha escrito sobre la Luna, sobre Nueva York, sobre el arte, sobre lo que le concierne y también sobre lo que le resulta contingente u olvidable, pero que en algún momento le importa y le produce desánimo o alegría. Ha escrito sobre cine, muchísimo sobre literatura, ha escrito de personas y de ideas, y, sobre todo, nunca ha dejado de escribir.

       Su motor (que es también el motor de los periodistas, de los sacerdotes, de las personas que no son ni una cosa ni otra) es la curiosidad, que es, por otra parte, la ilusión de saber para contarlo. Y a saber para contarlo aspira todo el mundo, el que por obligación cuenta y el que cuenta tan solo porque no se lo puede guardar. En el caso de los que por obligación cuentan, aunque también cuenten porque no pueden guardárselo, hace falta un don: saber contarlo.

       Y Muñoz Molina sabe contarlo como muy pocos. Le viene esta facultad, que muchos consideramos un milagro cuando la verificamos en grandes escritores, de una circunstancia muy simple, que está al alcance de todo el mundo, o casi: le viene de haber leído. Aunque esta experiencia no es suficiente, no es lo único que ha de tener alguien con capacidad de contar, en este caso por escrito, lo que sabe de lo que ha visto. Para escribir como él (y como otros como él) hace falta ritmo, y el ritmo es una facultad del alma del buen escritor.

       El ritmo es el alma de Muñoz Molina, este narrador que ha escrito de su casa, de sus padres, de su pueblo, de Nueva York, de Madrid, etcétera… Ahora, con ese ritmo con el que también escribió su historia en el cuartel (Ardor Guerrero) o el tiempo en que despertó a la modernidad (El viento de la luna), Antonio ha escrito un libro particularmente desasosegante que trata de su país, España. Se titulaTodo lo que era sólido, ha sido publicado por Seix Barral y te deja, al final, con el aliento sobresaltado.

       Todo lo que era sólido es una visita atónita al país roto que es ahora España; después de años en que parecía que, en efecto, todo era sólido y este país vivía en la más placentera de las planicies, resulta que estamos pagando ahora una alegría que en realidad era un despilfarro. Ahora, como decían las madres de la posguerra cuando nos reíamos en casa, estamos pagando tanto alboroto. La corrupción urbanística, la corrupción política, y hasta la corrupción de las costumbres, fueron la porquería que saltó de pronto a las superficies de las charcas, y ahora las charcas albergan sobre todo porquería. Dice Muñoz Molina, en una de las frases más tremendas de este libro de su (y de nuestro) desasosiego: “Bajo el colorido de fiesta pop de los primeros 80 hay un escándalo ahora olvidado de charcos de sangre”.

       Es probable que aquella España que se aprestó a vivir la fiesta de la democracia no sintió que también tenía que aprestarse a comportarse como un país maduro, cuyas instituciones, políticas, culturales, institucionales, sociales, sirvieran de baluarte contra la corrupción de las costumbres. Eso no ocurrió; y no fueron solo los políticos los que contribuyeron a que tras la relajación se produjera el escándalo; también fuimos los periodistas, fueron los jueces, fueron todos aquellos que, teniendo la obligación de prevenir, de denunciar, ahora nos encontramos con el escándalo en las manos, con los charcos impracticables de un invierno mayor de nuestro descontento.

       El libro de Muñoz Molina es una denuncia de 253 páginas que se leen de un tirón, porque el ritmo de Antonio es de una enorme carga poética y musical; pero esas 253 páginas constituyen una purga del corazón español; se leen con contrición y respeto, como si el novelista de El jinete polaco hubiera llevado al borde del camino un espejo nítido en el que se reflejan todos los comportamientos que ya hemos conocido y nos los presenta juntos y no sólo uno a uno. Como si un tumulto de fracasos sociales, políticos, culturales, estatales y autonómicos, saliera en tromba de ese volumen que es blanco por fuera y especialmente gris por dentro.

       El valor del libro no es únicamente el de la denuncia. Es una denuncia y es una advertencia. Pero, en puridad, es también la consecuencia escrita de una actitud que durante años ha mantenido Muñoz Molina ante lo que ve: esa voz suya, queda pero vigorosa, es la que siempre lo ha acompañado como espectador, como Robinson urbano, por citar el recopilatorio con el que primero se dio a conocer. Y esa voz suya es un ritmo inconfundible, que él describe a su manera en este párrafo que constituye su tributo al estilo: “Escribo dejándome llevar. El propio acto de escribir desata a veces los argumentos y los recuerdos. La urgencia de comprender y de intentar explicarme a mí mismo el presente me devuelve fragmentos del pasado”.

       Esa es la esencia de su estilo; así se lee lo que escribe, así suena. Esta vez no es la ni la ficción ni la historia el objeto de su visita, sino el presente atroz de un país al que le ha dedicado este poema sobrecogedor, esta narración desasosegada que uno lee como si estuviera viendo en un plano corto el aspecto más espeluznante de la autobiografía de España después de la alegría. 

 

Deconstruyendo a David Trueba

Por: | 15 de marzo de 2013

Juan Benet solía destruir, o deconstruir, los libros que presentaba, incluidos los suyos. E incluyendo a los autores, empezando también por sí mismo. Sus presentaciones fueron legendarias y temibles; se ocupaba, en lo que decía, del lomo del libro, del que lo había escrito, si no lo había escrito él; rompía ante los atónitos ojos del editor la ilusión de que una vez publicados los libros de los amigos son perfectos, y arremetía contra sus amigos con una cordialidad violenta: los abrazaba al mismo tiempo que les lanzaba al rostro la más feroz de sus carcajadas.

Todo era una figuración, una actuación, que al final se celebraba no sólo como el conjunto de una serie de ocurrencias geniales sino como un espectáculo inteligente que animaba el sopor habitual en que se convierten estas misas paganas que son las presentaciones de libros. Una vez Benet presentó así un libro suyo, En la penumbra, con la que Alfaguara comenzaba, en 1969, una nueva etapa en la insólita y atrevida trayectoria de sus diseños de cubiertas, ideadas desde que la dirigió Jaime Salinas por el genial Enric Satué. Como aquellas cubiertas estaban (y están) más inclinadas a contentar al mercado que a seguir la antigua sobriedad que hubo en el origen de aquella Alfaguara que había dirigido Salinas, Benet dedicó la mayor parte de su discurso a poner verdes a los editores.

    Anoche estuve en la presentación de Érase una vez, el libro que recoge las columnas de David Trueba, y estuve pensando en el transcurso de la celebración en aquellas atronadoras presentaciones de Benet. Este volumen de artículos ha sido publicado por Debate, en una bellísima edición, contra la que nadie fue, de modo que el editor, Miguel Aguilar, que estaba en la trastienda de La Buena Vida, la buena librería donde se produjo el acontecimiento, podía tomarse tranquilo unas cervezas mientras se desarrollaban las intervenciones.

La Buena Vida es una librería que tiene el nombre del primer título cinematogrático del segundo cineasta de apellido Trueba (el primero es Fernando, el segundo es David y el tercero estaba allí, es Jonás, el hijo de Fernando). La librería es de Jesús Trueba, hermano de David y de Fernando, que de vez en cuando, desde el cuadro de mandos del establecimiento, se ocupaba de responder a la más genial de las presentadoras que he conocido hasta el momento (después de Juan Benet).

Esta presentadora insólita es Aixa López, periodista, que de chica pasaba los veranos en El Pimpollar, Ávila, con la abundante familia Trueba, cuya madre también estaba presente en el acto. Esa información privilegiada sobre la infancia y la adolescencia de David le proporcionó a Aixa materia más que suficiente para someter al autor a una deconstrucción sistemática de cada uno de los recovecos de su personalidad. Lo hizo de manera implacable y delirante, como si lo hubiera colgado de un árbol y lo fuera desnudando poco para que los demás supieran, o no, de dónde le vienen al escritor que también es cineasta las distintas habilidades (de todo tipo) que lo adornan.

Como además estudió con él periodismo en la Complutense, Aixa sabe de su vida y miserias, y grandezas, y las contó todas como si estuviera levantando un acta notarial con el estilo que hay dentro de los refrescos vitriólicos que ya llevan el alcohol dentro. Y como ha seguido siendo su amiga muy atenta, desde el periodismo y desde la vida cotidiana, y muy seguramente su lectora más implacable, se fijó en todas las manías públicas y privadas de uno de los columnistas más inteligentes que tiene el periodismo de este país.

    Aixa contó anécdotas vividas por ella, discutió otras, relató milagros infantiles, escarceos adolescentes, también eróticos, o similares, contó hazañas periodísticas de Trueba, mientras éste permanecía impávido, como un personaje caracterizado por Alberto Sordi, por Luis Ciges o por José Luis López Vázquez. De vez en cuando, en los momentos en que esto era requerido por el guión imaginario que fue construyendo (y deconstruyendo Aixa), Trueba le daba paso a Fernando Ramallo, actor de su primera película, para que leyera algunos textos evocados al desgaire por la deconstructora, y a Lucía Jiménez, cantante, actriz también en La buena vida, para que interpretara algunas canciones escritas por David o preferidas por él. 

    David Trueba es, como discípulo muy querido de Rafael Azcona, capaz de todas las cosas, pero sobre todo capaz de no apabullar con su ingenio; el suyo es un ingenio tranquilo, una inteligencia (como decimos los canarios) desinquieta; sus columnas están llenas de sentido común, y llegan a los extremos de Monty Python desde la inteligencia narrativa de Cabrera Infante. Leerle es reconciliarse con el sentido común. Estas columnas, leídas ahora como se leería Rayuela, responden a la esencia de esa fábrica. Esta presentación a la que asistió estólido como Buster Keaton y como esos otros actores parecía una columna suya, las carcajadas serenas incluidas. Compren el libro; es nuevo, e incluso lo ya conocido es nuevo. Cuando me fui del acto sentí que ahí dentro, a pesar de la calefacción, hacía más fresco que fuera.

 

La política, lo opaco y el caso Nevenka

Por: | 09 de marzo de 2013

Ahora he recordado muy vívidamente, en la conmemoración del Día de la Mujer, a algunas mujeres importantes de mi vida.

Como es natural, o como me imagino que debiera serlo, en primer lugar está mi madre, que además de enseñarme a leer me enseñó a reír. Y me mostró caminos muy ingeniosos para salir de algunos atolladeros.

Ella se sabía muy bien lo que le convenía del refranero, y creó un refranero personal, al que muchas veces recurro para salir de algunos engorros. Sin saber quién era Einstein, desarrolló su propia teoría de la relatividad para superar las desventuras; nada es tan importante si lo miras desde lejos, nada es tan grave como la vida, y ésta un día te la quitan; y para morirse sólo hace falta estar vivo.

Era un pozo de sentido común, y de sentido del humor, que son sentidos que van juntos. Pero tuvo, como la madre de Rafael Azcona, por cierto, su propia prevención ante cualquier exceso, y como la que dio a luz al genial logroñés, ella decía en nuestra casa del Puerto de la Cruz, frente a los optimismos excesivos, la misma jaculatoria siempre: “Ya lo pagaremos”.

       Y ahora estamos pagando pasadas alegrías, inconsecuencias graves del entusiasmo con el que una vez decidimos que éramos ricos e indestructibles, como los actores famosos de la pantalla. Los muy famosos del pasado se murieron ya, y los muy famosos y bellos del presente también se morirán. Y nos moriremos todos, y se quedarán los países, los monumentos y sus paisajes. Y los libros, por cierto.

Esa era la teoría de la relatividad. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar.

Pero mientras sucede la vida la tienes que asumir, y aunque todo resulte extremadamente relativo, hay que afrontar lo que nos pasa porque nos está pasando. A nosotros, y ahora, a nuestro país, y ahora, a nuestro barrio, a nuestro trabajo, a nuestro desempleo, a nuestra alegría y a nuestra melancolía. Nos pasa. Nos está pasando. Y la estamos pagando.

Y lo que nos pasa es terrible; se curará, supongo, pero de momento es terrible. Estamos, por ejemplo, en una crisis económica que sufre todo el mundo mientras escucha a los políticos en el poder decir que el horizonte ya clarea. Estamos, también, en una crisis de valores que convierte en igualmente sospechosos a los políticos, a los jueces y a los periodistas. Y estamos en un tiempo en que decir todo eso equivale tan solo a derramar lágrimas sobre la leche: no sirve para nada.

No sirve para nada que resulte evidente que el Partido Popular tiene un problema grave, y de fondo, en sus filas, porque desde hace años tuvo dentro, y hasta ahora mismo, a un hombre que ahora puede dinamitarlo divulgando lo que sabe, y lo que parece que sabe, acerca de los dirigentes que lo mantuvieron hasta que el finiquito se hizo cuerpo y habitó entre nosotros.

No sirve de nada que resulte evidente, porque el PP prefiere mirar para otro lado, y como tiene terminales mediáticas y descaro suficiente para hacerlo, decide que lo que pasa no pasa sino que le pasa a otros. Y así estamos todos con tortícolis política: cada vez que hablamos de Bárcenas nos salen Blanco o los Eres andaluces y tenemos que seguir a Rolex aunque estemos buscando setas. Hablemos de cada cosa a su tiempo, pero no hablemos de todo a la vez, porque corremos el riesgo de embarrarlo todo para que todo se parezca y para que nada se resuelva.

No sirve para nada que digan que quieren transparencia hasta llegar al fondo porque ellos mismos ennegrecen las transparencias y regresan al mundo de lo opaco, con la complicad manifiesta de periodistas que se llaman a sí mismos observadores de la libertad de expresión y cooperan en la persecución de los medios que divulgan lo que pasa.

En fin. Ahora mismo se ha producido un episodio más en el ennegrecimiento de la política. El PSOE de Ponferrada se ha aliado, para expulsar al PP de la alcaldía, con el alcalde que en su día fue condenado por acoso sexual a la teniente de alcalde de su formación, Nevenka Fernández. Juan José Millás publicó hace nueve años ahora un libro inolvidable, comprometido, audaz, sobre ese caso, Hay algo que no es como me dicen (Aguilar). Ahí desenmascaró Millás el comportamiento vil de aquel político que mancilló su compromiso civil con los ciudadanos y trató de vejar a una mujer que ejercía a su lado el mismo oficio que él, pero del que él se servía para manejar su ciudad a su antojo. Y para manejar, también, lo que se le antojara.

Como si la historia no tuviera fin, y éste no fuera el que le conviene a toda ignominia, el acosador de Nevenka ahora le da la alcaldía al partido que entonces lo zahirió, con justicia, por haber utilizado la política en su beneficio personal y para llevar a cabo prácticas aberrantes. 

El Día de la Mujer se producía ese trasvase de fluidos perversos, el voto del acosador de Nevenka para que la alcaldía cambiara de manos. Un episodio más, paradójico y cruel, de este tiempo en que la política es un opaco abismo que arrastra la moral de un país hacia la negrura de la desconfianza en cuyo saco estamos ya metidos, con los jueces y con los políticos, nuestro propio oficio, el periodismo. Más que pastillas para calmar el mundo necesitamos pastillas para entenderlo y así poderlo explicar.

Luis Mateo y la alegría

Por: | 07 de marzo de 2013

Me fijé anoche cómo subía Luis Mateo Díez al estrado a recoger el premio Francisco Umbral por su libro La cabeza en llamas (Galaxia Gutenberg).

Él siempre ha sido como el hermano mayor de todos nosotros; lo era cuando todavía era un joven bromista en las playas de Asturias, en las noches mágicas que organizaban Víctor García de la Concha y Carlos Casares, en Verines, con Juan Pedro Aparicio, con José María Merino, sus amigos filandones, que anoche estaban viéndole. Lo era en las tardes y en los mediodías de Madrid, cuando acababa sus tareas en el municipio y regalaba su tiempo a los menesterosos que necesitábamos su compañía. En los espacios en que no lo veíamos tolerar la calle y sus atributos nocturnos o diurnos, escribía, y lo sigue haciendo, libros magníficos, ficción pura, memoria, en los que alientan León y sus campiñas, las carreteras, los hoteles, las pensiones, las escuelas, los golfos y los pacíficos, los funcionarios y los descarriados, el mundo selvático del recuerdo que se manifiesta en su capacidad infinita para agarrar la realidad por el cuello y torcerla hasta hacerla novela.

Bueno, pues sigue siendo el hermano mayor de todos nosotros. Y sigue regalando una alegría que es la que le vi en el rostro cuando se puso ante el micrófono para agradecer ese premio que otorga la Fundación que lleva el nombre del mejor cronista que tuvo España desde la transición hasta su muerte. Francisco Umbral. Fiel a la generosidad que lo distingue, Luis Mateo no habló de sí mismo, sino de la gratitud y de Umbral, desde la primera novela de Paco, Balada de gamberros, de 1965, hasta ese episodio mayor de su escritura, el columnismo, que ejerció en este periódico y en El Mundo. La escritura de Umbral, tan identificable, tan propia, es, para Mateo, "un poema", está marcada "por una aureola de significaciones", y arranca, como la del propio Luis, de la primera contemplación de la tierra: la ciudad, el río. Los dos están marcados por los cielos peninsulares, que en el lado de Mateo son oscuros y a veces brillantes como los recuerdos, y que en el caso de Umbral son también los cielos imponentes de la memoria. 

Hubo más palabras, claro, y estuvo la presencia, siempre serena, elegante, memoriosa, que diría el propio Paco, de María España, la mujer que durante años le ayudó al escritor a ser quien fue, en la salud, en la enfermedad, en el genio y en la melancolía. Carmen Iglesias, académica como Mateo, resumió su criterio sobre el libro premiado, ante los editores (Joan Tarrida, María Cifuentes) felices, pues el año pasado también ganó el Umbral (en su primera entrega) un libro suyo, Las cuatro esquinas, también relatos, de Manuel Longares. Y Longares, Santos Villanueva y Fernando Rodríguez Lafuente conversaron después con Luis Mateo sobre lo que le pasa a la escritura mientras se va haciendo. Fue curioso, Longares quería hablar de Mateo y Mateo quería hablar de Longares. Como no están dotados para la exacerbación del ego, a los dos les daba pudor exhibir allí sus respectivas habilidades, de las que la gente ya sabe bastante.

De lo que no sabe la gente bastante es de la generosidad abundante de Luis Mateo Díez. Esa alegría con la que se acercó al estrado, las palabras que dijo, de gratitud y de agrado, todo ello es muestra externa de un alma como hay pocas en este universo de la literatura; un escritor capaz de quitarse el pan para dárselo a otro.

Se celebró el acto en la Comunidad de Madrid, bajo su auspicio. No estaba el presidente de la institución, Ignacio González. Me pareció un desaire, francamente. A Umbral, a Mateo, a todos los que estaban allí. Si el presidente convoca, el presidente está. Un respeto. Pero la ausencia, claro, no fue capaz de impedir la alegría que sentimos al ver alegre a Luis Mateo Díez. Es nuestro hermano mayor.

Oficio de leer, la escritura del regocijo

Por: | 02 de marzo de 2013

Leer como lee José Manuel Caballero Bonald es un placer que lleva al regocijo. Como el jerezano que ganó el Cervantes este año es levemente prolífico y ampliamente veterano, ese sentimiento maravillado se repite con cierta y muy grata frecuencia. Y ahora aparece en el cielo de los libros como aquella lluvia que dibujaba Bagaría, de golpe, como una gota enorme que nos baña de la alegría de leerle leyendo. Esa gota inmensa (606 páginas) se titula Oficio de lector (Seix Barral) y es el libro en el que el maestro que escribió Ágata ojo de gato subraya todo lo importante que ha leído en los últimos decenios de su vida ahora coronada con los mejores laureles de la literatura en lengua castellana.

       Es un placer, un regocijo y una buena noticia disponer de ese bagaje de su cultura de escribir. Él dice, y aspiro a que esta sea la última vez que le copio esa aseveración que tanto le repiten, que no estuvo nunca dotado para la mala escritura; escribe bien, muy bien, esa es la naturaleza de su afán, escribir bien. Nunca dijo que leyera bien, eso se da por supuesto. Para escribir bien, algo que hace desde muy chico, hay que leer bien, y este libro es el testimonio de su mejor arte, la perspicacia para advertir en el ritmo de los otros la obligación de su propia música. Es, además, generoso, justo y, en lo que se refiere a su libertad de leer, perfectamente atrabiliario; no es un lector de un ojo solo, y tampoco de dos: lee con los dedos, con las manos, con el cuerpo, con la mente y con el gusto, y derrama lo que lee con una eficacia sentimental fuera de lo común, pues contagia sus gustos, uno quiere de inmediato sumergirse en los libros que él ha transitado, aunque uno ya los hubiera leído.

       Su variedad es el signo de su orientación: él busca, no ceja buscando, y su brújula es de calidad. Lo anuncia: “Sólo he procurado agrupar un elenco más entre otros posibles y en ningún caso un repertorio minucioso. Desde Cervantes o Juan de la Cruz a Juan Ramón Jiménez o Gabriel Miró, desde Góngora o Quevedo a Mallarmé o Kafka, desde Juan Carlos Onetti o Álvaro Cunqueiro a César Vallejo o José Ángel Valente, la historia de la literatura que media entre esos distintos autores responde a una escala de preceptos que me ha concernido de una u otra manera”.

       Que le ha concernido y que le ha exigido. La marca de Caballero Bonald, como escritor y como lector, es la señal de la exigencia; no hay desmayo en su minuciosa búsqueda de la voz del otro; ese afán abunda en detalles que son infinitesimales (como en los artículos sobre Miguel de Cervantes, que es el patrón mayor del libro), pero al fin sirven para contener la respiración total del escritor, desde su juventud hasta su madurez, desde las dudosas victorias que halla hasta el cumplimiento de su destino provisional de fracasado o perdedor.

       Esos capítulos en los que visita la vida y la obra de Cervantes son, quizá por la actualidad que le confiere su relación actual con ese nombre, especialmente atractivos para entender la minuciosidad rítmica con la que Caballero Bonald cumple su labor de contar cómo ha leído. Ahí está el lector, pero también está el ingenioso creador de metáforas tranquilas y terminantes, el humorista que todo músico bien nacido (bien nacido para la escritura) tiene dentro. Subrayé de su texto De las andanzas sevillanas de Cervantes este exordio en el que cumple la obligación literaria de la autocrítica (y de la sonrisa): “Cuando redactaba mi libro Sevilla en tiempos de Cervantes, se me fue acentuando una tentación poco acorde con mis inclinaciones narrativas: escribir una novela sobre las andanzas del autor del Quijote en esa ´gran babilonia de España` que fue la Sevilla de fines del XVI y principios del XVII. No una novela histórica, por supuesto, que es género emparentado con la numismática, sino una especie de aproximación imaginativa a esas incógnitas que subsisten por detrás de la realidad”. Esa alusión a la numismática, y otras del mismo cariz que cubren este y otros textos del ingenio feraz y fresco de Caballero Bonald, vuelve a revelar en el lector que él es un personaje que jamás se ha dejado llevar por la solemnidad que deplora y que siempre tiene presta la espada para azotar ciertas imbecilidades que se abren paso porque la puerta de la nada siempre está abierta a las naderías.

       Usé mi lápiz, en esos capítulos cervantinos, para situar al Caballero lector en las huellas lejanas del Cervantes escritor; y él va haciendo feliz y posible la tarea, porque desde su adolescencia, según cuenta, esos textos cervantinos que frecuentó han ido conformando su propia estatura de lector de Cervantes, desde su poesía a su narrativa, desde sus titubeos personales a sus “entusiasmo perdidos”. Su carta de batalla por la poesía de don Miguel de Cervantes es un desafío a los que una y otra vez han ninguneado los versos para poner el foco sobre la narrativa, cuando un ritmo y otro siempre han ido acompasándose en el trabajo cervantino como, entre otros, en la obra total del propio Caballero Bonald. Él acude a una frase de Vicente Gaos para apoyar sus lúcidas mociones al respecto: “La poesía de Cervantes es suya, y con ello queda expresada la imposibilidad absoluta de que sea mediocre”.

       Digamos que Cervantes es el pórtico de Oficio de lector, y pocas veces un umbral es tan preciso y tan necesario para entender la exigencia personal y literaria de esta pasión lectora. Pero el libro es aún más, como es aun más, siempre, lo que da Caballero Bonald cuando te acercas a él para aprender de lo que ha aprendido. En este caso, aprendió de Cervantes la ironía y el ritmo; de la vida, luego, aprendió que nada puede ser banal, aunque se ría escribiendo; y se ríe mucho, muchísimo, como en sus memorias e incluso en sus poemas más solemnes. Es imposible leer el libro y no verle, aún en su ausencia, regurgitando adjetivos precisos, subrayados imprescindibles, silencios que son tan elocuentes como su mirada tantas veces distraída por el genio de los que nacieron escuchando la inasible poesía del horizonte.

       Este de Oficio de escritor, me atrevo a decir, es tan cabal, tan profundo, como aquel narrador que vio por dentro la tierra en Ágata ojo de gato; se sale de ese libro siendo más saludable, como si te hubiera abierto de par en par la naturaleza de su respiración de escritor para que aprendamos de su manera de leer de dónde viene su manera de escribir.     

El País

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